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Donbass, Donetsk, DPR, Ejército Ucraniano, Rusia, Ucrania

Las minas de Soledar

Artículo Original: Dmitry Steshin / Komsomolskaya Pravda

Incluso ahí, en las entrañas de la tierra, podía escuchar la batalla por Bajmut. Llevaba prácticamente dos semanas esperando esta “excursión. La salida se pospuso “por motivos de seguridad”, concretamente porque el enemigo ataca constantemente la entrada a la mina con artillería, Grads y Uragans. Pero en los últimos días se ha limitado: la defensa de Bajmut (Artyomovsk) se está desmoronando y los artilleros ucranianos han eliminado los objetivos civiles de su lista de prioridades. En la mina Artemsol aún hay disparos, pero sin chispa, “de prevención”, solo para eliminar el mal sabor de boca de la pérdida. Ucrania tiene motivos para estar triste.

El pasado fin de semana, se celebró el Kiev una subasta benéfica en la que se vendió “la última tirada de sal” de Soledar a mil grivnas el kilo. Puede que las ganancias vayan a la retirada de Bajmut. Cualquier persona de la Unión Soviética, o incluso de después en Rusia, habrá comprado esta sal o al menos habrá visto el paquete blanco y azul con la inscripción “Sil” [sal en ucraniano]. Allí, en Soledar, sigue quedando mucha sal, alrededor de 5.000 millones de toneladas. Las minas comenzaron a desarrollarse en el siglo XIX y en todo este tiempo no han gastado más que el 3% de sus reservas. La sal, por cierto, es muy pura y puede empaquetarse y venderse inmediatamente, sin necesidad de procesar. No es casualidad que fuera exportada a 22 países. Y en la Unión Soviética, prácticamente la mitad de la sal consumida era extraída en Donbass en las minas de Soledar. Según los últimos datos, la longitud total de las minas de sal bajo Soledar es de 300 kilómetros, un dolor de cabeza para los soldados de Wagner.

Uno de los soldados que ha trabajado en el barrido de las minas nos espera. Me pongo la protección y paso al UAZ “Patriot”. Hace nueve grados en la calle, pero el calor no ha llegado al subsuelo. Aún hay hielo en los ríos y se espera un buen barro de camino. Hay partes de la carretera en la que incluso el legendario UAZ patina. El conductor se dirige a mí: “¿Quieres algo de química?”. Sin esperar la respuesta, me da una lata de una bebida energética. En la retaguardia no tienen ni idea de lo apreciadas y queridas son las bebidas energéticas en el frente. Recuerdo al legendario comandante Motorola, que las llamaba “el combustible de la guerra”.

El semicerco de Artyomovsk está ardiendo. Yo mismo, que ahora vivo en Donetsk, escucho las batallas por Avdeevka y Marinka, pero en esa zona, la preparación de artillería dura unas horas como mucho. Aquí es constante. En la distancia vuelan dos lenguas de fuego, tras las que llega un denso sonido: trabaja la artillería autopropulsada. En la mina nos saludan con la mano, indicando que debemos aparcar bajo techo y no dejar el motor del coche salido hacia fuera para que esté a tiro de un Uragan. “Yo llegué ayer”, nos dice el soldado que nos recibe y señala un agujero en el tejado de cemento. Uno de los soldados de asalto que trabajó en la operación de las minas de Soledar me lleva bajo tierra. Esta es una de las “visitas” más interesantes. En 2007 se creó el sanatorio “Sinfonía de sal”, así que hay algo que ver ahí abajo. Tenía la esperanza de entrar en el montacargas y estar abajo del todo con los oídos tapados en un minuto. Pero los mecanismos de descenso fueron destruidos en la retirada, así que no hay nada. No hay electricidad en un radio de diez kilómetros. Para mí, la entrada a la mina es un estrecho agujero. Desde la oscuridad llega un aroma a diésel estancado y óxido. El aire sabe salado.

El soldado de asalto que me acompaña es muy serio: “¿Has decidido exactamente qué quieres hacer aquí? La profundidad del horizonte es de 300 metros”. Hace una comparación: “Es como bajar 90 pisos y después volver a subir. No hay escaleras normales sino verticales. El descenso son cuarenta minutos. El ascenso depende de la condición física. Puede que dos horas, tres…”. Les digo que llevo dos semanas preparándome para esta “excursión”. “¿Cómo?”, preguntan. “Moviendo los pies antes de irme a la cama”. Todo el mundo ríe el chiste. El ambiente se relaja y se hace más cómodo. Me ajusto la mochila, que lleva una cámara y dos linternas, con la tercera en el casco. Uno de los soldados nota que no llevo guantes y me da los suyos. Quién habría imaginado lo agradecido que iba a estar a esta persona durante las horas de descenso y ascenso.

Nos arrastramos por el agujero. La cabeza de la mina es de cemento, cubierta de tubos de metal, como el metro. Las escaleras sin fin bajan y las linternas no muestran el fondo de la mina. Descendemos para que haya una plataforma de distancia entre nosotros, una medida de seguridad para que, si alguien cae, no se lleve a un amigo con él. Realmente es posible caer, las escaleras están oxidadas, resbalan y hay restos que caen bajo tus pies y manos. Llegamos a la marca 30, hay otras 38 para llegar al final. Llegamos con la lengua fuera. El suelo está hecho de sal blanda y restos de óxido. Lo mismo se siente en el ambiente y destroza los pulmones: la ventilación no funciona desde Año Nuevo. Intento grabar una pieza, pero mi guía me pide que no lo haga De ninguna manera. Desde detrás de la mascarilla, la voz es irreconocible. Tiene acento, lo noto incluso cuando habla despacio para pronunciar las palabras con cuidado. Se explica: “No soy de Rusia, soy de (y nombra un país de Asia Central). Si me reconocen, inmediatamente son diez años. Un amigo volvió en 2016, luchó en la milicia, su madre no tuvo tiempo ni de darle de cenar, se lo llevaron inmediatamente, ya condenado. Hace tiempo que quería unirme a los músicos”.

Estoy a punto de preguntar por qué. ¿Por dinero? Pero el hombre se anticipa a la pregunta: “Tengo un nombre de guerra “…”, así es como se llama a los rusos en mi idioma”. “¿Puedo llamarte Rus?”, pregunto. El soldado asiente con la cabeza y me cuenta cómo bajó la primera vez en el grupo de asalto. Había rumores de que los soldados usaban las minas para esconderse de los bombardeos y que iban a defenderse en ellas. Rus explica: “No tenía sentido. Si las minas de Soledar estuvieran unidas entre ellas, entonces sí. Como está, la mina es un laberinto. La primera vez bajamos con la protección puesta, con los lanzagranadas. Esperábamos que hubiera gente atrincherada ahí. Había mineros que vivieron aquí hasta Año Nuevo, pero se les ordenó marcharse e hicieron explotar los motores del ascensor”.

“¿Cómo volvisteis a subir con todo el equipamiento?”

Rus sonríe detrás de su barba: “Fue largo y duro”.

Intento no pensar en que todavía tengo que subir y lo he olvidado completamente cuando, cuarenta minutos después, con la linterna apunto por primera vez en el horizonte al lugar de extracción de sal. Está chispeado de cristal. Durante las varias horas en las que deambulamos por la mina no puedo quitarme la sensación de estar en una especie de palacio fabuloso. Todo brilla alrededor. Y además es sorprendentemente cálido, parece que estamos en el núcleo de la tierra. Pero el sonido de la artillería me devuelve a la realidad, incluso a esas profundidades, ya que todo se escucha perfectamente.

No vamos al lugar en el que la mina se explota, según Rus está a tres kilómetros. Y los chicos nos esperan arriba, donde podíamos escuchar el bombardeo llegando a la mina. Tenemos prisa. Rus intenta poner en marcha el transportador hacia la nueva vía. El coche hace ruido durante un tiempo, se enciende la luz, pero luego se difumina. La batería está completamente muerta. Examinamos la parte “turística”, lo que nos lleva más de una hora. Todo está perfectamente ordenado, no ha habido saqueo, no ha habido destrucción. Hay un depósito con máscaras de gas de rescate para turistas. Hay también cascos, aunque aquí no tienen sentido: la capa de sal es tan gruesa que no hacen falta, como sí ocurre en las minas de carbón. De ahí los grandes salones que se crean para trabajar y que avanzan hacia la oscuridad con sus techos tan altos como un edificio de nueve pisos. Pasamos por uno de los templos en una cueva y enciendo una vela por nuestra gente, que está luchando en la lejana superficie de la Tierra. En el estadio-hall, Rus juega un rato con el balón. Seguimos al bar, hay una bandeja y vasos preparados para nosotros en la barra. Cada una tiene una bolsa de té, solo hay que echarle agua. No hay nada con lo que calentarla y Rus me recomienda no beber: “Ten paciencia, será mejor subir, ya nos emborracharemos arriba”. No tenía ganas de subir desde la paz que transmitía el palacio de cristal. Si no fuera por el constante sonido de artillería que llegaba desde la superficie…

En uno de los bares, y hay alrededor de una docena, los dueños promovieron el tema ucraniano. Hasta llevaron un caballo de juguete y colgaron camisas y paños bordados. Me sorprendo en el siguiente hall: Alla Pugacheva [una de las cantantes más importantes de la URSS, que en los últimos meses ha abandonado Rusia a causa de la guerra y se ha trasladado a Israel-Ed] con un casco de construcción me mira desde las paredes encendiendo una vela en uno de los templos. Rus dice contrariado: “Hay que adaptarse. Es una cantante de dos eras que tenía que haberse quedado en la historia. Cuando se reabra la mina, vendré personalmente y quitaré esos retratos”.

Me llevo un puñado de sal de cristal de la mina como recuerdo. No es diferente a un cristal, solo que es más salado. Se escucha un golpe en la parte superior, algo ha caído, parece una construcción de hierro. Rus grita por primera vez en todo el viaje. “¡Al cobertizo! ¡Fuera de las escaleras!”

El proyectil ha caído en algún lugar cerca de la mina, puede que incluso en el hangar. Hay tres impactos disparados en un intervalo de varios minutos. Cada vez, Rus y yo nos apretamos más al tubo de metal. Rezo para que la estructura de metal no se colapse completamente y que la salida de la mina no quede bloqueada. Pero luego escucho la respuesta y el enemigo calla. Después de dos horas, mojado como un ratón, ahogado y tosiendo óxido, salgo a la luz del señor. Pero el señor no es suficiente. Un soldado apunta al cielo y asiente: “Nos vamos, las nubes se cierran y empezarán a volar los pájaros secos”. Me despido de Rus con un abrazo. A solas, se llega a conocer a una persona más en un par de horas que a un conocido en diez años.

Después pude ver Soledar. Ojalá no lo hubiera hecho. No queda mucho de la ciudad, menos que de Mariupol. Y a juzgar por el sonido de la artillería, a Artyomovsk le espera el mismo destino. Puede que sea la primera vez que veo clara la esencia de este plan banderista. A Ucrania, como constructo etnopolítico, no le interesan estas ciudades rusas. Si no puede mantenerlas, llevárselas, no se las dará a quienes las crearon. Así que han decidido que pueden ser destruidas sin sentido y sin piedad, llenarlas de sangre de sus propios reclutas, a los que ha movilizado en supermercados y paradas de autobús. Después de la guerra habrá que limpiar las ruinas y eliminar todo el odio.

Después de Soledar, hay toda una serie de aldeas en el camino. En casi todas, la imagen es la misma. Enormes peluches están sentados en los bancos a las puertas, mirando con sus ojos hechos de botones a los coches y tanques que se arrastran por el barro siguiendo a los soldados o encontrándose con ellos. Alguien los sacó de las viviendas destruidas. Y no fue solo a mí a quien le hicieron sentirse mejor.

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