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«Nunca vamos a olvidar eso»

Artículo Original: Dmitry Steshin / Komsomolskaya Pravda

Los pueblos del frente

Se podría pensar que nada puede ser peor y más miserable que vivir en un pueblo situado en la línea del frente. Pero hay opciones más tristes. Están los pueblos y granjas por los que pasó la guerra. Y se marchó. Es triste darse cuenta, pero por ejemplo en Sajanka, donde los niños van al colegio corriendo bajo los ataques, llegan de vez en cuando los voluntarios con ayuda humanitaria, a veces aparece algún periodista y los militares dan de comer a la población local. Al menos hay algo de vida el borde de la muerte.

Nikishino es un pueblo grande, antes próspero, que se encuentra en la frontera entra las Repúblicas de Donetsk y Lugansk y donde empezó la batalla por su liberación en el otoño de 2014. El pueblo estaba dividido en dos partes, una de ellas una zona fortificada por el Ejército Ucraniano. Todos escaparon de Nikishino. En el pueblo quedaba un único niño, Nikita, con su madre Oxana. No habían podido salir del pueblo. Tampoco podían llegar al pozo. El Ejército Ucraniano en una ocasión abrió fuego y las milicias les pidieron por radio: “no disparen a la mujer con cubos y al niño con la bandera blanca, van a por agua”. En cuanto se marcharon, cubrieron la zona de disparos de ametralladora. Al anochecer llegó un jeep blindado y sacaron de allí a la madre y al hijo.

En febrero, durante la operación para liberar Debaltsevo, en la zona fortificada ucraniana comenzaron a llover Grads y artillería. El Ejército Ucraniano huyó y Nikishino quedó. Quedaron en pie fragmentos y esqueletos.

No hay carretera asfaltada al pueblo, tampoco la había en Ucrania. Voy golpeando el techo del jeep con la cabeza. Gente inteligente me había recomendado dejar el coche en Donetsk. Pienso y me pregunto de dónde van a salir los millones que hacen falta para estas carreteras. Mi conductor, un amigo de Donetsk, tiene más fe: “dadnos algo y lo haremos. Lo haremos todo, solo necesitamos que nos dejen en paz, pero eso no lo han hecho. Las carreteras, agh. Las carreteras no son la mina”.

Los campos alrededor de Nikishino están parcialmente sembrados y eso está bien. Pero el pueblo en sí, aunque es sábado por la tarde, está muerto. Por las calles no hay ni un fantasma y eso demuestra perfectamente la tristeza. No hay trabajo, así que toda la población local está registrada como “trabajadores públicos”. Reciben 2.000 rublos al mes por barrer y limpiar. Entre la basura, de vez en cuando aparece algún fragmento de proyectil: ecos de la guerra. Hay restos de metralla y casas vacías, contrachapadas. En la valla cerrada de una casa, habían pintado con pintura azul la palabra “eslavos”.

Hace tiempo que no hay nada que limpiar en Nikishino, lo que hace falta es reconstruir, pero no hay dinero para ello ni nadie que vaya a traerlo. Algunas viviendas, el hospital y una guardería fueron reconstruidas con ayuda de Cruz Roja y algunos programas de la República. Era una buena razón para volver a Nikishino. Pero mientras no haya trabajo, las condiciones de vida aquí hacen preguntarse en qué siglo estamos.

Una residente local me cuenta la suerte que tuvo su familia. A su marido le encargaron que cuidara un estanque en el que hay peces, está a unos 20 kilómetros del pueblo, ruidoso por las noches. Junto al estanque encontró una excavación ilegal que alguien había abandonado. Explotó un Grad y su marido pudo extraer una bolsa de carbón que pudo vender. Un golpe de suerte.

La mina es el único trabajo disponible. Antes de la guerra, según me cuentan, el dueño de una mina podía tener un piso en Kiev o Moscú y mantener a su familia allí. Ahora, por un día de trabajo en condiciones inhumanas, los mineros reciben 300 rublos.

El único lugar que se está construyendo en Nikishino es una iglesia completamente nueva. Los trabajadores van a toda prisa, querrían tenerla lista para Semana Santa. La construcción ha sido financiada por dos personas de Rostov y Moscú. La pregunta es por qué hay que empezar por reconstruir la iglesia cuando la mitad de las casas del pueblo están destruidas. ¿Por dónde hay que empezar? Pero un pueblo sin iglesia no es un pueblo, es una aldea. La antigua iglesia se quemó hace cinco años, al principio de la guerra. Paso al lugar para ver y para recordar a quienes se escondían allí de las bombas. La cúpula cayó sobre el altar y solo sobrevivió la cruz, que ahora da una sensación y una imagen extraña: una cruz dorada sobre los hierros oxidados.

Oxana y Nikita Piskunov volvieron a Nikishino pocos meses después de que el pueblo fuera liberado. Vivieron unos meses en Rusia, pero no se quedaron, volvieron a casa. Fueron a vivir con familiares, pero fue difícil vivir varios años en una casa arreglada, pero pequeña, que repararon después de los daños que causó un proyectil.

Llamo a la puerta y digo unas palabras que tienen un efecto mágico: venimos del Komsomolskaya Pravda. Oxana abre la puerta, me mira, me da la mano. Nikita sale corriendo a la calle. Ya le saca casi una cabeza a su madre, parece un chico fornido, algo, tranquilo, ya es todo un hombre. Estudia cuarto y en quinto ya puede ir a la escuela militar. ¿Dónde más va a ir cuando el frente de Lugansk todavía se escucha claramente? Me ofrecen un zumo y preparan la mesa, pero rechazo que me den de comer. Oxana explica:

“Nuestra casa solo tiene tres paredes, vaya, mírelo. Pero no nos queda nada más. Es así. Cruz Roja prometió construir veinte casas en el pueblo y reparar otras diez. No entramos en el programa porque las familias tenían que tener al menos cuatro miembros. Sin embargo, ha habido mucha ayuda humanitaria de gente corriente de Rusia: algunos nos han traído pizarra, cemento… Ha ido llegando y se ha distribuido. Nosotros nunca vamos a olvidar eso”.

De repente, Oxana dice: “Aquí han venido a saquearnos”.

“¿Cómo?”

“El abuelo Kolya nunca se alejó de nosotros”.

“Sí, recuerdo hablar con él el día que Nikishino fue liberado. Estaba muy contento, todo el mundo estaba feliz”.

“Así que cuando vieron que no estaba, los saqueadores pensaron que la casa estaba libre para que ellos pudieran robar. Vinieron, miraron, no encontraron nada, claro. El abuelo no había salido del sótano durante meses. Para conseguir agua, dejaba un cubo en la puerta y si escuchaba que las balas lo golpeaban, quería decir que no se podía salir. Los nazis se llevaron las alfombras y todo el cristal.

Me sigue sorprendiendo encontrarme con el lado oscuro de la vida rusa. También pone el foco en la luz que hay en nosotros, pero lo oscuro no desaparece del todo. Recordamos juntos a los milicianos de la compañía Biker, que liberó Nikishino. Oxana y Nikita vivieron con ellos los últimos días antes de la evacuación. Resulta que siguen visitando Nikishino y hacen una parada en casa de Oxana. A ellos también les impresionó este pequeño episodio de la guerra: el destino de una madre y su hijo. Creo que las palabras sobre cierto tipo de unión que se ha conseguido en Donbass no son solo un recurso retórico.

Tengo que volver a casa, a Rusia. Nos vamos andando por la calle. No hay nada que mirar, pero Oxana y Nikita aún inspeccionan lo que queda de lo que fue su casa, las paredes de piedra que han quedado en pie y que, después de cinco años, la lluvia ha dejado amarillentas. Oxana toca con la mano la pared de su antiguo hogar. Alrededor de las ruinas, todo está barrido y limpio, así que los restos se parecen al museo de las ruinas de Palmira o Quersoneso [ruinas romanas en Sebastopol, Crimea]. Incluso el color es el mismo.

Al despedirnos, Oxana dice amargamente: “los políticos y los oligarcas se repartieron todo entre ellos, se beneficiaron y a nosotros nos aplastaron en el proceso como si fuéramos una cucaracha. Ni siquiera nos vieron”.

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