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La diplomacia: línea roja occidental

“Durante la Guerra Fría, existía un consenso entre los líderes occidentales de no especular nunca sobre las circunstancias en las que desplegarían armas nucleares. En esa situación, la ambigüedad estratégica tenía sentido”, escribe esta semana Wolfgang Münchau en su artículo publicado en The New Statesman, en el que argumenta que la situación actual creada por las recientes declaraciones de Emmanuel Macron no puede ser más diferente. “En un ataque dirigido al Canciller alemán, Olaf Scholz, el Presidente francés afirmó que nunca se deben señalar las líneas rojas a un adversario que tiene por costumbre cruzarlas, explica el periodista, economista y escritor, que critica precisamente las implicaciones de las palabras de Macron como forma de eliminar toda ambigüedad estratégica y destapa las diferencias existentes entre los países de la Unión Europea en un momento en el que, desde su punto de vista, es precisa la unidad. “La unidad franco-alemana es una condición necesaria (aunque no suficiente) para que Europa ejerza su poder, y Scholz se ha pronunciado en contra de las tropas terrestres. También lo ha hecho Donald Tusk, el primer ministro polaco; en cambio, su ministro de Asuntos Exteriores, Radosław Sikorski, parece estar del lado de Macron. La realidad es que la UE está dividida en esta cuestión. Y ese es el mensaje que estamos enviando a Vladimir Putin”, añade.

La postura de Münchau, sin duda más moderada que el discurso oficial de la Unión Europea, que navega directamente hacia una beligerancia difícil de detener, parte, sin embargo, de la equivocada premisa de que existe una postura de Bruselas que difiere de la de Washington o Londres. La reacción de Alemania a las palabras de Macron, con el contraataque de Olaf Scholz desvelando la presencia de soldados británicos -y quizá franceses- en Ucrania en labores vinculadas a los ataques con misiles no solo ha demostrado que no existe una postura común europea sobre cuáles son los objetivos de la guerra de Ucrania y las formas de conseguirlos, sino la subordinación a quienes nunca han visto la posibilidad de una resolución no militar al conflicto ucraniano, es decir, Estados Unidos y su socio europeo, el Reino Unido.

Actualmente, esa posición se observa en el nerviosismo europeo con respecto a las dificultades de Joe Biden para lograr la aprobación de la nueva financiación para el esfuerzo bélico ucraniano, que los países europeos no pueden compensar por sí solos, y sobre todo ante el temor al regreso de Donald Trump a la Casa Blanca. En ambos casos, la preocupación es la misma: la posibilidad de tener que hacerse cargo de la cuestión ucraniana en solitario o con un socio estadounidense minado por la dificultades electorales y llegar a un punto en el que la vía militar no sea la única opción. De ahí que actualmente reciban respuestas similares de oficiales de la Unión Europea, las declaraciones del aspirante Republicano a la presidencia o el llamamiento del Papa a la “bandera blanca”, no entendida en términos de rendición, sino de aceptación de la situación y de la necesidad de negociación para finalizar una guerra que Ucrania no puede ganar. Desde el discurso oficial, el jefe de la diplomacia europea, Josep Borrell, le ha exigido, según se ha hecho orgullosamente eco la prensa ucraniana, no meterse “en este jardín”. La postura de Francisco no era molesta cuando se reunía sonriente con Arseniy Yatseniuk en los primeros pasos de la operación antiterrorista, ni siquiera cuando el Vaticano enviaba ayuda humanitaria a Lugansk durante los años de guerra de Donbass o incluso cuando ha intentado mediar entre Rusia y Ucrania en ocasiones anteriores. El nerviosismo actual tampoco se debe a la existencia de presiones pacifistas en los países occidentales, que siguen siendo marginales en el contexto de una gran movilización europea a favor del mantenimiento de la guerra como única vía de resolución del conflicto ucraniano y también de la relación bilateral con Rusia.

En esa relación, la ambigüedad estratégica de la Occidente como colectivo no debe tener líneas rojas públicas con las que Rusia sepa cuáles son los límites a los que la Unión Europea y Estados Unidos están dispuestos a llegar. Según Le Monde, copa de whisky en mano, Emmanuel Macron pronunció por primera vez una frase sobre enviar “chicos a Odessa” el pasado 21 de febrero. Días después, tras la cumbre que él mismo había convocado para mostrar la unidad de los países del bloque europeo, el presidente francés provocó la tormenta al reafirmar su postura de no descartar de antemano la posibilidad de enviar tropas occidentales a Ucrania. El comentario en un entorno distendido y relativamente privado se convertía así en lo que Alemania entendió como una propuesta que había que rechazar rápidamente. El rápido alineamiento de gran parte de la Unión Europea con la negativa alemana a involucrarse directamente obligó a Macron a matizar temporalmente sus declaraciones, a las que ha retornado, con aún más fuerza en los últimos días. Según el representante comunista en la reunión convocada por el presidente francés con los grupos políticos parlamentarios, Macron recuperó su comentario inicial para sugerir la posibilidad del envío de tropas en caso de un avance ruso hacia Kiev u Odessa.

El nerviosismo occidental se ha mostrado esta semana con las palabras, actitud e incluso lenguaje corporal del presidente francés en una entrevista televisada. “Esta guerra es existencial. No podemos seguir viviendo como si nada hubiera pasado. Putin es responsable de la guerra. Estaremos dispuestos a tomar las decisiones necesarias para que Rusia nunca gane”, insistió el presidente francés, siempre sin definir qué sería considerado una victoria rusa. “Para tener paz no hay que ser débil. Haremos todo lo necesario para lograr nuestro objetivo. Si Rusia ganara, la vida de los franceses cambiaría. Ya no tendríamos seguridad en Europa”, añadió, aparentemente adhiriéndose a la teoría de que Moscú atacaría los países europeos, miembros de la OTAN, en caso de conquista de todo el territorio ucraniano. Ni el temor de Rusia a la expansión de la OTAN, ni las repetidas declaraciones de que un enfrentamiento directo con el bloque atlantista supondría una guerra nuclear -Rusia es consciente de no poder luchar en una guerra convencional contra la suma de esos países, por muy débiles que sean actualmente muchos de sus ejércitos- han hecho ver a las autoridades y medios de comunicación europeos que esa línea de argumentación no es sino el uso interesado de la propaganda política.

Y aunque la escalada verbal, a la que Rusia ha reaccionado recordando su doctrina nuclear, se ha producido a raíz de la postura de Macron, su relevancia se debe a la situación actual en la que se encuentra Ucrania. Según el periodista de CNN Jim Sciutto, Estados Unidos se preparó en 2022 para la posibilidad del uso de armas nucleares por parte de Rusia en caso de colapso de sus tropas. El peligro era imaginario, pero el argumento se basaba en la posible derrota de las tropas de Moscú. La preocupación actual es también exagerada, ya que los lentos avances rusos no justifican el argumento de que Rusia pueda llegar a las fronteras polaca o moldava, pero se debe a la situación contraria: el miedo a la victoria rusa.

“La credibilidad de Europa se reduciría a cero ¿Qué seguridad tendrían los europeos?”, insistió Macron en referencia a esa hipotética victoria rusa. La decisión occidental de apostar por la guerra en nombre de la seguridad continental, requiere de un discurso lo suficientemente exaltado. “Negociamos lo mejor que pudimos los acuerdos de Minsk y otros intentos pero no hay nada que discutir con Rusia, Ucrania debe ganar”, ha afirmado, para reafirmarse en la posición de que el diálogo con Rusia es imposible, Emmanuel Macron. Lo ha hecho retorciendo, como ha sido habitual en los últimos ocho años, lo ocurrido en el proceso de una resolución negociada a la guerra de Donbass. Los países occidentales, especialmente Alemania y Francia, son conscientes, al menos desde diciembre de 2019, cuando Zelensky notificó oficialmente que los acuerdos de Minsk eran “imposibles de implementar”, de que Ucrania jamás tuvo intención de cumplir con sus compromisos. Más de cuatro años después, Minsk sigue siendo un argumento para apostar por la guerra y renunciar de partida a cualquier negociación con Rusia. En el discurso de Macron, en el que no debe marcarse una línea roja en la guerra, sí que es preciso insistir en que el paso que de ninguna manera puede darse es el de la diplomacia. No hay ambigüedad en lo que respecta a la voluntad de mantener la guerra hasta que Occidente logre sus objetivos. Y a pesar de las divisiones que se han manifestado en las últimas semanas, la unidad de acción en favor de la guerra es evidente. El viernes, Alemania, Francia y Polonia la escenificaron para anunciar una coalición de países para adquirir artillería de largo alcance y reafirmar la intención de aumentar la asistencia militar para Ucrania, especialmente en lo que respecta a la adquisición de munición en el mercado mundial. La Comisión Europea, por su parte, anunció también un acuerdo para subvencionar la industria de defensa e “impulsar la producción de municiones y la adquisición conjunta para acelerar las entregas a Ucrania”.

El momento político se presta a maximalismos y salidas de tono. “Rusia delenda est”, escribió el viernes, parafraseando el “Cartago debe ser destruida” de las guerras púnicas, Edgars Rinkēvičs, presidente de Letonia. Su afirmación ha pasado desapercibida precisamente porque no difiere en exceso del discurso oficial. Son las afirmaciones como la del Papa, y especialmente la del diputado del SPD alemán, Rolf Mützenic. “El discurso del SPD que dejó atónita incluso a Baerbock”, titulaba, horrorizado, el tabloide Bild. “¿No es hora de que no sólo hablemos de cómo hacer la guerra, sino que también pensemos en cómo congelar una guerra y después terminarla?”, había afirmado desde la tribuna del Bundestag. Ese tipo de discurso es el que marca actualmente las líneas rojas de Occidente.

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