Artículo Original: Denis Grigoriuk
Me atreví a atravesar el portal. Sí, es así, me atreví. Tuve una horrible sensación de estar invadiendo un espacio personal. Es como si alguien que no ha sido invitado se presenta en una casa sin siquiera preguntar si puede pasar. El sonido del generador se podía escuchar en el patio. Un cable salía de una pequeña caja amarilla con interruptores. Había cuerdas colgadas de los árboles, a los que ya les han salido las hojas, en las que había ropa secándose. Había una pequeña tienda de campaña frente a la puerta marcada con la inscripción “Niños”. Una tienda como las que suele haber en las habitaciones de los niños para jugar. Dentro había osos de peluche. Había un colchón a alrededor de un metro de la tienda. Dos niños estaban sentados en él rodeados de juguetes de plástico. Vi una enorme caja transparente con construcciones de Lego. Una original, con el conocido logo de la marca. El niño escarbaba en la caja mientras la niña jugaba con una muñeca.
Reconocí a Polina de inmediato. “¿Te acuerdas de mí?”, pregunté. La niña asintió, pero no dijo nada. La última vez que la vi estaba llorando y comiendo barras de cereal que habían sido distribuidas a los niños con la ayuda humanitaria. En aquel momento, la madre de Polina me pidió que trajera velas, cerillas y pilas. Llevé todo lo necesario, pero en el siguiente viaje no pude pasar del punto de distribución. La cola había aumentado a pesar de la lluvia. Así que lo dejamos todo en otra dirección. Pero sabía que la población de Prospekt Mira (Lenin antes de la descomunización) estaba esperando la ayuda que les prometí. “Puedes llamar a tu madre. He traído lo que os prometí”. Polina asintió de nuevo. Salió corriendo por el patio, llamando a todas las puertas en busca de su madre. La mujer no estaba por ninguna parte, pero salieron dos hombres. Uno de ellos estaba cocinando en un hornillo. El otro se acercó para hablar conmigo. También me recordaban, algo que me sorprendió.
A menudo no llego a saber cuál es el destino de las personas que retrato. Pero, a veces, al volver a la zona roja en la que siguen viviendo civiles y al hablar con ellos, consigo saber qué ha pasado desde la última vez que nos vimos. Pero son excepciones a la regla. En este mismo lugar, recogimos a una familia que iba a ir a Rusia. No esperaba saber qué fue de ellos. Para mí era suficiente saber que estaban fuera de peligro. Pero en esta ocasión tuve suerte.
“¿Recuerdas que la última vez llevamos a una familia a Volodarskoe?”
“Claro que lo recordamos”, contestó el hombre.
“Saqué una foto de Timur. Un artista de Syzran dibujó un retrato a partir de mi foto”, dije sacando el móvil del bolsillo para buscar la foto y enseñársela. El hombre miró la foto y reconoció al niño.
“Sí, estaban aquí. Al día siguiente ya estaban en Taganrog. Enviaron un mensaje. Ahora están en Estonia”.
En este tiempo, la población local ha conseguido hacerse con tarjetas SIM del operador republicano Fénix. La conexión, aunque no tiene la mejor calidad, está ahí, aunque para poder conectarse a internet hay que acercarse al hipermercado Metro, donde se puede acceder al 4G. Cargan los teléfonos con el generador. Había incluso un portátil en la mesa, conectado también a la ruidosa caja.
La mujer a la que estaba buscando salió al patio y le entregué un paquete de velas y pilas. Se me habían olvidado las cerillas, pero en las manos llevaba ya unas cajas. Durante todo este tiempo, había una mujer mayor caminando. No prestó atención a los forasteros en absoluto. Se movía entre las ruinas, como si estuviera buscando algo. Salió un hombre mayor y me pidió cigarrillos. Los había olvidado, también me los habían pedido. La población local cuenta que tiene que pagar 100 grivnas por un paquete a los especuladores.
Mientras los adultos hablaban, los niños seguían jugando en el colchón. Un grupo de gatos daba vueltas alrededor de los niños. Había muchos, de todo tipo de colores, algunos de ellos heridos, con quemaduras visibles en la piel. Una niña pequeña salió de una de las puertas y cogió un gato. “¿Puedo hacerte una foto?”. La niña no respondió. Se aferró más fuerte al gato. No muy convencida, me dejó hacerle unas fotos. Miraba a la cámara, pero no sonreía. Decidí hablar un poco con ella. Respondía a todo con monosílabos.
“¿Cómo te llamas?”
“Alana”.
“¿Cuántos años tienes, Alana?”
“Seis”.
“¿Ya has ido al colegio?”
“Hace mucho tiempo que no”.
“¿Has empezado hace poco?”
“No, antes de la guerra. Ahora no voy al colegio. Iba a primero. Fue bombardeado”.
No quería hablar más conmigo. Se levantó con el gato en sus brazos y se marchó corriendo. Los vecinos nos pidieron que trajéramos comida para gatos la próximas vez. Según una mujer mayor, parece que se transmiten información entre ellos y saben que aquí les dan de comer, por eso hay tantos. También suelen venir perros abandonados, algunos de marcas muy caras. A veces son llevados a centros en Donetsk y se regalan en la RPD.
Hablamos con los vecinos durante mucho tiempo. No sobre política, sino sobre cómo viven, qué necesitan, qué esperan. No era solo sobre Prospekt Mira, un lugar que fue muy bonito, con edificios antiguos, patios, jardines y tiendas en los bajos. Al ver la cámara en mis manos, se me acercaron los vecinos para enseñarme cómo vivían. Algunos me mostraron tumbas en los patios. Los cuerpos fueron colocados en los cráteres y enterrados. Después, un cura venía y hacía el rezo. Todo esto bajo el fuego, bajo el sonido de las balas. Todos están preocupados por el próximo invierno. Una mujer que vende mantequilla en el mercado no sabe si sobrevivirá.
Pero ninguna conversación es completa sin la política. Nos encontrábamos en el hueco de lo que antes fueron dos casas. La cruel ironía es que la calle se llamaba “Pintoresca”. Un pensionista se acercó, también me había reconocido porque grabé una entrevista con su vecino en su dirección. Así que me habló como si me conociera de toda la vida. En 2014, participó en el referéndum, votó a favor de la independencia de Donbass. Estaba indignado porque las tropas rusas no acudieran hace ocho años. Llegaron los nacionalistas y la población local fue calificada de separatista. Tuvieron que callar sobre qué habían votado en el referéndum del 11 de mayo para no caer automáticamente en la categoría de criminales.
Tuvieron que callar muchas cosas, por ejemplo que el equipamiento militar empezó a aparecer en Azovstal mucho antes de la intervención rusa en Ucrania. Los militantes se preparaban para esta situación. Sabían que sería así. El hombre estaba convencido, ya que trabajó en la fábrica y vio el equipamiento. Estaba prohibido grabarlo o hablar de ello, pero ahora puede.
Mientras hablaba con él, Azovstal estaba ardiendo al fondo. Durante todo ese tiempo, la planta estaba siendo atacada por las fuerzas aliadas de la RPD y Rusia. El hombre insistía en destruir completamente Azovstal. No sabía que había civiles en los subsuelos junto a los nacionalistas. En realidad, son sus rehenes. Aunque tengan síndrome de Estocolmo.
Por la tarde, todo quedó en silencio. Fue algo maravilloso. Normalmente, por la tarde se suele empezar a golpear las posiciones de los nacionalistas en Azovstal. Azov, por su parte, usa el silencio para reagruparse y atacar a las fuerzas de la RPD y Rusia. Pero esa tarde, durante el “silencio”, una familia de tres personas salió por su cuenta y riesgo. Sin corredores y sin nada más. Pero salieron vivos. No me enteré hasta que se encendió el icono del 4G en la pantalla del teléfono ya cerca de Volnovaja. Entonces leí que las Fuerzas Armadas de Ucrania habían disparado docenas de proyectiles Grad contra el distrito Petrovsky de Donetsk. Más muertos y heridos entre la población civil. Parece que ahora Mariupol está más seguro que Donetsk.
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