En el último año, el discurso ucraniano ha sufrido cambios equivalentes a la escalada militar que se ha vivido en el país. El Gobierno ucraniano, con gran experiencia en el campo de la comunicación, ha aprovechado el cambio cualitativo en el desarrollo de una guerra que duraba ya ocho años para transformar los hechos en su beneficio. El fenómeno no es nuevo, sino solo un paso más en la táctica ucraniana de acusar siempre al otro lado de la guerra sin admitir error o mala intención propia alguna, una actitud que solo ha sido posible gracias a la protección que le ofrecieron durante años sus socios europeos, fundamentalmente Francia y Alemania. Kiev, que incluso cuando la guerra se limitaba a Donbass utilizó la guerra para conseguir sus objetivos políticos, fundamentalmente apoyo económico y financiero e integración euroatlántica, ha logrado sin esfuerzo instalar en el discurso público la idea de la guerra no provocada. De ahí que, pese a cómo se produjeron los hechos, una parte del discurso ucraniano parta de la falsa idea de una guerra que coincide con el discurso ruso de que la guerra comenzó en 2014, pero alega que lo hizo por una “invasión rusa”.
Ese discurso simplista que busca culpar a Rusia de todo lo ocurrido en Ucrania desde 2014 tampoco es nuevo y los años del proceso de Minsk cuentan con todo tipo de ejemplos. En ese tiempo, en el que Ucrania admitía para su consumo interno no estar dispuesta a implementar lo previsto en los acuerdos firmados mientas que para el exterior buscaba instalar el relato de que era Rusia quien no cumplía con sus compromisos, Kiev contó con el apoyo de sus socios más fieles, dispuestos a mantener un discurso de equidistancia para evitar admitir quién bloqueaba los acuerdos. Francia, y especialmente Alemania, fueron en estos años una parte especialmente importante para garantizar la extensión, que en aquel momento parecía ilimitada, de la paz de Minsk, que durante siete años implicó la separación de facto de Donbass, partido en dos por una línea del frente en la que el alto el fuego nunca fue completo y los bombardeos fueron una herramienta de presión política.
En una reciente entrevista que ha sido ampliamente malinterpretada, Angela Merkel se congratulaba del tiempo que Ucrania había ganado con el proceso de Minsk, aunque también lamentaba su fracaso. La canciller alemana fue posiblemente la autoridad occidental más implicada en el proceso de Minsk. Con una visita a Moscú -acompañada, casi a forma de protocolo, por François Hollande para hacer de la visita algo común y no solo una cuestión alemana- dio el impulso a lo que sería la negociación para los segundos acuerdos de Minsk e incluso apadrinó, dándole el nombre de quien fuera su ministro de Asuntos Exteriores a la fórmula que debía relanzar el proceso tras años de bloqueo.
Sin embargo, pese a la evidente implicación de la canciller alemana en un proceso del que fue una de sus caras públicas, ni siquiera Alemania, el país más interesado en resolver la situación para poder así proceder al levantamiento parcial de las sanciones contra Rusia, tuvo intención alguna de presionar al Gobierno ucraniano para que cumpliera con sus compromisos. Ese incondicional apoyo alemán consolidó el “ni guerra ni paz” de Minsk como statu quo, una situación de guerra en la línea del frente a la que Kiev añadió en 2017 un bloqueo económico que aumentó aún más la separación económica, política y cultural de Ucrania y Donbass.
En guerra y bajo un bloqueo económico que abiertamente buscaba destruir la economía para lograr así lo que la vía militar no había logrado, la población de Donbass miró a Rusia no solo en busca de protección, sino también de integración. Muchos expertos apelan a las encuestas anteriores a la guerra, que no mostraban separatismo ni intención de buscar una reunificación con Rusia en la población de Donbass, para alegar que fue Rusia quien instigó la rebelión, pero ese discurso esconde cómo la actuación de Ucrania obligó a la población a tomar partido. Cuando una solución negociada aún era posible, Ucrania optó por la solución militar, que hizo estallar la guerra en el verano de 2014. Desde entonces, en cada momento en el que Ucrania dispuso de la opción de la desescalada, Kiev optó por la vía maximalista de negar cualquier diálogo o concesión política mínima. Ucrania no solo se negó, por ejemplo, a conceder la amnistía a quienes hubieran luchado del lado de las Repúblicas Populares en la guerra, sino que siempre se jactó del trato que daría a “colaboracionistas”, entre los que destacaba al personal docente.
Durante un breve periodo en febrero de 2022, representantes occidentales que en ningún momento habían buscado que Kiev cumpliera con sus compromisos, acusaron a Rusia de romper unilateralmente el proceso de Minsk y exigieron a Moscú que regresara a ese formato que ni Kiev ni gran parte de sus socios habían tomado nunca en serio. Esa fase fue breve y la guerra favoreció las posturas de los halcones que siempre consideraron todo proceso de paz un obstáculo para conseguir sus objetivos. Algunos de ellos están en el Gobierno ucraniano, aunque representantes o exrepresentantes occidentales son, en ocasiones, tan o más radicales. Es el caso de los representantes de Estados Unidos y el Reino Unido, que jamás tuvieron interés alguno en el proceso de Minsk y vieron la guerra como una herramienta para debilitar a Rusia y castigar al país por la anexión de la parte de Ucrania que consideraban y siguen considerando más importante: Crimea.
Es lo que se desprende de una reciente entrevista concedida a un medio ucraniano por el exprimer ministro británico Boris Johnson, el hombre que se jactó de haber descarrilado las negociaciones de paz de Estambul el pasado abril. La entrevista muestra los diferentes puntos de vista de los aliados de Ucrania, divididos entre quienes, como Alemania, quisieron presionar a Rusia por la vía de Minsk en busca de una resolución que justificara la reanudación de las relaciones económicas con Moscú, y quienes tenían un objetivo que iba mucho más allá. “En Francia y Alemania tenían esta tradición del proceso de Normandía y los acuerdos de Minsk”, afirmó Johnson. “Estaban acostumbrados a relacionarse con Rusia, intentando persuadir a Rusia y a Ucrania a negociar después de que Rusia ya hubiera invadido en 2014. Así que estaban en una especie de lógica de negociación e intentando conseguir un trato. Y si recuerda, Emmanuel [Macron] en un momento dado dijo que Putin no debe ser humillado. Empezamos desde una posición muy diferente. Nosotros pensamos que solo había una salida. Ucrania debe tener éxito y Putin debe fracasar”, afirmó el expremier británico, que no solo describía la postura británica después del 24 de febrero, sino también la de años anteriores.
“Cada vez que mis colegas de otras capitales europeas comenzaban a pensar en algún tipo de negociación o algún plan de paz o algún trato, algo de tierra a cambio de paz, la idea se tambaleaba inmediatamente en las discusiones porque no pueden negociar con Putin porque es tan pacientemente poco de fiar. Ese argumento nunca funcionó”, se jactó Johnson, destacando una cualidad, la paciencia, que contrasta con la imagen de locura que Ucrania quiere proyectar de Vladimir Putin. Para Ucrania y Alemania, esa paciencia implicó durante siete años la negativa rusa a rebajar las concesiones que Minsk implicaba para Kiev. Y para países como el Reino Unido, suponía una consolidación del statu quo que afectaba especialmente a Crimea, de mucho más interés estratégico que la región industrial de Donbass. Y en el último año, esa postura que ha abanderado Boris Johnson implica el cierre completo de toda opción diplomática, incluso aquellas que hubieran podido eximir al país de la muerte y destrucción que se ha producido desde marzo. Como ya se ha constatado anteriormente, eso pasa por una acción militar que ponga en peligro Crimea, para obligar así a Rusia a aceptar las órdenes ucranianas.
El objetivo, según Boris Johnson, debe ser, ante todo, regresar a la situación anterior al 24 de febrero. “En primer lugar, vamos a ayudaros a recuperar Melitopol, Mariupol, Berdiansk y eso es todo el corredor terrestre [a Crimea]. Eso es lo que tiene que pasar primero. Creo francamente que una vez que eso ocurra, la posición geoestratégica será muy diferente. Ucrania estará en una posición inmensamente más fuerte. El Kremlin, con Putin, será mucho, mucho más débil”, insistió Johnson, a quien no le preocupa un escenario de la llegada al poder en Rusia de posturas más radicales, ya que, según el hombre que se jactó de impedir negociaciones de paz, “es difícil pensar en alguien que pudiera comportarse peor”. El objetivo, que solo puede conseguirse a costa de más destrucción y más muerte en Ucrania, es utilizar Crimea para debilitar a Rusia.
Sin embargo, ante la insistencia del periodista ucraniano sobre la necesidad de recuperar Crimea, Boris Johnson desvía la conversación hacia otra cuestión, la OTAN, alegando que esa posibilidad, cerrada antes del 24 de febrero de 2022, está ahora abierta. Johnson se refiere al “fracaso de observación de las fronteras internacionales” como “el desastre de 2014”. El desastre de 2014 no fue la catastrófica guerra de Donbass, sin la que el escenario actual habría sido impensable, sino la pérdida de Crimea. “Occidente fue débil y no nos pusimos en pie por Ucrania en 2014. Lanzamos el inútil proceso de Normandía, que no fue a ninguna parte”, se lamentó Johnson, olvidando deliberadamente que esos procesos jamás pudieron avanzar por una opción consciente de Ucrania. Para Kiev, Minsk hacía imposible la imposición de la Ucrania unitaria y centralista que extendería a todo el país el discurso nacionalista ucraniano como discurso nacional. Para sus socios británicos y estadounidenses, Minsk no devolvía a Ucrania el control de Crimea, punto estratégico del mar Negro, en manos rusas.
La insistencia en Crimea muestra varios aspectos, no solo la constatación de su importancia y la dificultad de recuperarla militarmente -de ahí que Johnson no quiera comprometerse a hablar de ella-, sino también la voluntad de castigar a Rusia por aquellos actos. De lo contrario, carecería de toda lógica la insistencia de Johnson al retorno a las fronteras del 24 de febrero por parte del hombre que viajó a Kiev para impedir que Ucrania aceptara un acuerdo que implicaba la retirada rusa de prácticamente todos los territorios capturados desde el 24 de febrero. Es el otro lado de la guerra proxy. Mientras Ucrania se jacta de ser el ejército de la OTAN en una guerra común contra Rusia, desde Occidente se deja claro el uso de la guerra para un objetivo político que va más allá del resultado del frente militar. Todo ello desde la extrema simplificación de una guerra que ha dividido a un país y en el que una parte de la población ha luchado durante más de ocho años contra las Fuerzas Armadas de Ucrania. Nada de eso parece haber quedado registrado por Boris Johnson, que se jacta de conocer el país y de haberlo visitado desde 2016. “Realmente estaba en un camino diferente de Rusia. Era claramente un país que tenía una vocación totalmente diferente, un destino, un sentido diferente de su soberanía”, afirmó Johnson en referencia a la Ucrania de 2016, esa que, ya dividida, bombardeaba el otro lado, y estaba a punto de imponer un bloqueo comercial para derrotar económicamente a esa parte de la población que había rechazado el inconstitucional cambio de Gobierno que se produjo en Kiev en 2014.
En esa versión, que es también la que Kiev ha impuesto con éxito en la conciencia colectiva, todo está claro y no se precisa de matices. “No he visto nada tan claro en política exterior en los últimos 50 años. No he visto nunca algo que fuera tan claramente blanco o negro, el bien y el mal, correcto o incorrecto. Lo correcto está del lado de Ucrania”, sentenció Johnson. En esta lucha entre el bien y el mal, lo correcto está del lado de quienes utilizaron la guerra para su beneficio, renegaron de sus compromisos internacionales, trataron de utilizar una solución militar para resolver un problema político y prefirieron arriesgarse a que la guerra se extendiera en lugar de buscar el compromiso que prometieron y firmaron.
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