Artículo Original: Andrey Manchuk
Los treinta años de independencia de mercado se han convertido en un trágico camino a la destrucción de Ucrania. La exrepública soviética, que tenía una economía significativa y potencial científico y humano en 1991, es ahora el país más pobre del continente con una economía desindustrializada, infraestructuras destrozadas y una degradada esfera social.
Las pérdidas demográficas de Ucrania, que tenía 52 millones de habitantes en los años noventa, hacen que su población sea comparable a la de los países europeos pequeños y hace tiempo que la caída supera con creces las muertes directas e indirectas de Holodomor. Al mismo tiempo, la tasa de despoblación aumenta constantemente, como dicen abiertamente sociólogos ucranianos y extranjeros. La pandemia de coronavirus ha hecho aumentar el declive de población del Estado, que pierde el equivalente a una ciudad entera cada seis meses.
La consecuencia es que Ucrania se ha convertido en una especie de agujero negro en el continente, un país generalmente visto como periférico y que suministra al mercado internacional mano de obra, bosques de los Cárpatos, cigarrillos de contrabando y ámbar extraído ilegalmente. Además de armas que salen de la zona de guerra.
Pero hay otro detalle importante: todos estos procesos destructivos han tenido lugar bajo la bandera del renacimiento nacional. La correlación es demasiado clara: el país comenzó a avanzar hacia el abismo a medida que crecía la popularidad del nacionalismo, que decía tener como objetivo el bienestar y prosperidad de la nación ucraniana. Los ucranianos fueron a peor, pero en cada etapa de la crisis, resultado de las políticas nacionalistas y neoliberales, no hacía más que avivar el sentimiento nacionalista, reforzando el deseo de un capitalismo propiamente “europeo”.
¿Qué le ha ocurrido a Ucrania durante la independencia? Muchos se hacen la pregunta hoy en día, tratando de buscar el momento en el que todo fue mal. Sin embargo, esos esfuerzos son inútiles, ya que Ucrania se ha desarrollado exactamente como fue previsto durante la restauración de mercado de los años noventa.
El sistema económico creado en esos años estaba completamente basado en la explotación de la riqueza pública acumulada durante el periodo soviético, en ocasiones a alto precio. Los activos más valiosos del Estado fueron rápidamente transferidos a las manos privadas de los futuros oligarcas y el cada vez más empobrecido Estado se mantuvo a sí mismo sobre las garantías sociales de la etapa soviética.
La nueva realidad política y económica inevitablemente creó la correspondiente superestructura ideológica. Estaba basada en la síntesis del fundamentalismo de mercado, anticomunismo y el nacionalismo característico del este de Europea, al que había que añadir fuertes dosis de mitos y prejuicios anti proletarios. Esta ideología de extrema derecha ha marcado la principal línea de la propaganda del Estado y se ha convertido en la verdadera religión cívica de la élite ucraniana en el sentido más amplio: desde los abiertamente nazis hasta los liberales moderados proeuropeos. Y ha probado completamente su efectividad en términos de dominio político sobre una sociedad severamente afectada por las “reformas”.
“El nacionalismo postsoviético es un mecanismo de gobernanza y control en manos de la clase dirigente”, escribimos hace más de una década, en 2009. Era evidente que el nacionalismo permite transformar el descontento social en prejuicios xenófobos, redirigiéndolo hacia los “enemigos de la nación”. A medida que la crisis empeoró y los recursos heredados de la Unión Soviética se fueron agotando, la ideología nacionalista se convirtió en la última oportunidad de mantener a las rápidamente empobrecidas masas en orden, mientras se explotaban sus protestas para su beneficio político.
El poder del nacionalismo ha sido verdaderamente colosal y se mostró en la victoria de Euromaidan. Al fin y al cabo, pese a su odio hacia los oligarcas, los ucranianos volvieron a ayudarles a llegar al poder y después defendieron su estabilidad a costa de su bienestar y sus vidas bajo histéricos eslóganes de guerra eterna contra el agresor.
Esto se vio facilitado por el anticomunismo, que ahora es de facto la doctrina ideológica del Estado. Demonizando el pasado soviético y presentando a la izquierda como la quinta columna del Kremlin, la clase dirigente buscaba desacreditar cualquier alternativa anticapitalista, para que la población no pudiera construir ninguna otra realidad que no fuera la del mercado. Se han repetido constantemente los crímenes reales o imaginarios de la era soviética y miles de ejemplos del fracaso de la ideología de izquierdas, desde China hasta Cuba. Y se han explicado alegando que, obviamente, la injusticia del sistema existente sigue siendo mejor que “volver a los sovok”, lo que normalmente se refiere a cualquier tímido intento de suspender un proceso de privatización o, al menos, preservar los beneficios sociales que aún sobreviven.
A todo ello hay que añadir los conflictos geopolíticos, que han hecho de Ucrania una herramienta en la lucha de los poderes globales. El nacionalismo ucraniano ha dado a esta confrontación el carácter de lucha de civilizaciones entre el ilustrado Occidente y el bárbaro Este y ha declarado a nuestro país barrera natural de la cultura europea en el camino de las hordas que constantemente la amenazan. Las élites nacionales han aceptado voluntariamente las obligaciones de vasallaje hacia los patrones extranjeros, ya que su capital se encuentra en bancos extranjeros y sus acciones cotizan en las bolsas de Luxemburgo y Londres.
En cuanto a la élite cultural, han visto en el “mundo occidental” el fabuloso Avalon, el reino de justicia y progreso que Ucrania debe seguir. Y cualquier crítica al sistema global del capitalismo, cualquier intento de explicar las contradicciones y problemas es inmediatamente rechazado como invención de la propaganda comunista. Esta simplista idealización del “gran hermano” ha jugado una mala pasada a los ucranianos. Los intelectuales ucranianos han aceptado la historia mundial exclusivamente desde su interpretación neoliberal. Han visto el imperialismo como una invención de la propaganda comunista, manteniendo ese concepto exclusivamente a Rusia y sin darse cuenta de que el apoyo político de las democracias del mundo, por norma, no trae democracia a los países que dependen de ellas.
Al fin y al cabo, el Gobierno estadounidense ha apoyado dictaduras de derechas en América Latina, África y el sudeste asiático durante décadas. Y los regímenes corruptos y teocracias asesinas islámicas siempre han sido considerados aliados mientras fueran útiles para luchar contra un enemigo político.
El caso de Ucrania encaja perfectamente en el marco de la más que probada política del dominio colonial estratégico. No importa lo ladrón y poco democrático que sea el Gobierno salido de Maidan, no importa lo evidentes que sean los crímenes de los nazis que de facto lo controlan, el Gobierno ucraniano siempre puede contar con el apoyo de Occidente.
La interminable guerra y el sufrimiento de las masas no afectan a esta postura pragmática, que en principio no tienen en cuenta los intereses de la población, da igual cuántas veces hablen del destino común de las naciones europeas. Hay que entender claramente que los representantes europeos y estadounidenses están dispuestos a saquear hasta el final el Estado en bancarrota, utilizándolo como fuente de recursos, un mercado en venta y como útil trampolín en la actual guerra geopolítica.
Las circunstancias permiten que la crisis ucraniana continúe durante un largo periodo de tiempo. Las élites post-Maidan harán todo lo que esté en su mano para ello, ya que temen tener que pagar por los resultados de su gestión. Las estructuras de poder y una buena maquinaria de propaganda, que sigue explotando la retórica nacionalista, hacen posible mantener el control sobre la desmoralizada e intimidada sociedad. Los ucranianos obedientemente aguantan las altas tarifas de servicios básicos y baja calidad de vida y los oficiales del Gobierno, conocedores de que la sociedad se tragará cualquier humillación que lancen desde arriba, se pueden permitir las más burlescas y escandalosas declaraciones, como decir que la corrupción ayuda en la lucha contra la corrupción de Putin.
Lo peor de todo es que no quedan fuerzas socialmente influyentes que pudieran convertirse en sujeto del cambio político y que pudieran unir a las masas que sufren por las políticas neoliberales. La oposición está purgada y desmoralizada, los partidos de izquierdas están prohibidos y no pueden trabajar legalmente bajo presión de los nacionalistas, que colaboran con las autoridades, los sindicatos no tienen influencia y se han visto arrastrados a una lucha local y obviamente perdida en varias empresas del enorme país.
La desindustrialización ha llevado a la erosión final de la clase obrera industrial, lumpenizada y olvidada entre fábricas cerradas o estancadas. La población en edad activa busca una salida en la emigración masiva y la élite liberal, que habitualmente actúa como agente de la lucha por los derechos democráticos en otros países, casi no difiere en sus puntos de vista de la ultraderecha y obedientemente adoptan la ideología del nacionalismo y el militarismo.
El país atraviesa rápidamente invisibles puntos de no retorno. Las nuevas generaciones de ucranianos son consistentemente inferiores en nivel educativo a sus predecesores y las posturas políticas de los jóvenes se forman en un ambiente de odio bajo la total dominación de la mitología histórica que les convierte en electorado de los partidos de la derecha y en carne de cañón para futuras guerras.
La educación profesional y la ciencia están al borde de la destrucción, así que, si las fábricas cerradas vuelven a abrir, apenas habrá trabajadores y personal de ingeniería preparado para ellas. Sin embargo, esa reapertura es prácticamente imposible, ya que los antiguos mercados de esos viejos gigantes de la ingeniería aeroespacial hace tiempo que han sido copados por la competencia y Ucrania, muy por detrás en términos científicos y técnicos, no puede contar con recuperarlos.
Incluso las relativamente exitosas empresas agrícolas se han visto seriamente afectadas por la inestabilidad y la criminalización de la sociedad, lo que lleva a batallas anuales por las cosechas con uso de palos y armas de fuego.
Llenar el presupuesto y el fondo de pensiones es dudoso, ya que, en condiciones de éxodo masivo de la población en edad de trabajar, el país aprende a vivir a costa de los créditos saqueados por las autoridades, créditos que también tendrán que ser devueltos en los próximos años.
La Ucrania moderna se formó durante la era soviética como una república multilingüe, multicultural y desarrollada industrialmente y el proceso de descomunización lleva a su lenta destrucción. “Un terrible final en la forma de horror sin fin”, este triste aforismo que escribimos en un artículo refleja correctamente el futuro de Ucrania: un lento proceso de declive y regresión. La inevitable catástrofe no será instantánea, porque una muerte rápida también es algo que a veces hay que ganarse y la población tiende a adaptarse a las condiciones de vida que se deterioran gradualmente, aguantando así cosas que hasta entonces les habían parecido inconcebibles.
Al mismo tiempo, el desarrollo de la crisis seguirá haciendo aumentar la emigración del moribundo y estancado Estado en el marco de la entrada en las dinámicas del mercado mundial, aunque sean variedades de los negocios más feos, coloniales y semicriminales.
No hay nada de especial en esta situación. Muchos países de Oriente Medio o África han operado de esta forma durante años y no hay escasez de hoteles caros, limusinas, clubs nocturnos y hípsters en sus capitales. Además, el proceso se puede alargar durante varias generaciones. Si es que Ucrania no se convierte un día en campo de batalla de un nuevo conflicto mundial.
“De vez en cuando, la historia tiene la capacidad de crear trampas y llevar a callejones sin salida”, escribió poco después de Euromaidan el escritor Sergey Zhadan en referencia a la izquierda ucraniana, a la que desde el principio se le asignó el papel de enemigo interno. Zhadan no tuvo en cuenta una cosa: la ausencia de una izquierda como alternativa al curso nacionalista y neoliberal solo indica que Ucrania es la que está atrapada en la historia impuesta tras Euromaidan al sonido de las armas que disparan en Donbass.
“¿Están las cosas tan mal?”, se preguntará un lector cansado de todo lo negativo y que quiere ver un hilo de esperanza. Puede ser peor, ya que el grado del desastre que asola al país se acelera aún más de lo previsto en 2014. Pero esa no es razón para abandonar la lucha por el futuro del país. Ahora mismo hay una única forma de hacerlo: uniendo todas las fuerzas públicas en favor de acabar la guerra y de la democratización política de Ucrania. Es muy difícil crear tal alianza, dificultada por la creciente presión de las autoridades y por las luchas internas entre los oponentes al régimen nacionalista. Sin embargo, no hay otra salida. Una vez atrapados, solo podemos salir de esta uniendo fuerzas.
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