Artículo Original: Dmitry Steshin / Komsomolskaya Pravda
Todavía no hay carretera directa de Novoazovsk a Mariupol, pero el navegador obstinadamente muestra una distancia de 40 kilómetros y después se vuelve loco al poner los nombres de los territorios recientemente liberados. Grito al conductor: “Voy a soñar con estas carreteras durante años” y me responde con un pulgar hacia arriba. Es imposible hablar en el coche, nos quedamos sin silenciador desde que empezó la operación militar y empezamos a trabajar sobre las posiciones de mortero de la ciudad. No hay mecánicos en Donetsk: todo el mundo ha sido movilizado y tampoco hay repuestos. Los coches se lavan así: los dueños lo dejan por la tarde y si el equipo no está exhausto lo limpiará por la mañana.
Donetsk continúa recibiendo personas que huyen de Mariupol y ya han llegado los primeros problemas. Conocidos de un batallón me contaron que se habían enfrentado a unos evacuados que, borrachos, gritaban “gloria a Ucrania”. Mucha gente llega de la Mariupol en llamas. Huyen soldados y miembros de batallones voluntarios. Estos abrieron los depósitos donde estaban los uniformes de Azovstal y se pusieron la ropa de Metinvest. El truco fue rápidamente descubierto. Ahora, en la línea del frente, incluso en carreteras secundarias, están apareciendo patrullas móviles que vuelven a registrar los coches. Incluso en la retaguardia, en todas partes hay reservistas movilizados con rifles Moslin. Algunos son incluso prerrevolucionarios o de las fábricas de Tula o Sestroretsk. Los coleccionistas los aprecian por su precisión en combate. Aunque en estos lugares no hay nada a lo que disparar.
Las filas de coches de refugiados saliendo de Mariupol se han hecho algo más cortas. Incluso hay un flujo de retorno y un servicio de taxi improvisado: llevan a gente a Donetsk, les llevan a la frontera rusa, ya sea en grivnas o en rublos, entre 5000 y 10.000 por un coche con conductor. Cerca del granero de la localidad de Kalchik dejamos atrás un viejo coche extranjero que lleva un ataúd encima, cuidadosamente atado con plástico. Con la llegada de la primavera y el calor, Mariupol espera con horror que los muertos empiecen a descomponerse. Los servicios de exhumación e investigación aún no han llegado a la ciudad. Tienen mucho trabajo en las localidades que estaban en el frente.
La mañana está nublada, con lluvia y algo de nieve. El viento sopla en los destruidos barrios, haciendo rugir el metal y los marcos arrancados, zumbando a través de los cristales rotos y los agujeros de metralla. Nos encontramos en un solar de la Avenida Shevchenko, puede que en la principal entrada de la ciudad. Aquí se ha formado un cementerio popular, uno de la docena que ya he visto. Pregunto a un camarada, el comandante militar Medvedev: “¿Escuchas las flautas?”. Tras una pausa, Rinat exhala: “Creía que era yo y que me estaba volviendo loco”.
Mientras grabamos las tumbas, se acerca un hombre. Algo de su apariencia me hace pensar que es profesor. Es verdad, es el profesor de historia Andrey. Es interesante que, al contrario que nuestras últimas conversaciones con residentes de la Mariupol, con él no hablamos de “cuándo acabará” sino de la vida en paz. En primer lugar, nos pregunta con quién hablar: hay dos proyectiles sin explotar en su entrada. Apuntamos en dirección a la entrada de la ciudad, donde hay un vehículo con los colores del Ministerio de Situaciones de Emergencia. Después, Andrey nos golpea con una pregunta que va directamente a la cabeza: “Chicos, dicen que en la radio rusa han dicho que Rusia ha llegado a un acuerdo con China. A cambio de suministro anual de gas, reconstruirán Mariupol para nosotros”. Apenas puedo encontrar las palabras: “Parece que no has estado en Crimea desde 2014, seguro que no has estado allí. Nos las arreglamos por nosotros mismos. E incluso Grozni, no solo está reconstruido sino que parece Dubái. Pero si los chinos quieren ayudar, no deberíamos rechazarlo. Además de Mariupol, todo el Donbass está arruinado por la guerra”.
Lo curioso de Mariupol es que, en cuanto se reúnen cinco personas, aunque sea en un cementerio, los ciudadanos empiezan a hablar de las noticias. La población vive en un completo vacío informativo y si diera una conferencia callejera sobre la situación geopolítica, miles de residentes de Mariupol vendrían a escucharme. Pero la mujer que se me acercó preguntó otra cosa: “Chicos, ¿con quién tengo que hablar? Mi abuela se está descomponiendo en el piso de arriba, ya se nota el olor. ¿Qué tengo que hacer? No encuentro a nadie que vaya hasta allí”. A nuestra izquierda aparece un cortejo fúnebre. Traen un ataúd y un cuerpo envuelto en una manta. Un hombre con una cruz de madera en la mano me lo explica: “Estoy enterrando a mi madre. Han abierto la tienda de pompas fúnebres”. Señala la al otro lado de la calle hacia la tienda y añade: “Cuando acabe la batalla, pagaré hasta el último céntimo. Al menos enterraré a mi madre como a un ser humano. ¿Crees que lo entenderán?”.
“La gente lo entenderá”.
Nos adelanta una columna de tanques que se dirige hacia donde los últimos inhumanos siguen dando dura batalla, sabiendo perfectamente que no se les perdonará por Mariupol. Seguimos a los tanques.
Nos proponemos la tarea de encontrar los edificios residenciales en los que las Fuerzas Armadas de Ucrania han colocado posiciones de tiro. Sin embargo, esa misma tarde, un colega que ha pasado por más puntos calientes que yo por revoluciones de colores, cínicamente ridiculiza esa idea. Vitya ha luchado en diferentes ciudades desde la segunda guerra de Chechenia y su opinión merece ser escuchada: “Dima, ¡qué propaganda es esa! ¿Cuáles son las posiciones desde las que se dispararon los primeros Shmelia? Les disparamos de vuelta, cambiaron de posición, disparamos, cambiaron de posición. Si hay movimiento, si sabes quién lucha a tu izquierda y a tu derecha en la ciudad, estás luchando correctamente. Sentarse en un lugar en una casa, ni en la ofensiva Belinsky”.
Vitya tenía razón. Lo único que encontramos fue una posición de tiro en un piso justo delante de la Academia de Policía. Las ventanas estaban llenas de agujeros de bala y una esquina estaba derrumbada por el fuego de respuesta de quienes estaban en la Academia. Después echaría a correr, dejando atrás la ropa de camuflaje y equipamiento. Encontramos las insignias en la esquina. Pero no han debido ir muy lejos. Detrás de la Academia, en el parque, hay una batalla en la que las ametralladoras trabajan al unísono. Su fuego se funde con el sonido de la explosión. Pero muy cerca, en los patios, todo está tranquilo. Una mujer cocina en un hornillo. Le pregunto qué hay de comer. “Borscht”.
Ayer todos recibieron ayuda humanitaria. Aunque según mi interlocutora, ahora ya se puede comprar productos. Empresarios de Donetsk intentan hacer su agosto y han traído comida que venden un 25% más caro, según explican, “por el riesgo”. Cobran en grivnas, no hay rublos en la ciudad. “Pero esa no es la principal carencia en la ciudad. No necesito comer tanto como necesito poner cristal en las ventanas. Durante un mes, el viento sopla en mi casa. He puesto alfombra, pero no ayuda”.
A lo largo del día, recorremos muchos kilómetros alrededor de los bloques de la zona de la avenida Shevchenko. Esto es lo que observé. En esta zona, solo los bloques del exterior están seriamente dañados, con los pisos quemados, pero no hay colapsos de edificios. Más adelante, las casas tienen las ventanas intactas. No es así en todas partes, por supuesto, pero si en una parte de la ciudad ha sobrevivido el 70%, hay esperanza.
Al entrar a Mariupol, vemos un grupo de personas agolpadas en el parking del supermercado Metro. Pero esas personas portan cajas con una marca diferente: lazos de san Jorge en forma de Z. Una mujer pelirroja nos muestra sus contenidos: pasta, mantequilla, estofado, leche condensada, latas de pescado. Aparte, hay detergente, jabón, compresas, maquinillas de afeitar. También reparten botellas de cinco litros de agua.
A la entrada del supermercado, les escriben en la palma de la mano su número, para que haya un orden. Todos esperan pacientemente su turno. Van pasando las personas. Escriben el número de un hombre: Soy Podlesni, Valeri Valentinovich, envía mis saludos a Romanova, Inga Valentinovna en Moscú. ¡Estoy vivo!”
Dentro del supermercado hay largas filas de palés en las que se están cargando cientos de teléfonos móviles. A veces los operadores ucranianos funcionan, pero todos están esperando que se empiecen a vender las tarjetas SIM del operador de la República. Y medicinas. Mariupol es una ciudad con mucha gente con catarros. Una mujer pregunta a un voluntario: “He venido a las seis de la mañana, ya se habían acabado todas las medicinas. Me puedes hacer una señal con la linterna, vivo en ese edificio negro de nueve pisos de ahí”. El voluntario dice que no hará ninguna señal, pero le recomienda venir a las cinco. La mujer asiente: “Es insoportable seguir en el sótano, la batalla se ha acabado, pero el piso está quemado”.
Salimos de Mariupol y paramos en la cuneta a unos diez kilómetros a tomar un café del que ya nos habíamos olvidado. Se detiene un vehículo con la letra Z. El miliciano pregunta por la ventana: “¿Se os ha estropeado el coche? ¿O necesitáis gasolina?”
“Gracias, estamos tomando café”.
Le ofrecemos una taza. Toma un sorbo y sigue hacia la ciudad. Mis acompañantes, que lucharon hace ocho años, le miran sorprendidos. “¡Estás igual que en 2014! Entonces la relación se enfrió, pero ahora está otra vez como nueva. Bien hecho”.
“La relación se enfrió porque las batallas continuaron en el formato más desesperanzador. Pero no habrá más. La relación entre las personas quedará. ¿Dónde pueden ir a partir de ahora?”
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