Artículo Original: Alexander Kots / Komsomolskaya Pravda
Kremennaya tiembla a consecuencia del uso continuado de la artillería. Las armas pesadas retumban los tímpanos y lanzan proyectiles en dirección a Torskoe y Krasny Liman, pero la población de la ciudad parece no prestar atención a la cacofonía que les rodea. La ciudad del frente parece vivir en una realidad paralela, ignorando la vibración de los cañonazos. “Dos americanos con leche y cuatro pasteles de manzana”, pide un soldado movilizado en la cola del único café que está abierto. La fila de quienes quieren tocar los regalos de la civilización llega hasta la calle.
Recuerdo que a finales del año pasado ayudé a la dueña a empaquetar sus máquinas de café y los restos de sus productos en una destartalada furgoneta. Su familia y ella se marchaban de Kremennaya porque la lucha ya había llegado a las puertas de la ciudad. Siendo sincero, en aquel momento creí que esta cafetería no reabriría jamás. El enemigo estaba avanzando y parecía improbable que la modesta guarnición de Kremennaya pudiera pararlo. Pero los paracaidistas fueron desplegados para ayudar y, pese a todo, ralentizaron a las Fuerzas Armadas de Ucrania. Desde mediados de enero, las tropas ucranianas están siendo empujadas hacia el oeste. La población de Kremennaya comenzó a volver a sus casas pese a que la batalla aún está a unos pocos kilómetros y no hay ni luz ni agua corriente. Pero, al fin y al cabo, es su espacio y puede ser iluminado con un generador.
La cafetería volvió a abrir y ahora la fila de variopintos clientes no tiene fin. Las tiendas de alimentación han empezado a abrir y en sus alrededores hay siempre vigilancia policial: se aseguran de que los movilizados que hay en Kremennaya y que ahora son el grueso de las tropas del frente, no compren alcohol. Tengo que decir que se les está vigilando de forma estricta.
Incluso la gasolinera y el transporte que conecta la ciudad con la retaguardia han reabierto. Se les puede ver en un tráfico mezclado con vehículos militares, tanques y blindados de todo tipo a lo largo de la estepa.
“Lleva una mina de 120 milímetros”, se jacta sobre un blindado de nombre poco memorable mi conocido, comandante de la unidad de reconocimiento de una de las brigadas del grupo “Osado”del Distrito Militar Central. “Creo que tampoco lo penetraría un proyectil de 152 milímetros”. No he llegado hasta los exploradores con las manos vacías. Junto al grupo de voluntarios “Tiempo de ayudar juntos”, traigo a nuestros soldados cuadricópteros que entrego junto a los dibujos de los niños de la escuela preescolar número 42 de la capital. Sorprendentemente, en el segundo año de guerra, el deseo de los ciudadanos de ayudar a los soldados del frente no ha decaído. Y hace tiempo que los drones han dejado de ser algo tratado como una especie de milagro que hay que mantener protegido con llave. Ahora es un consumible que constantemente necesita ser repuesto.
“¿Dónde va?”, pregunto sobre el grupo de reconocimiento.
“Normalmente, al infierno de los fascistas en el borde de Torskoe”.
“¿Hay espacio en el blindado de nombre poco memorable?”
“Sube”.
Nos apresuramos a la cápsula blindada para salir de Kremennaya hacia Krasny Liman y después giramos. Por los altavoces suena algo patriótico sobre un sargento herido que con su ametralladora cubre la retirada del grupo. Sobre sus hermanos, que tienen que vengarlo, sobre la brigada N, que hará lo que tiene que hacer. En algún lugar de la lejana Rusia, artistas que una vez recaudaron dinero para las Fuerzas Armadas de Ucrania y tocaron para sus oligarcas y que echaron basura sobre nuestros soldados, ahora intentan -sin mucho éxito- celebrar conciertos…mientras que aquí se destila la creatividad de los soldados corrientes, que motiva mucho más que los discursos de los diputados.
Avanzamos al son de la música por los campos, contra el cinturón de bosque. Estamos a punto de caer del blindado, que gira bruscamente haciendo salir humo blanco. Una maniobra demasiado ambiciosa para hacer aquí en el frente. Seguimos a pie a través del ya conocido bosque, golpeado hasta las raíces por la artillería.
“Cuando vinimos aquí, había un bonito pinar verde”, cuentan los residentes del cobertizo al que descendemos para conocer la situación. Los Grad nos tratan bien aquí. Porque es el principal punto por el que nos movemos hacia el enemigo. “El sargento Alexander Maltsev (el héroe que tomó por sí solo un punto fuerte ucraniano, pero que murió tres días después) murió no muy lejos de aquí”, dice mi compañero mirando el mapa. “Esas posiciones están a 700 metros. Tampoco queda nada del bosque al otro lado, se lo han cargado con tanques y vehículos de infantería”.
“¿Hemos llegado al punto en el que hay que sacar el juguete”, dice el walkie-talkie.
Los chicos arrastran el silencioso mortero de 82 milímetros Gall con ellos. Es casi imposible de detectar durante el fuego de contrabatería. Pero tiene un problema: su rango es de poco más de un kilómetro, así que hay que trabajar con él al borde del frente. Desde donde nos encontramos hasta el enemigo hay 700 metros.
“Su guerra electrónica ciega a nuestros pájaros, pero se los llevan para que no los destruyamos”, dice mi camarada. “Los siguen cegando y caen, no hay suficientes todo el tiempo. Intentamos no volar lejos, seguimos sus movimientos, les presionamos psicológicamente. Donde murió el sargento Maltsev, se sacó a un prisionero, dice que llevaban ocho días sin turnos por el constante bombardeo. Por cierto, vimos su hazaña desde el dron”.
“¿Cómo fue?”
“Los nuestros avanzaban un poco más al sur. El cinturón del bosque era nuestro a los dos lados, lo habíamos tomado. Y era necesario alinear la línea de contracto a través de la trinchera de Maltsev que él tomó. Por eso estábamos mirando esa posición”.
“¿Veis esas cosas de forma habitual?”
“Depende de la persona. Están los que se sientan en la trinchera, disparan y no se mueven. Y están los que toman la iniciativa, comprenden qué pueden hacer y lo hacen. Así surgen esas hazañas. Está dentro de la persona. Por desgracia, una mina acabó con la vida de este hombre demasiado pronto”.
Nos aproximamos al final del bosque herido. Tras él hay un campo igualmente desfigurado, roto por trincheras y cobertizos. Solo que esas son las posiciones del enemigo. Los puntos de tiro son conocidos y atacados. El fuego planificado se realiza sistemáticamente sobre ellos. Uno de los exploradores eleva el dron al nivel de la altura de una persona y vuela directamente a través del bosque por una ruta que ya conoce. Alcanza cierta altura solo unos 300 metros más allá y supera el campo en un par de minutos para colocarse sobre las posiciones de apoyo del enemigo. La tarea del operador es encontrar movimiento y ajustar el fuego de mortero. De repente, un sonido rompe el aire y nos empuja al suelo. Después se escucha la salida de un proyectil y, unos segundos más tarde, explosiones al otro lado.
“Está trabajando nuestra aviación”, explica el imperturbable comandante del grupo de reconocimiento. “De alguna manera, trabajan justo encima de nosotros, su sonido da más miedo que las bombas. Las primeras veces nos dio un escalofrío, pero hemos aprendido a distinguir estos sonidos de nuestros aviadores”.
Mientras tanto, la artillería enemiga empieza a trabajar sobre nuestras posiciones en el bosque, también son objetivos planificados. Los golpes son a la derecha y después a la izquierda. El personal de mortero no presta atención al sonido a su alrededor. Cargan el primer proyectil y hay un sonido. Ni siquiera parece un disparo. Recuerdo que, en la época soviética, había una máquina de juguete que disparaba pelotas de tenis, así es como suena. El diseño especial de los proyectiles no solo elimina el sonido, sino que lanza el fuego de gases de pólvora. Así que resulta ser un cañón silencioso e invisible.
Después de ajustar una docena de proyectiles, los exploradores retiran el cañón y el piloto pierde su dron en el camino de vuelta sobre las plantaciones de bosque. Encuentran a Marussia (sí, los drones tienen nombre) a unos 200 metros. El diagnóstico es que ha perdido dos tornillos. Recibe asistencia sobre el terreno.
“Salida al punto de evacuación”, ordena el comandante en la radio. “A mí”, digo, “mucha gente me escribe queriendo venir como voluntarios, pero aún tienen dudas. ¿Qué les dirías?”
“Aquí las cosas son difíciles. No recomiendo que venga a quien sea débil de nervios. Para el resto, te puedes acostumbrar a cualquier cosa. Cuando empieza a haber explosiones alrededor, por supuesto que se pasa miedo. Hay quienes en lugar de permanecer tumbados en la trinchera, saldrían corriendo. De ahí que haya muertos y heridos. Y cuando un camarada más veterano te explica que incluso si un proyectil explota a dos metros, lo peor que te va a pasar es una conmoción, pero saldrás vivo, se te revuelve algo dentro. Me ha pasado y he sobrevivido. Da más miedo pensar las cosas que imaginas en tu cabeza que las que pasan en realidad”.
El blindado arranca, abrimos las puertas, cargamos y las cerramos. Media hora después, estamos de vuelta en la soleada Kremennaya, donde la sangrienta batalla del frente parece dar menos miedo.
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