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Congelar el conflicto

Desde que se anunciara, hace ya varios meses, la esperada contraofensiva ucraniana y especialmente desde que comenzaran a llegar a Ucrania enormes cantidades de armamento cada vez más pesado, el discurso oficial ha girado en torno a las consecuencias que tendría para la guerra el futuro éxito de Kiev. La euforia que causó en Kiev el anuncio del envío de tanques occidentales aumentó notablemente con la llegada de baterías antiaéreas Patriot. Independientemente de la situación sobre el terreno, el equipo de Zelensky ha querido instalar como discurso oficial la idea de una victoria segura a la que solo se añade un matiz. Aunque “matemáticamente garantizada” según Mijailo Podoliak, esa victoria depende únicamente de un aspecto: la cantidad de armas occidentales que reciba Ucrania, una cuestión que está siendo crecientemente utilizada a medida que se acerca el momento de iniciar la contraofensiva. En las últimas semanas, contradiciendo la narrativa de meses anteriores, el Gobierno ucraniano, fundamentalmente por medio del jefe de la diplomacia ucraniana, Dmitro Kuleba, ha comenzado a desandar parte del camino para advertir de que el próximo ataque no ha de ser considerado el último o el definitivo.

Mucho más tarde que sus socios, que desde hace meses han dado a entender que Ucrania no será capaz de infligir a Rusia un golpe tan definitivo para expulsar a sus tropas de todo el territorio de según las fronteras de 1991, Kiev parece sumarse a esa idea. Pese a haber recibido en el último año una asistencia militar equivalente al presupuesto militar ruso, varios son los obstáculos que Kiev no tiene en cuenta cuando sus representantes o aliados más férreos acuden a la prensa o a las redes sociales para dar por hecha la derrota rusa o calificar de Estado paria a la Federación Rusa. En una guerra fundamentalmente terrestre y en la que la artillería cobra especial importancia, Ucrania ha alardeado de sus HIMARS estadounidenses y de su artillería francesa tratando de ocultar que esas armas no son suficientes para compensar la superioridad artillera rusa. Lo mismo puede decirse de la aviación o de los misiles de largo alcance. Ucrania está ahora mucho mejor armada que hace un año, tiempo que ha utilizado para preparar, junto a sus socios, su futura ofensiva.

Sin embargo, ni siquiera ese armamento o la recepción de todo tipo de tanques occidentales, que suponen un reto logístico tanto por sus diferentes necesidades de mantenimiento como por el problema que puede suponer el elevado peso de algunos de ellos, convence a todos los aliados. Una parte de ellos no ha escondido haber puesto sus esperanzas en que un avance lo suficientemente decisivo de Ucrania obligue a Rusia a negociar en condiciones de debilidad y a aceptar el dictado de Kiev y de sus socios. A esa idea se ha adherido abiertamente Emmanuel Macron y, aunque con matices, también Rishi Sunnak. Frente a esa postura están los países del este de Europa, exultantes ante el sueño de derrotar militarmente a su enemigo ruso, y una parte del Gobierno alemán, especialmente Annalena Baerbock, que empuja al débil canciller Scholz cada vez más cerca de esta idea.

El último año ha puesto de manifiesto la importancia de los países europeos a la hora de financiar la guerra, mantener una parte de la economía, cuando menos el pago de pensiones y parte de los salarios públicos, y como eje logístico para el suministro de armas. Pero más debilitado que nunca ante unos países del este más cercanos a Washington que al eje París-Berlín y supeditado a los intereses norteamericanos, el bloque europeo no es el aliado más importante para Ucrania. Es Washington, y en menor medida Londres, quien marca el camino de esta guerra y determina tanto el armamento que es enviado como la forma en que ha de ser utilizado. De ahí que su postura haya de ser estudiada y analizada con cuidado, especialmente cuando es publicada por medios afines a la administración Biden.

Es el caso del reciente artículo publicado por Político y en el que se alega que el Gobierno estadounidense se prepara para la posibilidad de que, tras la anunciada pero aún incierta ofensiva ucraniana, el conflicto pase a una fase congelada y se prolongue, de una manera o de otra, durante años. “Es un escenario que puede resultar ser más realista a largo plazo teniendo en cuenta que ni Kiev ni Moscú parecen inclinados a admitir jamás la derrota”, afirma Político, que en su artículo se refiere a cinco fuentes diferentes de la administración Biden. Se trata de una forma de admitir que no se espera una victoria decisiva de una de las partes, algo crecientemente evidente desde el momento en el que, el pasado verano, el frente se paralizó sin que la parte aparentemente más fuerte, Rusia, pudiera continuar avanzando. Y pese a un año de suministro continuo a Kiev, nada hace pensar que Ucrania tenga una posibilidad realista de capturar, por ejemplo, Crimea. La posibilidad de un conflicto congelado aumenta, según Político, “entre la sensación dentro de la administración de que una próxima contraofensiva ucraniana no va a suponer un golpe mortal para Rusia”.

El escenario, que el artículo compara con Corea, Nagorno Karabaj o incluso el frente paralizado de la guerra de Donbass, simplemente supondría el mantenimiento del statu quo, una situación en la que las partes “únicamente tendrían que acordar no dispararse entre ellas”. Entre las ventajas de esta posibilidad estaría, según las fuentes del medio estadounidense, que Ucrania no se vería obligada a admitir la pérdida de territorios, principal requisito de Kiev a la hora de buscar una solución no militar a la guerra. El planteamiento es sencillo: un acuerdo, que el medio admite supondría grandes dificultades, aunque añade el ejemplo coreano, que tardó dos años en fraguarse, sobre cuál sería esa línea del frente y aceptar el enfriamiento. Curiosamente, el medio plantea como éxito relativo el frente estático que supusieron los acuerdos de Minsk, olvidando deliberadamente que el incumplimiento de los acuerdos impidió que se produjera una resolución de esa guerra, algo que habría dificultado notablemente su continuación actual, extendida ya a todo el territorio ucraniano.

Una parte de los medios rusos ha utilizado la publicación del artículo como prueba de que Estados Unidos y sus aliados comienzan a ver la guerra con mayor realismo y buscan una salida para comenzar a limitar las entregas de armas y alejarse de la guerra. En realidad, esta posibilidad de conflicto congelado, uno más de los diferentes escenarios que Washington maneja en su planificación industrial y política, supondría un cierre en falso similar a los acuerdos de Minsk, con un frente mucho más extenso y un oponente mucho mejor armado. “Un conflicto congelado, en el que los combates quedan pausados pero ninguna de las partes se declara victoriosa ni acuerda que la guerra está oficialmente terminada, también podría ser un resultado políticamente aceptable para Estados Unidos y otros países que apoyan a Ucrania”, afirma Político, dejando claro los intereses prioritarios siempre serán los de Washington. Pese a las palabras y compromisos que está recibiendo Ucrania a lo largo de estos meses, sus intereses siempre serán secundarios para sus socios europeos y norteamericanos.

No hay que entender en ello que exista una posibilidad de que Estados Unidos y sus aliados europeos abandonen a su proxy ucraniano o que vayan a comenzar a limitar la asistencia militar o financiera. El compromiso a largo plazo existe en la medida en que el uso de Ucrania como herramienta contra Rusia continúe siendo útil. En este sentido, los intereses de Kiev y los de Washington continúan alineados. Para Ucrania, la guerra contra Rusia es necesaria para continuar el camino de crear el país ultraliberal, nacionalista y antirruso que se gesta lentamente desde la victoria de Maidan. Para Estados Unidos, la guerra es una herramienta útil para presionar política y económicamente a Rusia, no porque sea considerado un oponente real a su hegemonía o su posición en el mundo, sino como aliado importante del verdadero enemigo: China.

El mantenimiento de una guerra controlada en las fronteras rusas fue ya un elemento que favoreció que Washington no se implicara jamás en los acuerdos de Minsk, cuyo incumplimiento garantizaba la continuación del conflicto congelado, que suponía para Moscú un compromiso económico para mantener a las Repúblicas Populares y un lastre económico en forma de sanciones. Congelar, según las líneas actuales o las resultantes de posibles ofensivas o contraofensivas futuras, supondría extender esa situación tanto geográficamente, con un frente significativamente más amplio que ambas partes deberían mantener, reforzar y fortificar, como políticamente. Un conflicto congelado al sur del Dniéper y en algún lugar de Donbass supondría el mantenimiento de una guerra eterna entre Rusia y Ucrania y también la perpetuidad de las sanciones contra Rusia. Mantener a la Federación Rusa al margen del sistema de pagos internacional, sin participación en los organismos de seguridad europeos y con la comunicación entre Moscú y Berlín paralizada sería el escenario ideal para un Washington que siempre ha buscado la ruptura de cualquier relación mínimamente normalizada entre las capitales rusa y alemana.

Con las partes preparándose para la reanudación de las hostilidades a gran escala, este escenario de conflicto congelado, que ya ha sido rechazado como posibilidad por el Gobierno ucraniano, que exige más armas a cambio de promesas de vencer decisivamente al enemigo común ruso, solo serían posibles a medio plazo. El fracaso del acuerdo de Estambul hace más de un año dejó claro que las posibilidades de acuerdo entre las partes eran limitadas y que una resolución a la guerra tendría que pasar por la derrota militar de una de las partes o el insoportable desgaste de ambas. Ninguna de las dos situaciones se ha dado de momento, pero es esa última para la que parece estar preparándose el principal financiador de esta guerra. Sin embargo, será el rendimiento militar y el aguante económico de las partes en la campaña de verano el que determine cuál será el escenario más probable a largo plazo.

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