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Ofensivas y planes de futuro

Desde el inicio de la guerra, Ucrania ha buscado siempre resaltar su valía como fiel socio occidental subrayando su exitoso uso de las armas enviadas por sus socios. En cada fase de la guerra, Kiev ha encontrado siempre un arma occidental capaz de cambiar el curso de la guerra. Inicialmente fueron los misiles antitanque Javelin, aunque se trataba de un momento en el que, en una guerra de trincheras sin avance territorial alguno, esas armas parecían absolutamente inútiles. La entrega de esos sistemas fue vista como una gran victoria de Kiev sobre el agresor Moscú, que por aquel entonces seguía insistiendo en la idea de que “no hay alternativa a Minsk”. Más adelante, garantizado ya el suministro de “armas defensivas” y un flujo constante de financiación para reforzar sus Fuerzas Armadas, Kiev comenzó a insistir en los drones Bayraktar. En el mismo contexto de guerra estática y cuyas trincheras no habían cambiado, esas eran las armas que iban a cambiar el conflicto en favor de Ucrania.

En los ocho primeros años de esta guerra, ninguna de esas armas de la OTAN cambió la naturaleza de la guerra, pero sí dejó claro que la opción militar estaba siempre sobre la mesa, especialmente teniendo en cuenta las constantes declaraciones de oficiales ucranianos, que abiertamente constataban la necesidad de reescribir los únicos acuerdos de paz existentes. Esas declaraciones, sumadas a la constatación del evidente rearme del Ejército Ucraniano y la completa falta de voluntad de Kiev de cumplir con los compromisos políticos que implicaba su firma en los acuerdos de Minsk, supusieron en febrero una parte de la justificación de Moscú para su intervención militar.

La operación especial rusa, es decir, la entrada de Rusia en la guerra supuso, no solo la expansión geográfica a toda Ucrania de un conflicto militar antes limitado a Donbass, sino un cambio sustancial en la propia naturaleza del enfrentamiento. Aunque la guerra de trincheras se mantuvo y se mantiene aún ahora en ciertas zonas del frente -la zona de los alrededores de Donetsk, con posiciones fuertemente fortificadas de las Fuerzas Armadas de Ucrania que la RPD aún no ha sido capaz de superar-, el uso de aviación, misiles y artillería pesada de largo alcance ha supuesto también cambios en los deseos ucranianos. Aunque Kiev no ha renunciado a las alabanzas a los Javelin y Bayraktar -murales de “santa Javelin” ya han aparecido en el país y se venden peluches infantiles con forma de los drones turcos-, las exigencias ucranianas han olvidado el armamento más ligero para pasar a exigir equipamiento pesado, misiles y aviación.

En las últimas semanas, las estrellas del momento han sido los lanzacohetes múltiples HIMARS estadounidenses, recién llegados a Ucrania y que el país ha comenzado a publicitar con notable agresividad y con un objetivo doble: jactarse de la eficiencia de las armas y probar a quienes las han suministrado que serán utilizadas de la forma acordada, es decir, para atacar objetivos en Ucrania y no en Rusia. El objetivo final, sin embargo, es lograr que Estados Unidos suministre para esos sistemas los misiles de más largo alcance.

Desde su llegada a Ucrania, los primeros HIMARS han adquirido inmediatamente una fuerte presencia tanto en la prensa occidental como en la rusa. Desde su primer uso en Perevalsk, retaguardia de la RPL, se ha adjudicado a estos misiles estadounidenses toda una serie de éxitos. Curiosamente, cada golpe de HIMARS ha resultado ser un depósito de armas rusas, también el depósito de trolebuses de la ciudad de Alchevsk, atacado la noche del sábado. La espectacularidad de las explosiones de misiles, que en el lado ruso y republicano sí son difundidas por la prensa, y la forma en que se acepta de forma acrítica cada información de Ucrania ha hecho que se generalice una falsa impresión de unas pérdidas materiales rusas no solo exageradas, sino unilaterales.

Tal es así que columnistas estrella de medios tan importantes como The Washington Post lo han utilizado ya como argumento para exigir multiplicar por cinco el suministro de HIMARS para garantizar así la victoria ucraniana en el frente y no solo evitar su derrota. Así se mostraba en su última columna Max Boot, habitual del discurso antirruso y que a principios de este año abogaba por utilizar contra Rusia en Ucrania la estrategia de insurgencia financiada por Estados Unidos y sus aliados contra la Unión Soviética en Afganistán. El resultado de esa política no fue solo la retirada soviética, sino la aparición de todo tipo de grupos insurgentes y diferentes fanatismos -desde Hekmatyar a Al Qaeda para dar lugar finalmente a los Talibán- sino la destrucción completa de todo un país.

Envalentonada tras los éxitos -reales o imaginarios- de las últimas armas recibidas, aparentemente capaces por sí solas de cambiar la dinámica del frente, Ucrania pasó la semana pasada a la ofensiva, cuanto menos mediática. Por enésima ocasión anunció su tan esperada contraofensiva. El ministro de Defensa, el abogado Oleksiy Reznikov, viejo conocido de la guerra en Donbass en su papel en la delegación ucraniana en el Grupo de Contacto de Minsk, llegó a anunciar incluso el objetivo: Volodymyr Zelensky ha ordenado liberar los territorios costeros (es decir, Jerson, el sur de Zaporozhie y quizá Mariupol). Para ello, Ucrania prepara un ejército de un millón de hombres. Como es habitual, la prensa recogió las declaraciones del ministro ucraniano, no solo dándoles validez sin necesidad de duda alguna, sino que comenzó a darse por hecho el éxito de esa contraofensiva. Facilita la labor que la prensa solo publique las imágenes completas de los destruidos depósitos de armas -reales o imaginarios- rusos y no los de los ucranianos y que se dé por buenas las cifras de bajas rusas que publica Ucrania.

La falta de realismo al dar por buena una ofensiva con resultados militares inciertos –es de esperar que las tropas rusas se defiendan y se refuercen en Jerson, como ha constatado ya la inteligencia británica, ante las constantes declaraciones ucranianas sobre una ofensiva inminente– o cifras de efectivos que no se corresponden con los hechos (la idea de un millón de efectivos se ha utilizado ya en el pasado) tampoco ha sido motivo suficiente para impedir el optimismo de propagandistas como Oleksiy Arestovich. Exmiembro de la delegación ucraniana en el Grupo de Contacto, Arestovich se ha convertido en el más mediático de los portavoces -formales e informales- de la Oficina del Presidente. Con su habitual sutileza, Arestovich publicaba la semana pasada una imagen de su futura aparición en Feigin Live, el programa en el que regularmente presenta su discurso. Arestovich ya se imagina charlando sobre la guerra junto a Feigin frente a las murallas del Kremlin.

Quizá tras una llamada de atención por haber dado publicidad a planes ofensivos que dificultan esas operaciones, el ministro Reznikov trató días después de matizar sus palabras, supuestamente mal entendidas a causa de su deficiente inglés. En realidad, sus palabras eran claras y la única ambigüedad encontrada por la prensa fue la duda entre si Ucrania prepara un millón de hombres o si ya dispone de ellos. Tan claro es el discurso, que otros oficiales ucranianos han continuado con la escalada verbal iniciada por el ministro Reznikov. Apenas unos días después de sus palabras, Vadim Skibitsky, alto cargo de la inteligencia militar ucraniana, anunciaba nuevamente que Ucrania atacará el puente que une Crimea con la Rusia continental tan pronto como sea técnicamente posible. Lo mismo repetía -una vez más- Oleksiy Arestovich, provocando una respuesta rusa que llegó el domingo en boca del expresidente Dmitry Medvedev, que prometió el “juicio final” en caso de ataque a la península rusa.

El puente de Kerch, fuertemente protegido por las defensas aéreas rusas y recientemente reforzado, es también un objetivo que han querido promover aliados de Ucrania como Philip Breedlove, el fanático excomandante de las tropas de la OTAN en Europa, que desde hace varios años trata de promover la escalada del conflicto con Rusia al plano militar. Un ataque a Crimea, que Ucrania estaría en disposición técnica de realizar en caso de obtener los misiles estadounidenses de más largo alcance a los que aspira, supondría cruzar la principal línea roja de Rusia, que vería seriamente comprometida su integridad territorial. Sea reconocido o no por la comunidad internacional, Crimea forma parte de la Federación Rusa desde la primavera de 2014 y un movimiento ucraniano hacia cualquier intento de ataque sobre la península supondría para Moscú un peligro que no es comparable a los esporádicos ataques de artillería ucranianos contra localidades fronterizas rusas en las regiones de Belgorod o Rostov.

Sin embargo, un ataque a Crimea requeriría de la aprobación de Estados Unidos, que hasta ahora no se ha mostrado dispuesto a facilitar una escalada bélica que corriera el riesgo de extenderse más allá de las fronteras de Ucrania. Y Kiev, por su parte, posiblemente para desviar la atención de recientes declaraciones que anunciaban el lugar y prácticamente el momento de su gran avance, comienza a afirmar que es Rusia quien se prepara para acciones ofensivas. El número y la intensidad de ataques rusos, especialmente en la zona de Nikolaev, ha aumentado, aunque todo parece indicar que se trata más de un intento de disuadir acciones ofensivas ucranianas que de avanzar sobre la ciudad, a escasos kilómetros de las tropas rusas desde las primeras semanas de la intervención rusa.

Este fin de semana, el presidente serbio Aleksandar Vučić analizaba la situación de forma lógica, explicando que, en su opinión, el presiente ruso realizará a Occidente y a Ucrania “una propuesta” cuando las tropas rusas consigan tomar las zonas de la región de Donetsk aún bajo control ucraniano. Vučić, convencido de saber “lo que nos espera” realizó un pronóstico sobre esa propuesta que espera del presidente ruso. “Si no la aceptan, y ellos [Occidente] no pretenden hacerlo, se desatará un infierno”. Esa es la incertidumbre que se prepara para el otoño, el escenario de un intento de acuerdo que, sin ninguna de las partes militarmente derrotada, guardaría fuertes similitudes con los acuerdos de Minsk o la escalada de la guerra más allá de lo visto en los cinco últimos meses. Ambas opciones son igualmente posibles.

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