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Alemania, Economía, Energia, Estados Unidos, Gas, Rusia, Ucrania

Una nueva teoría

El pasado 26 de septiembre varias explosiones dejaron inutilizados los gasoductos Nord Stream 1 y 2 que unían directamente la Federación Rusa con su cliente más importante, Alemania. El atentado hacía saltar por los aires una de las últimas conexiones económicas entre dos de los países más importantes del continente europeo.  Esa relación económica se había gestado por medio de las relaciones políticas tanto con el gobierno del SPD con Gerhard Schröder como con el de la CDU de Angela Merkel. Durante este periodo, el acceso a una energía barata y accesible había sido una de las bases de la competitividad de la industria alemana, una economía de exportación que era uno de los grandes motores de la Unión Europea y de Europa en general. La construcción del Nord Stream, inaugurado en el año 2011 por Angela Merkel y el entonces presidente de la Federación Rusa Dmitry Medvedev, suponía un paso más en la relación económica Berlín-Moscú y ya fue vista con todo tipo de recelos por parte de actores continentales y norteamericanos.

En 2018, el inicio de la construcción de un segundo ramal del gasoducto, el Nord Stream-2, que jamás entraría en funcionamiento, provocó las quejas de países como Ucrania, que se arriesgaba a enormes pérdidas económicas derivadas de la presumible reducción de los volúmenes de gas transitados por su sistema de gasoductos. Con unas infraestructuras que por su edad no podían ser comparables a los gasoductos en construcción y en el contexto de una ya entonces difícil relación económica y política entre los dos países, Kiev temía perder su posición estratégica como país clave en el tránsito de gas entre Rusia y la Unión Europea. La importancia de equilibrar los intereses económicos de Alemania y la necesidad de Ucrania de no perder esos recursos económicos y posición política estratégica se mostró con claridad en la cumbre del Formato Normandía de diciembre de 2019. Celebrada en un momento en el que Rusia contaba aún con alguna esperanza de que el presidente Zelensky fuera a cumplir sus promesas electorales de compromiso en busca de la paz, la cumbre no logró ningún acuerdo sobre Donbass, teóricamente el tema principal de la agenda, pero sí sobre la cuestión de gas: Alemania logró el compromiso de Rusia de mantener unos determinados niveles de tránsito de gas a través de Ucrania más allá de la futura inauguración del Nord Stream-2.

Con el acuerdo, Alemania buscaba también aplacar las críticas de sus socios, especialmente de Estados Unidos, pero también de países como Polonia, que veían en el proyecto un “arma política” del Kremlin para controlar el mercado energético de la Unión Europea. Ese relato político escondía realmente unos intereses económicos claros: Polonia, como Ucrania, se arriesgaba a perder ingresos a causa de la reducción del tránsito a través del gasoducto Druzhva, “Amistad”, mientras que para Washington, el Nord Stream era un competidor que se situaba en una posición de fuerza en un lucrativo mercado en el que trataba de abrirse paso con su gas natural licuado, más caro y, debido a la logística que implica, menos fiable y, sobre todo, menos ecológico. La lucha estadounidense contra el Nord Stream se tradujo en sanciones contra el consorcio y las diferentes empresas participantes y, sobre todo, constante propaganda y amenazas que se incrementaron en vísperas de la invasión rusa de Ucrania, que se habían iniciado mucho antes, especialmente durante la presidencia de Donald Trump.

El compromiso de Alemania con la continuación del tránsito a través de Ucrania y la de diversificación del mercado energético -eufemismo para reflejar realmente la reducción de la compra de gas ruso en favor de otros ideológicamente más correctos (estadounidense, noruego, catarí o incluso azerí) aunque más caros- aplacó los ánimos de Estados Unidos, que se retiró de la lucha en los meses anteriores a la finalización de las obras. Sin embargo, el inicio de la intervención rusa cerró toda posibilidad de que el gas transitara por el gasoducto más moderno existente en esos momentos. Semanas antes, tanto Joe Biden como Victoria Nuland habían manifestado públicamente que el Nord Stream-2 jamás entraría en funcionamiento en caso de una invasión rusa de Ucrania. Desde el momento en el que la intervención militar se produjo, Alemania cerró también toda posibilidad de tránsito de gas a través del nuevo gasoducto, pese a que a lo largo de la primavera y el verano de 2022 se produjeron rumores sobre un posible cambio de parecer de Berlín, que trataba de llenar sus reservas en vistas al invierno.

Las explosiones del 26 de septiembre provocaron una reacción inicial moderada por parte de Rusia, que en las primeras horas apeló simplemente a una investigación imparcial para determinar los hechos. Desde el otro lado de esta guerra de propaganda, sin embargo, las acusaciones contra Moscú fueron prácticamente inminentes una vez que quedó clara la versión de un atentado con el uso de explosivos. Apenas unas horas después de las primeras explosiones, Blooomberg publicaba un artículo que daba por hecha la culpabilidad rusa basándose en el interés de Rusia por involucrar directamente a la OTAN en la guerra de Ucrania, un argumento que difícilmente pudo nunca considerarse creíble. A la aparente sorpresa de los mandatarios europeos le siguió el tantas veces mencionado tuit del exministro de Asuntos Exteriores de Polonia Radek Sikorski, que daba las gracias a Estados Unidos por la destrucción del gasoducto y las emocionadas palabras de Antony Blinken, que calificaba la desaparición efectiva de los dos Nord Stream como “una gran oportunidad”. Después llegó un silencio que ha durado meses. Todos los países de la zona -Suecia, Dinamarca y Alemania- iniciaron investigaciones que no han dado más resultado que la evidente confirmación de que el sabotaje fue realmente un ataque con explosivos. Sorprendentemente, en esta Unión Europa supuestamente concienciada con el medio ambiente, ni siquiera las consecuencias ecológicas del vertido de gas en el Báltico han creado sensación de necesidad de aclarar los hechos.

Todo cambió con la publicación de un extenso artículo del periodista estadounidense Seymour Hersh, premio Pulitzer por sus reportajes desvelando la masacre estadounidense de civiles vietnamitas en Mi Lai y que, entre sus muchos logros periodísticos, dio también a conocer las torturas de Abu Ghraib. A principios de febrero, el legendario periodista acusaba directamente a Estados Unidos de haber cometido el ataque precisamente para garantizar que el gasoducto jamás pudiera volver a ser puesto en marcha. Hersh, citando a fuentes anónimas del ejército estadounidense, afirmaba que los explosivos habían sido colocados por operativos de la marina estadounidense en junio de 2022 en el marco de los ejercicios militares Baltops 22. Con la connivencia o colaboración de Noruega, Estados Unidos habría colocado el material explosivo dos meses antes de que Joe Biden diera finalmente la orden de hacer explotar los gasoductos.

El reportaje de Hersh ha sido acusado de todo tipo de pecados, fundamentalmente de infringir los estándares periodísticos citando únicamente una fuente y hacer el juego a la propaganda rusa. Desde que se confirmó el sabotaje, Rusia había acusado a Occidente de haber cometido el atentado. Durante meses, la línea oficial de los países occidentales fue firme: Rusia había saboteado sus propias infraestructuras críticas como elemento de guerra económica contra la Unión Europea. Moscú habría cumplido así con lo que expresaban todo tipo de expertos y periodistas a lo largo del verano de 2022: la certeza de que Rusia trataría de presionar a la Unión Europea cortando completamente el suministro de gas durante el invierno. Ese argumento chocaba, y sigue chocando, con la tozuda realidad. Pese a la guerra económica y la evidente ruptura de relaciones políticas, Rusia continúa enviado gas, aunque en menores cantidades debido a las sanciones europeas, y lo hace precisamente a través de Ucrania. El argumento de que Rusia hizo explotar unos gasoductos de los que es copropietaria jamás tuvo sentido. Sin embargo, la completa ausencia de pruebas y el cierre de filas occidental en favor de esa teoría han hecho posible que, durante meses, haya sido la principal hipótesis para explicar los hechos. Pero incluso antes de la publicación del reportaje de Hersh, varios medios tan importantes como The New York Times admitían que no existía evidencia alguna que probara la culpabilidad rusa en el atentado. El hecho de que Rusia hubiera comenzado a estudiar vías para la reparación de los daños es otra prueba más de que no era del interés de Moscú buscar la desaparición de unas infraestructuras en las que invirtió miles de millones de euros. Sin embargo, desde las autoridades políticas siguió considerándose teoría de la conspiración toda hipótesis que no implicara la culpabilidad rusa a pesar de las crecientes dudas, no solo por la ausencia de evidencias, sino por el sospechoso silencio de los actores implicados, especialmente el principal perjudicado: Alemania.

El relato de Seymour Hersh presenta la actuación de un actor que contaba con los motivos, medios y oportunidad para cometer el atentado. La lucha de Estados Unidos contra el Nord Stream se remonta a los orígenes del proyecto, Estados Unidos cuenta con lo necesario para hacer explotar unas infraestructuras preparadas para aguantar situaciones de presión y dispuso, gracias a los ejercicios militares de la OTAN, de la oportunidad para colocar los explosivos que posteriormente habría hecho explotar. Sin embargo, el principal beneficiado por un acto no siempre es su causante y, efectivamente, las fuentes de Seymour Hersh son desconocidas al público, por lo que no pueden considerarse definitivas incluso aunque sea evidente que el periodista cuenta, como demuestran sus décadas de experiencia, con fuentes fiables dentro del establishment político y militar estadounidense. Curiosamente, las fuentes anónimas y oficiales del Gobierno que solicitan mantener su identidad oculta han sido la base de gran parte de las informaciones sobre negociaciones, entregas de armas y planes para esta guerra en los grandes medios estadounidenses.

Aunque demonizado o ignorado por los medios y gran parte de los gobiernos internacionales, el reportaje de Hersh ha supuesto cierta necesidad de buscar explicaciones alternativas. En Alemania, tanto la izquierda como la derecha han planteado en el Bundestag requerimientos para aclarar los hechos y también la postura del propio Gobierno. En la reciente visita de Olaf Scholz a Estados Unidos, en la que la cuestión del Nord Stream ha estado notoriamente ausente, tampoco se ha producido una rueda de prensa conjunta en la que la prensa tuviera la opción de cuestionar la narrativa o la ausencia de avances en la investigación. Y tampoco en la entrevista que Fareed Zakaria realizó al canciller alemán hubo pregunta alguna sobre los hechos.

La ausencia de la cuestión del Nord Stream en la visita de Scholz a Estados Unidos en los últimos días contrasta con lo publicado ayer por The New York Times. El diario de referencia estadounidense, curiosamente citando a oficiales estadounidenses anónimos, apuntaba ayer que “un grupo proucraniano” había cometido el ataque. No es la primera ocasión que Ucrania aparece en las hipótesis sobre los hechos: hace unas semanas, Fionna Hill, experta en Rusia y exasesora para la política vinculada a Rusia de la administración Trump, se refería a la hipótesis de que Kiev hubiera sido la causante de las explosiones. Hill citaba como fuente a “la comunidad de inteligencia”, aunque esta hipótesis de que un país sin acceso al Báltico y sin los medios necesarios para cometer el acto pudiera haberlo realizado pareció en aquel momento un simple intento de desviar la atención de Estados Unidos a otros actores.

Algo similar ocurre ahora, con un relato basado en una filtración interesada de la parte que en las últimas semanas ha sido acusada del atentado. En el momento más propicio -Hersh afirma tener más información sobre lo ocurrido y estar preparando una nueva publicación-, esta nueva teoría apunta a un nuevo actor, una fuerza proxy desconocida que abre nuevas vías de especulación. “Los oficiales estadounidenses afirmaron que hay mucho que no saben sobre los perpetradores y su afiliación. La revisión de la inteligencia recién recogida sugiere que eran oponentes al presidente Vladimir V. Putin de Rusia, pero no especifica quiénes son los miembros del grupo y quién dirigió o pagó la operación”, afirma The New York Times, que admite no conocer “la naturaleza de la inteligencia, cómo se obtuvo o ningún detalle de la solidez de las pruebas que contiene”, pero añade que “afirman que no hay conclusiones firmes, dejando abierta la posibilidad de que la operación pudiera haber sido realizada extraoficialmente por parte de una fuerza proxy con conexiones con el Gobierno ucraniano o sus servicios de seguridad”. Esta nueva hipótesis, que refuerza también la idea de que no existe prueba alguna para culpar a Moscú de los hechos, busca únicamente exculpar a Estados Unidos, algo que el artículo hace abiertamente, incluso a costa de poder implicar a un aliado, en este caso a Ucrania. Eso sí, insistiendo en que los miembros del grupo podrían ser “ucranianos, rusos o una combinación de ambos”, The New York Times insiste en que ni Volodymyr Zelensky ni su Gobierno participaron en el ataque.

La prensa alemana se refiere a un grupo de seis ucranianos que, utilizando pasaportes falsificados profesionalmente, habrían alquilado un yate para cometer el acto. Sin embargo, no se descarta tampoco la hipótesis de la bandera falsa. También aquí las fuentes son anónimas y el relato se ha considerado más creíble que las revelaciones de Seymour Hersh, que presentó una teoría mucho más plausible. Pero, de ser cierta la implicación de Ucrania -y posiblemente de Polonia-, habría que añadir nuevas preguntas a la actual: ¿por qué Alemania no ha luchado activamente por saber quién hizo explotar sus infraestructuras críticas?. ¿Pudo Ucrania o un grupo no estatal ucraniano actuar sin el conocimiento de sus aliados?

Sin que parezca existir actualmente una investigación seria que determine lo ocurrido y tan solo con la palabra de oficiales de inteligencia que únicamente buscan exculpar a su Gobierno, The New York Times contribuye así a complicar un poco más un acto que nadie en Occidente parece querer esclarecer. Posiblemente porque sus culpables no se encuentran en los alrededores del Kremlin.

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