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La «traición»

Al igual que la legitimidad, la idea de la traición ha sido una constante a lo largo de los nueve años y medio transcurridos desde el inicio del conflicto ucraniano que estalló con el cambio irregular del poder en Kiev y que llevó a la adhesión de Crimea a Rusia y al inicio de la guerra en Donbass, periodo que finalmente derivó en la invasión rusa de febrero de 2022. La historia la escriben los vencedores y la legislación, quienes mantienen en un determinado momento el poder. En el caso de Ucrania, los hechos han llevado a una polarización que ha implicado legislar la definición de traición, algo a lo que Kiev le ha dedicado mucho tiempo y propaganda a lo largo de los años. Ahora, con la guerra en uno de sus momentos de máxima expresión, Foreign Policy ha puesto el foco en la cuestión con un artículo de Adrian Karatnycky. Como la gran mayoría de artículos de análisis publicados en los medios occidentales, Katatnycky no es un analista sino un lobista. Miembro destacado del Atlantic Council, es también fundador del Myrmidon Group, “una pequeña consultora con base en Nueva York con una representación en Kyiv que trabaja con inversores y corporaciones que buscan entrar en los complejos pero lucrativos mercados emergentes de Ucrania y el este de Europa”. Nada de ello hace de Karatnycky una fuente mínimamente objetiva en el actual conflicto, aunque sí supone un ejemplo del tipo de análisis de esta guerra y del tipo de personas que están realizándolo.

“Por dinero o por convicción, algunos ucranianos están ayudando a Rusia a asesinar a sus compatriotas”, anuncia Foreign Policy en el subtítulo de un artículo que empieza comparando a esas personas que señala como traidoras con tres personajes históricos: Benedict Arnold, estadounidense que desertó a las tropas británicas durante la Guerra de la Independencia y quizá el traidor más conocido de Estados Unidos; Vikdun Quisling, exdiplomático noruego que lideró el gobierno títere de la Alemania nazi y Phillippe Pétain, el héroe de la Primera Guerra Mundial que lideró la también títere Francia de Vichy. “Los nombres de famosos traidores y colaboradores del enemigo resuenan a lo lago de la historia”, afirma Karatnycky, que añade que “ahora, sus filas se amplían en la guerra Rusia-Ucrania, aunque pocos nombres se hayan hecho infames lejos de Ucrania”.

En esa categoría comparable con tres figuras históricas de reconocida traición, especialmente grave en el caso de las dos últimas, colaboradoras del régimen más genocida de la historia, el lobista incluye a todo tipo de personas que han elegido a la autoritaria Rusia frente a la democrática Ucrania, no solo desde el inicio de la guerra, sino desde el momento de la independencia. “Desde la ruptura de la Unión Soviética en 1991, la historia de Ucrania como nación independiente ha visto gran cantidad de traición y deserción. Desde el principio, los líderes rusos que resentían la ruptura de Ucrania con Moscú encontraron ayudantes voluntarios en sus esfuerzos de subvertir el Estado ucraniano e infiltrarse en sus instituciones de seguridad”, afirma el lobista, que a lo largo del artículo muestra que la sutil línea entre la traición y la defensa de una Ucrania no necesariamente antirrusa parece no existir en su planteamiento.

Entre esos traidores cuya labor ni siquiera se detalla, ya que el objetivo es simplemente apuntar con el dedo acusador y generar dudas sobre cualquier persona que no siga los preceptos de la Ucrania nacionalista actual, Karatnycky destaca tres motivos: quienes desertaron en los inicios a causa del fracaso de los primeros gestores de Ucrania, “fundamentalmente antiguos apparatchiks del Partido Comunista y los llamados directores rojos a la hora de crear una narrativa nacional, por no hablar de un Estado bien gobernado al estilo de los países bálticos o de Europa central; quienes creyeron, a causa de la narrativa imperial rusa, nunca por convicción propia, en la unidad de los pueblos ruso y ucraniano y quienes creyeron en la necesidad de mano dura ante “la existencia a menudo disfuncional” de los primeros años de la independencia. En pocas palabras, los razonamientos han de derivar de la Unión Soviética, la narrativa imperial rusa o la mentalidad no europea que lleva a que el país se haya parecido menos de lo deseado a los buenos europeos bálticos.

Con esos tres motivos, Foreign Policy define a toda aquella persona de nacionalidad ucraniana que haya rechazado el modelo de sociedad y el camino político de la Ucrania moderna, una simplificación extrema de un país con muchas más complejidades de lo que quiere hacerse creer. Esa ha sido también una de las constantes de esta guerra. El análisis del bien y el mal que domina el discurso occidental ha hecho imposible cualquier discusión matizada sobre las discrepancias que parte de la población ha manifestado sobre el camino político tomado por Ucrania. Presentar la elección de Rusia frente a Ucrania o la defensa de una Ucrania diferente a la actual como traición en tiempos de guerra no es más que el siguiente paso de la infantilización de una narrativa utilizada para justificar, no solo la elección política del régimen de Maidan sino el castigo colectivo hacia las poblaciones consideradas desleales.

Pese a abrir el artículo con aquellos traidores que asesinan a sus compatriotas, a lo largo del texto se observa ampliamente la sombra de Viktor Medvedchuk, uno de los principales acusados del artículo y cuyo pecado no es asesinar ucranianos sino no haber aceptado jugar al juego del sometimiento completo a los preceptos de Maidan. Medvedchuk, acusado al igual que Petro Poroshenko en caso fabricado políticamente, fue entregado a Rusia como prisionero de guerra, un chivo expiatorio ideal para presentar ante las cámaras la imagen de la traición. Líder del partido que lideraba las encuestas hasta que fue detenido y mantenido bajo arresto domiciliario mientras Poroshenko se movía con libertad dentro y fuera del territorio nacional, Medvedchuk sirvió de enlace entre el Gobierno de Ucrania y las Repúblicas Populares, una relación con Donetsk y Lugansk que fue la excusa perfecta para la acusación. Poco importó la postura proucraniana del político o su abierta hostilidad a las milicias de la RPD y la RPL.

También ayudaron a la creación de una parodia de la figura de Medvedchuk -en realidad un político mediocre sin nada que aportar- su supuesta cercanía a Putin y sus intereses económicos en Rusia. En eso último, Medvedchuk comparte características con los dos últimos presidentes de Ucrania: Poroshenko era propietario de fábricas en Rusia y la productora de Zelensky tenía como su principal mercado los países de habla rusa. Sin embargo, en ciertos casos, esas conexiones son más que suficientes para colocar a una persona en la categoría de traidora en potencia. En el caso de Medvedchuk, colabora en esa calificación su presencia en el mercado de los medios de comunicación, demonizados desde la victoria de Maidan y finalmente prohibidos, como lo han sido otros cuya línea editorial se desviara mínimamente del nacionalismo marcado por Maidan.

Gran parte de esas personas traidoras que denuncia el artículo de Foreign Policy se refieren a esta categoría y no a personas que asesinan a ucranianos. Eso sí, Karatnycky parece ver una línea directa entre las creencias prorrusas “no patrióticas, pero tampoco ilegales” y quienes “cruzaron la línea para apoyar activamente los intentos rusos de destruir Ucrania” como “espías, instructores de espías, informantes o agentes de influencia”. También ahí la perspectiva deja a discreción del observador, autoridad o cualquier persona que se autoproclame juez para calificar cualquier comportamiento de traición.

Definir la traición “puede ser muy traicionero”, afirma Karatnycky, que ve en “cualquiera que intencionalmente dañe la seguridad de su propio país, especialmente en tiempos de guerra, colaborando con el enemigo” la definición de traición. Sin embargo, el lobista parte de la definición oficial utilizada por Ucrania ya antes de febrero de 2022, que calificaba de traición las “acciones intencionadas de cualquiera ciudadano en detrimento de la soberanía de Ucrania, su integridad territorial e inviolabilidad, capacidad de defensa y seguridad del Estado, económica o de información”. Se trata de una definición creada específicamente para ser lo suficientemente amplia como para poder castigar a cualquier persona que defendiera unas ideas equivocadas o que hubiera colaborado de cualquier manera con las Repúblicas Populares. Así lo ha desmostado Ucrania con sus declaraciones y su intento de ampliar la categoría de traición para incluir, por ejemplo, a maestros y maestras que han enseñado según el programa ruso a lo largo de estos años. Para Ucrania, como para quienes como lobistas defienden su modelo, traición es un término ampliamente utilizable como castigo colectivo para quienes pasaran de actitudes antipatrióticas a actos como colaborar en que las administraciones de Crimea, Donetsk y Lugansk pudieran permanecer mínimamente funcionales.

El planteamiento parte de considerar que los derechos de ciudadanía implican el deber del patriotismo, incluso en los momentos dejación de funciones del Estado y agresión contra la población. El desprecio por la población de Crimea y especialmente por la de la región industrial y proletaria de Donbass ha hecho que la narrativa sobre lo ocurrido en 2014 haya sido usurpada por lobistas que, como Karatnycky, presentan los acontecimientos como una agresión rusa y no como un ataque de Ucrania, que optó con la operación antiterrrorista por solucionar un problema social y político por la vía militar. Agredida militar y económicamente durante años, la población de Donbass respondió con una resistencia que perdura actualmente y por la que sus lealtades han cambiado irremediablemente. En ese contexto, sin la participación de la población, el funcionamiento mínimo de las estructuras estatales de las Repúblicas Populares, que surgieron y se mantuvieron ante la negativa de Ucrania a ofrecer un acomodo a esas regiones y su pueblo, habría sido imposible. Y es ahí donde Karatnycky ve “las más amplias cohortes de traidores” en forma de “colaboradores ucranianos en la Ucrania ocupada por Rusia”.

Traición es trabajar, o colaborar, para que los hospitales siguieran funcionando, para que las pensiones se pagaran, para que la infancia dispusiera de educación y de actividades de recreo o escribir para dar a conocer los efectos de los bombardeos o del bloqueo ucraniano, un razonamiento que solo puede derivar en planteamientos punitivos como los que espera poner en práctica Ucrania en caso de recuperar territorios como Donbass o Crimea. Artículos como el de Karatnycky son el preludio de la justificación de la venganza como objetivo legítimo y forma de justicia.

Todo ello es más sencillo con la utilización del mantra de la unidad del pueblo ucraniano, que parte de la base de ignorar que tres regiones del país se posicionaron abierta y claramente contra el cambio de Gobierno de Kiev de febrero de 2014 y han sido castigadas por ello. Eliminado de un plumazo esa reacción de la población, que en el caso de Donbass llevó a tomar las armas contra la agresión de las Fuerzas Armadas de Ucrania o viendo en ello una invasión rusa es más sencillo ver esa unidad que solo existe en las mentes de lobistas e ideólogos.

Solo así es posible creer que “desde 2014 y especialmente desde 2022, Ucrania ha visto la consolidación de un apoyo casi completo al soberano e independiente Estado ucraniano y a la identidad libre de dominación rusa”. Niega ese falso discurso de unidad la rebelión de tres regiones contra el Estado que estaba construyéndose no en favor de la independencia sino contra Rusia y contra una forma de entender Ucrania que no implicara el enfrentamiento con el país vecino y la ruptura de los lazos culturales, sociales e históricos. Con el deber de patriotismo como base fundamental de las expectativas del Estado hacia su población, esa postura es presentada como traición, algo que, según Karatnycky, causa una repulsión que “también lleva a los esfuerzos del Gobierno y de la sociedad civil para documentar los actos de traición, incluso de los ucranianos que han huido al extranjero, con la esperanza de que, con el tiempo, se imparta justicia”. El programa de asesinatos del SBU al que se refería la semana pasada The Economist apunta a que esos jueces informales ya han impartido su forma de justicia. La venganza y el odio camuflados como justicia y unidad solo pueden llevar a más enfrentamiento.

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