Prácticamente desde su firma en febrero de 2015, los acuerdos de Minsk, único documento firmado por las partes en conflicto bajo la mediación de las potencias de la Unión Europea, presentes en su negociación, fueron polémicos y causaron, en los siete años que se alargó un proceso en el que nunca iba a conseguirse la paz, todo tipo de desavenencias y acusaciones cruzadas. El acuerdo buscaba un acomodo de “ciertas zonas de las regiones de Donetsk y Lugansk de Ucrania” en una nueva Ucrania dispuesta a aceptar incluir el estatus especial de esos territorios bajo control de la RPD y la RPL en su Constitución. Según ese planteamiento, Ucrania aceptaría recuperar esos territorios según unas condiciones marcadas, incluida una amnistía a quienes hubieran participado en la guerra que Kiev jamás tuvo intención alguna de otorgar.
Donetsk y Lugansk, por su parte, aceptarían regresar formalmente bajo control de Kiev aunque con una mayor autonomía para comerciar con Rusia, disfrutar de derechos lingüísticos y culturales o mantener una policía regional, forma elegida para desmovilizar a las milicias formadas en 2014 y que con el tiempo irían reorganizándose en los ejércitos de las Repúblicas Populares.
Con el cumplimiento de los acuerdos, Moscú habría logrado mantener como parte de Ucrania a dos regiones afines y que mantendrían, no solo el contacto económico y comercial, sino que garantizarían que no pudiera imponerse en todo el país la ucranización que pretendían los gobiernos post-Maidan en forma de ruptura económica, política, cultural y social con Rusia. La existencia de dos regiones en las que persistiera una forma diferente de comprender la identidad política, cultural e histórica ucraniana fue, pese a que ese aspecto haya sido absolutamente ignorado por los numerosos análisis favorables y contrarios que en estos años se han hecho de los acuerdos, uno de los motivos por los que Kiev jamás iba a cumplir la letra ni el espíritu de lo negociado en Minsk por Petro Poroshenko y Vladimir Putin en presencia de Angela Merkel y François Hollande.
Para los países de la Unión Europea, Minsk suponía una vía para levantar las sanciones que se habían introducido contra Rusia a raíz de la anexión de Crimea y que habían aumentado tras el estallido de la guerra en Donbass. Como principal cliente de los productos del sector energético ruso en la Unión Europea, este aspecto era especialmente importante para la canciller alemana. Angela Merkel no solo negoció en persona con Poroshenko y Putin los segundos acuerdos de Minsk en la capital bielorrusa, sino que había viajado a Moscú días antes precisamente para buscar un acuerdo. En aquel momento, la ofensiva de invierno de las milicias de la RPD y la RPL se encaminaba a su final y era cuestión de días la captura de Debaltsevo en lo que sería la segunda gran derrota de Ucrania tras la de Ilovaisk. Merkel acudió a Moscú junto a François Hollande, incluido en el viaje para poder presentarlo como una representación de países de la Unión Europea, ya que la reunión, celebrada en el Kremlin sin asesores ni traductores, solo pudo celebrarse en alemán o ruso, dos idiomas que compartían la canciller alemana y el presidente ruso, pero no el presidente francés.
“Habría preferido un periodo más pacífico tras mi partida”, afirmó Merkel en una entrevista concedida esta semana y en la que admitía que dedicó “mucho tiempo a Ucrania”. Durante ese tiempo transcurrido entre la firma de esos acuerdos que había promovido primero y negociado presencialmente después, la canciller alemana prestó especial atención, no solo a la cuestión de Ucrania en general, sino a los acuerdos de Minsk en particular.
El papel de Alemania y Francia no se limitó a la mediación en la negociación de unos acuerdos que, por sus términos y por el resultado que preveían, el retorno a Ucrania de los territorios que no habría logrado recuperar por lo militar, no pueden considerarse como “la paz del vencedor” tal y como han argumentado desde finales de 2021 y en los meses anteriores a la intervención rusa importantes medios occidentales. En 2016, Francia y Alemania patrocinaron también la formación de un segundo formato, el cuarteto de Normandía, aún más favorable a Kiev ya que en él no tenía voz la otra parte de la guerra, las Repúblicas Populares. Ese formato, evidentemente favorecido por Ucrania frente a sus constantes intentos de sabotear sistemáticamente cualquier acuerdo en el marco de Minsk, debió ser la forma de lograr un compromiso por medio de la negociación directa entre los presidentes de Rusia y de Ucrania. Sin éxito, al año siguiente, Merkel volvió a impulsar negociaciones para desbloquear el proceso de Minsk.
La negociación fue tan importante para Alemania que el último intento de revitalizar un proceso de paz, nacido muerto debido a la contradicción en las interpretaciones de la letra de los acuerdos y a la flagrante falta de voluntad política de Ucrania de cumplir siquiera una versión reducida de sus puntos, lleva el nombre del ahora presidente de Alemania, Frank-Walter Steinmeier. La propuesta del entonces ministro de Asuntos Exteriores alemán pasaba por la aprobación inmediata, aunque temporal, del estatus especial para Donbass, que sería definitivo una vez que la OSCE validara los resultados de unos comicios electorales que se celebrarían según un acuerdo. Durante varios años, las Repúblicas Populares pelearon en Minsk en busca de que Kiev aceptara esa forma rápida de implementar los acuerdos de Minsk, aunque no fue hasta 2019, en la última cumbre del Formato Normandía, cuando Ucrania aceptó la tan debatida fórmula, aunque sin intención de aplicarla.
En aquel momento, Zelensky, que había renunciado ya a la idea de compromiso por la paz con la que llegó al poder, se enfrentaba al incipiente movimiento “contra la capitulación”, promovido por la extrema derecha tanto interna como desde la diáspora norteamericana. Sin embargo, esa resistencia era innecesaria: pese a sus buenas palabras de campaña, el presidente ucraniano, que seguía repitiendo el mantra de que los acuerdos de Minsk eran la única alternativa -como habían hecho durante años Poroshenko, Putin, Hollande, Macron o Merkel-, nunca mostró intención alguna de modificar la línea de negar cualquier negociación con Donetsk y Lugansk heredada de Poroshenko. Sin esa negociación y sin interés por aprobar una ley de estatus especial que supusiera un mínimo autogobierno para Donbass (Ucrania ofrecía solo una descentralización administrativa para todo el país que en realidad no suponía descentralización real alguna), los acuerdos de Minsk eran inviables.
Pero incluso en ese fracaso, la canciller Merkel trató de reavivar el apagado fuego de Minsk y de Normandía, como posteriormente hiciera también su sucesor, Olaf Scholz. Semanas antes del reconocimiento ruso de las Repúblicas Populares, los asesores de los jefes de Estado y de Gobierno preparaban una nueva cumbre. Y los términos de los acuerdos de Minsk, sumados a una vía rápida a la Unión Europea a cambio de la renuncia a la OTAN fue la última oferta de Scholz en una conversación con Zelensky horas antes del inicio de la intervención militar rusa.
Durante siete años, los acuerdos de Minsk fueron definidos como la única salida al conflicto, un acuerdo para el que no existía alternativa por prácticamente todas las partes implicadas o interesadas en el conflicto. La excepción ahí es Estados Unidos, siempre distante y menos interesado que países como Alemania en la resolución rápida a un conflicto del que dependía el levantamiento de sanciones y la reconstrucción de una relación comercial y política importante para el continente: la que a lo largo de los años habían construido Berlín y Moscú.
Ahora, nueve meses después del reconocimiento ruso de la RPD y la RPL, cuando Ucrania afirma abiertamente haber utilizado los años de Minsk para rearmarse y reforzarse y reniega de toda intención de cumplir los acuerdos, las cosas han cambiado. Ucrania reafirma con sus palabras lo que mostró durante siete años con sus actos. Y con la guerra rusoucraniana como una de las grandes cuestiones de la política internacional y con el protagonismo de Ucrania como causa europea de lucha por la libertad, la tendencia es simplemente seguir el juego de Kiev y renegar de los acuerdos. Así lo ha hecho Petro Poroshenko, que sin credibilidad alguna ha afirmado que ese fue el objetivo de los acuerdos desde el principio. Sigue así la tendencia de su compañero de partido, Andriy Parubiy, que siempre abogó por la opción Krajina, el intento de solucionar por la fuerza militar lo que Ucrania no había podido lograr de esa misma forma ni en 2014 ni en 2015, ni por la vía del estrangulamiento económico desde 2017.
Pese al evidente intento ucraniano de sabotear las negociaciones en busca de concesiones unilaterales por parte de Rusia, a la que siempre exigió el desarme de las milicias y la entrega del control de la frontera a cambio de un cumplimiento parcial y siempre interesado de los puntos de los acuerdos de Minsk que estaba dispuesta a implementar, las potencias europeas, especialmente Alemania, continuaron tratando de reactivar el proceso.
En su última entrevista, en la que trata de defender su actuación ante las crecientes críticas de la prensa, que ha llegado a calificarla de “la Neville Chamberlain de nuestros días”, la canciller Merkel muestra sus últimos intentos de lograr un acuerdo de paz. Sus palabras son representativas de su actuación: “En el verano de 2021, después de que el presidente Biden se reuniera con Putin, Emmanuel Macron y yo queríamos armar un formato de negociación productivo en el Consejo de la UE. Algunos se opusieron a la idea y ya no tenía el poder para impulsarla, porque todos sabían que me iría ese otoño. Les pregunté a otros en el Consejo: ‘¿Por qué no hablas? Di algo.” Uno dijo: “Es demasiado grande para mí.” El otro simplemente se encogió de hombros, diciendo que era un problema para los países grandes. Si me hubiera postulado nuevamente para la reelección ese septiembre, habría seguido”.
Los comentarios de Merkel, que finalmente desistió de sus intentos de lograr algo que era a todas luces imposible, denotan el desinterés de los países europeos por la cuestión de Donbass, importante solo para aquellos países que buscaban una vía para levantar las sanciones contra Rusia. Sin embargo, instalada ya en el imaginario colectivo la idea de los acuerdos de Minsk como “la paz del vencedor”, una forma de Rusia de romper Ucrania y un acuerdo que nunca debió cumplirse, Merkel ha decidido también subirse a esa tendencia. Aunque posiblemente haya sido la persona que más luchó por mantener vivo el acuerdo de Minsk, Angela Merkel afirma ahora que los acuerdos fueron una forma de dar tiempo a Ucrania para rearmarse y reforzarse, un ejercicio de cinismo sobre un proceso que supuso mantener, de forma absolutamente artificial, el estado de guerra para una población que sufrió durante siete años las carencias que implica la cercanía a la batalla y las penurias económicas que la acompañan.
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