A pesar de que gran parte de la agenda política y mediática alrededor de la guerra en Ucrania se centra actualmente en la preparación de la ofensiva con la que Kiev quiere ganar definitivamente la iniciativa en el frente, crear un punto de inflexión e imponer su voluntad a Moscú, las consecuencias de la guerra y la posterior necesidad de una amplia labor de reconstrucción son también un factor a tener en cuenta. La idea de que Rusia es culpable y Moscú ha de cargar con todas las responsabilidades de un conflicto que comenzó cuando Ucrania envió tropas en lugar de utilizar el diálogo en el verano de 2014 ha quedado tan instalada en la conciencia colectiva de las sociedades occidentales que no hace falta ya disculpar a Kiev de haber sentado las bases para lo ocurrido a lo largo de los últimos nueve años. Es más, tan olvidada ha quedado ya la guerra de Donbass que Kiev es consciente de que ni ha tenido ni va a tener que responder por su actuación durante los casi ocho años de guerra ni por los siete de proceso de Minsk, en los que, como ahora admite abiertamente, jamás tuvo intención de implementar los acuerdos que firmó única y exclusivamente para ganar tiempo y evitar su derrota militar.
De esta forma, no es de extrañar que hayan proliferado en las últimas semanas los artículos dedicados a exigir que sea Rusia quien se haga cargo de la reconstrucción de Ucrania. “Crece el apoyo para hacer que Rusia pague por la reconstrucción de Ucrania”, escribía esta semana The New York Times en referencia al movimiento que busca utilizar las reservas rusas confiscadas por los bancos occidentales para costear una reconstrucción en la que Ucrania va a tratar de lograr, no solo recuperar sus infraestructuras destruidas por la guerra sino financiar la renovación de todo aquello que no realizó a lo largo de los primeros treinta años de economía de mercado. Es de suponer que en esos 411.000 millones de dólares en los que se ha valorado esta semana la reconstrucción de Ucrania se incluya también la destrucción causada en Donbass por los bombardeos de todos estos años de las Fuerzas Armadas de Ucrania y que habría de ser costeada por la Federación Rusa.
Hasta ahora, la idea del uso esas reservas rusas confiscadas y congeladas en Occidente para uso ucraniano, como Kiev viene exigiendo desde que esos fondos fueron requisados, ha causado grandes reticencias. Para empezar, supondría un precedente que pudiera dar lugar, no solo a represalias, sino a sorpresas futuras. Por una parte, la entrega a Ucrania de esos fondos rusos obligaría a Rusia a tomar medidas. Moscú no dispondría de la posibilidad de responder con medidas similares, aunque sí de la opción de incautarse de fondos y activos occidentales que aún permanecen en el país. El riesgo para empresas occidentales, instalaciones o activos en Rusia en ese caso sería evidente. La marcha de empresas occidentales de la Federación Rusa, un mercado importante y amplio para ellas durante tres décadas, puede explicarse de esa manera. Más allá del estigma o publicidad negativa que pueda suponer para una marca su negativa a abandonar por motivos morales un mercado lucrativo, el riesgo a que la respuesta a acciones económicas hostiles de Occidente pudiera afectarles puede explicar de forma más coherente el éxodo de empresas occidentales y la venta de activos a precios muy inferiores a los de mercado.
Por otra parte, la incautación de activos rusos y su entrega a un tercer país supondría un precedente de inciertas consecuencias para el futuro para aquellos países que se prestaran a participar. Como bien demuestran las últimas décadas, Occidente no está exento de realizar actos de agresión contra aquellos países y enemigos que considera oportuno atacar. La guerra en Ucrania ha causado para Rusia toda una serie de consecuencias que ni siquiera fueron planteadas, por ejemplo, durante la guerra de Irak. Los activos estadounidenses, británicos, españoles o polacos (entre otros países que participaron en la guerra de agresión liderada por Washington) no fueron congelados, sus ciudadanos no se vieron perjudicados a la hora de realizar viajes internacionales, sus productos no fueron vetados, sus bancos no fueron desconectados de los sistemas internacionales de pago y nadie se planteó que sus deportistas pudieran verse privados, no solo de utilizar sus banderas nacionales en las competiciones en las que participaran, sino de competir en eventos internacionales. No es de esperar que la próxima guerra de agresión de Estados Unidos o sus aliados acarree consecuencias similares. Por el momento, el orden internacional basado en reglas que Occidente dice estar defendiendo armando y financiando a Ucrania en la guerra contra Rusia implica que son Estados Unidos y sus aliados quienes manejan los hilos e imponen sus reglas de tal manera que no se apliquen a sus actos, pero que sean implacables con los de sus oponentes.
En el caso de los aspectos económicos, los diferentes países han de ser conscientes del riesgo que implica participar en lo que finalmente sería la apropiación de unos fondos públicos y privados en términos de futuras situaciones similares en las que esos países fueran considerados agresores. Hasta ahora, la hegemonía de Estados Unidos y sus aliados y la centralidad del dólar como base económica mundial ha garantizado un control de las instituciones financieras globales que no tiene por qué mantenerse en el futuro, especialmente con el ascenso de países como China y el intento de Washington de imponer nuevamente una política de bloques. Nada indica por el momento que las intenciones de Beijing pasen por el retorno a las políticas de la guerra fría de forma voluntaria. Sin embargo, la presión estadounidense en la región que ahora llama Indo-Pacífico, es decir, en Asia, precisamente en busca de contener a China e imponer ese cierre de filas del bloque occidental pueden acabar por empujar a Beijing a actuar de forma más firme contra Occidente. Aunque es del interés de China continuar con la tendencia actual de apertura y comercio, las sanciones y amenazas occidentales pueden acabar por obstaculizar esa tendencia. En ese contexto de tensiones crecientes y reformulación de la política de bloques, al menos por parte de Occidente, un precedente como la incautación de los activos rusos para ser entregados a Ucrania ha de ser considerado necesariamente peligroso por países como China.
Sin embargo, existen ya dos precedentes conocidos que se han producido en los últimos años: la incautación de las reservas de oro de Venezuela por parte del Reino Unido a consecuencia del reconocimiento británico de Juan Guaidó como presidente encargado de Venezuela y la apropiación estadounidense de los activos del Banco Central de Afganistán con la caída de Kabul en 2021. En ambas ocasiones, como tendría que ocurrir también en el caso de los activos rusos, Occidente se aprovechó de su posición de fuerza al mando del sistema financiero internacional y de su poder frente a la debilidad de esos dos oponentes. Aunque el peso económico de Rusia en la economía mundial no puede compararse con el de Estados Unidos o China, el salto cualitativo que suponen los castigos económicos a Venezuela o Afganistán es evidente. La Federación Rusa es, al fin y al cabo, uno de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, un aspecto que no puede dejar de preocupar a países como China.
Más allá de las consecuencias políticas y económicas que pudiera comportar la entrega a Ucrania de todos o una parte de los activos rusos congelados en Occidente, la idea de utilizar esos fondos rusos para la reconstrucción del país muestran la voluntad occidental de mantener el control político y económico a nivel global y también de hacer cargar a solo una parte con las consecuencias de algo causado por la actuación de más actores. Estados Unidos y la Unión Europea están dispuestas a mantener, a base de subvenciones y créditos que nunca serán devueltos, la ficción de que existe aún una economía ucraniana y han demostrado estar a la altura a la hora de financiar la guerra. Una guerra que pudo haberse detenido por la vía del cumplimiento de los acuerdos de Minsk y unas garantías de seguridad para Ucrania al margen de la OTAN antes del 24 de febrero de 2022 o tras las negociaciones bilaterales de marzo de ese año. En ambos casos, primó el interés ucraniano de no detener la guerra si eso suponía admitir la pérdida de aquellos territorios cuya población eligió abandonar Ucrania. Evitar que aumentara el nivel de muerte y destrucción no fue un factor determinante ni antes de la invasión rusa ni en el único momento en el que las partes negociaron directamente condiciones de paz. La consecuencia de la ruptura de negociaciones acarreó la continuación y empeoramiento de la guerra, que puede convertirse en aún más destructiva ante una ofensiva ucraniana que amenaza regiones en las que aún no se han producido grandes combates, con el consiguiente aumento de las necesidades y costes de reconstrucción. Una reconstrucción en la que los países y empresas occidentales esperan lucrarse a costa de hacer cargar a Rusia con la responsabilidad de una guerra que no comenzó, pero que tampoco ha conseguido detener.
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