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Los objetivos de la guerra

Es habitual que el resultado de las grandes batallas, el devenir de las negociaciones de paz y pérdidas o ganancias territoriales sean la base para analizar los efectos que un conflicto militar ha tenido sobre un territorio y para debatir, en casos en los que la ausencia de capitulación de uno de los contendientes deje lugar a la ambigüedad, quién ha ganado la guerra. Prácticamente desde el inicio de la intervención militar rusa se ha debatido, o incluso sentenciado, cuál de las partes en conflicto podrá imponer su voluntad sobre la otra. En otras palabras, quién está ganando la guerra y quién la está perdiendo. La guerra no es solo lo que ocurre en el terreno militar, sino que incluye todo tipo de componentes directa e indirectamente relacionados con la batalla. Ganar la paz es tan importante como ganar la guerra. Un ejemplo claro puede encontrarse en la propia guerra de Ucrania en su fase anterior, limitada a Donbass: Ucrania no fue capaz de derrotar a las Repúblicas Populares de Donetsk y Lugansk, pero sí logró el apoyo necesario, fundamentalmente de Alemania y Estados Unidos, para evitar cumplir con las condiciones de paz negociadas por su entonces presidente y sus aliados europeos en Minsk en el año 2015.

A lo largo de ese proceso, en el que Moscú ni siquiera logró convencer a sus socios de la Unión Europea para que presionaran a Kiev a cumplir los puntos más básicos y perfectamente factibles, como el levantamiento del bloqueo económico o la reanudación de los pagos de pensiones en la zona, Rusia perdió todo el poder blando del que disponía en Ucrania. Incapaz de lograr por la vía diplomática algo tan aparentemente sencillo como el cumplimiento de un tratado que Kiev había firmado y decía defender como única vía de resolución del conflicto, la vía militar pareció para Rusia la única forma de lograr el final de la guerra en Donbass. Más de un año después, la guerra en Donbass no solo no ha terminado, sino que ha empeorado, como lo ha hecho también la seguridad para la población en una parte importante de la zona, incluida la ciudad de Donetsk, cuyos barrios son bombardeados de forma indiscriminada y prácticamente diaria desde la última semana de mayo. La situación sobre el terreno, la acumulación de destrucción en una región que Rusia deberá reconstruir -ya lo está haciendo en lugares como Mariupol- y las bajas que están produciéndose en el lento avance en Donbass dejan claro que, por el momento, Rusia no está consiguiendo los objetivos que se planteó en el inicio de la operación militar especial, uno de cuyos principales puntos era defender a la población de Donbass.

Atendiendo a cuestiones militares y observando el mapa de control del territorio, tampoco puede decirse que Ucrania haya cumplido con sus objetivos. Durante ocho años, Kiev afirmó que continuaría luchando por recuperar todos los territorios perdidos según sus fronteras de 1991: los territorios de la RPD y la RPL, definidos como ocupados por Rusia para desentenderse, entre otras cosas, de las obligaciones de pago de pensiones, y Crimea. Actualmente, las fronteras de facto no solo no han avanzado en beneficio de Ucrania, sino que Rusia controla prácticamente toda la región de Lugansk, ha alcanzado Mariupol en Donetsk y tiene bajo su control partes importantes de Jersón y Zaporozhie, aunque no sus capitales. Aunque Ucrania da por hecho su éxito en la próxima ofensiva para acercarse a Crimea y hacer imposible el control ruso sobre el sur y la costa del mar de Azov, territorialmente, el país ha perdido una parte importante que se suma a las ya perdidas en 2014 y 2015. A ello hay que añadir la enorme destrucción de infraestructuras e industrias clave, la huida masiva de población, la muerte de civiles y el empobrecimiento general de la población y las bajas en su ejército, una cifra que, aunque secreta y tabú para la prensa, ha de ser, a tenor de la intensidad de la batalla, significativamente alta. La guerra está suponiendo una catástrofe para Ucrania, completamente dependiente en estos momentos de sus socios occidentales para suministrar a su ejército, pero también para mantener en pie una parte de la economía y realizar pagos tan básicos como las pensiones y salarios públicos, ambos miserables ya antes del inicio de la intervención militar rusa, pero aún más bajos ahora si se tienen en cuenta los efectos de la inflación.

Pero la guerra es más que el control militar de los territorios y Ucrania ha tratado de utilizar el conflicto en su beneficio desde que comenzara, con la decisión de iniciar una operación antiterrorista para acabar con las protestas de Donbass y las emergentes milicias de autodefensa, en abril de 2014. A lo largo de los casi ocho años transcurridos entre ese momento y la invasión rusa de febrero de 2022, Ucrania utilizó la amenaza externa para justificar todo tipo de medidas políticas, sociales y económicas.

Entre ellas está la legislación de memoria histórica, con la que no solo se prohibió toda exhibición de ideología o simbología comunista soviética -incluida la hoz y el martillo de la bandera de la victoria en la Segunda Guerra Mundial- sino también el Partido Comunista, principal referencia de la izquierda en el país. Esa legislación para institucionalizar el discurso nacionalista como discurso nacional implicó también el enaltecimiento de las figuras que lucharon “por la independencia de Ucrania”, entre ellos los grupos y personas que lo hicieron de la mano de la Alemania de Hitler. Al contrario que en 2010, cuando el Parlamento Europeo consideró inaceptable el título de Héroe de Ucrania que Yuschenko había otorgado a Stepan Bandera, el enaltecimiento de este tipo de figuras ha causado escasa polémica, en ocasiones limitada a las protestas de Israel a causa de la participación de estos grupos en el Holocausto. Por ejemplo, solo Israel ha protestado recientemente ante la intención de homenajear con una calle en su nombre a Volodymyr Kubiovich, estrecho colaborador de Hans Frank en el Gobierno General y Otto Wachter en el gobierno de la Galizia ocupada por la Alemania nazi.

Las políticas de la memoria han ido de la mano de las políticas lingüísticas. La guerra, y especialmente la retórica del enemigo externo y sus aliados internos, ha hecho posible aquello que no lo fue en 2014. La primera ley aprobada por el Parlamento de Ucrania tras el golpe de estado de Maidan buscaba precisamente apartar del ámbito público a la lengua rusa, un objetivo en aquel momento excesivamente ambicioso que no solo provocó las amenazas rusas, entonces suficientes para retirar el proyecto, sino también las protestas internas. La percepción de una clara voluntad de eliminar la lengua rusa, y con ello sus medios de comunicación, cultura y enseñanza, fue una de las causas del rechazo de Donbass al nuevo Gobierno. Los años y el trabajo gradual para eliminar la lengua materna o vehicular de gran parte de la población de amplias zonas del país han probado que esos temores no eran, como se argumentaba en 2014, “propaganda rusa”. La guerra con Rusia ha acelerado el proceso, pero este comenzó mucho antes de que las tropas rusas cruzaran la frontera.

Los cambios que Ucrania ha realizado escudándose en parte en la guerra no se han limitado al aspecto social y político, sino que han sido aún más profundos en el campo económico, donde desde 2014 han contado con el inestimable apoyo de sus socios occidentales, organizaciones financieras internacionales y todo el entramado de organizaciones no gubernamentales de lo que se ha llamado la sociedad civil, en realidad una engrasada y bien financiada maquinaria para hacer avanzar una agenda neoliberal -si no ultraliberal- basada en la privatización, reducción de prestaciones y derechos sociales y limitación de las posesiones de la oligarquía en favor del capital internacional. Este último aspecto, el de la aparente nacionalización de bienes en manos de la oligarquía, aunque no para ser puestos en beneficio del Estado sino para ser subastados al mejor postor internacional, era perceptible ya cuando Ucrania actuó contra Igor Kolomoisky en los primeros años de la guerra en Donbass. Desde entonces, cada paso presentado como desoligarquización ha sido en realidad una forma de utilizar todos los activos públicos e incautados -de forma legal o no, ya que en los últimos años el motivo ideológico ha sido suficiente para incautar bienes a oligarcas prorrusos– para obtener fondos para la guerra y para crear el Estado en el que la Ucrania post-Maidan siempre quiso convertirse.

Procedente del sector privado, sin experiencia en la política pero con un equipo que parecía apelar a la tecnocracia, Volodymyr Zelensky se integró rápidamente en esta idea y ha profundizado en los aspectos neoliberales ya presentes durante la presidencia de Petro Poroshenko. En los últimos años, Ucrania ha trabajado para liquidar las últimas empresas públicas que aún quedaban en manos del Estado e incluso ha tratado de deshacerse, dividiendo la compañía en diferentes partes para dejar en manos del Estado únicamente el control de las infraestructuras, la empresa pública de transporte ferroviario. Esa privatización no fue posible, fundamentalmente porque el estado de infraestructuras y material lo hacía insostenible. La dirección de Ukrzaliznitsya se convirtió en esos años en un feudo liberal de personas procedentes de la sociedad civil en el que disfrutar de sueldos astronómicos en comparación con la media del país, mientras se buscaba la forma de liquidar la empresa pública. Curiosamente, tras años de ser calificada como lastre heredado del Estado soviético, en el último año ha recibido los halagos de la prensa internacional por su papel en el transporte de refugiados y desplazados internos.

Apartada momentáneamente su imagen de tecnócrata liberal en favor de la de presidente de guerra, Zelensky no ha perdido tiempo en su intención de profundizar en las reformas liberales y la privatización de todo tipo de activos y servicios para dejarlos en manos del capital internacional. Antes del inicio de la intervención rusa, se conocía ya que Ucrania planeaba dejar la construcción de la circunvalación de Kiev, con un proyecto ya de partida significativamente más costoso que la obra similar realizada en Minsk, en manos de la empresa Bechtel, un complejo norteamericano con importantes vínculos históricos con el Departamento de Estado y conocida, por ejemplo, por haber tratado de privatizar el agua, incluso la de la lluvia, de Cochabamba en Bolivia.

El inicio de una guerra mucho más amplia y dura que la que se libraba en el país desde 2014 no ha supuesto un cambio de planes. El consenso occidental sobre la postura de Ucrania en esta guerra en el lado correcto de la historia ha supuesto para los gestores de Kiev un constante y generoso flujo de financiación, una parte en transferencias a fondo perdido y donaciones y otra en forma de créditos que Ucrania difícilmente podrá pagar, si es que tiene intención de hacerlo. Ese apoyo político incondicional ha permitido al equipo de Zelensky proponer y aprobar toda una serie de paquetes legislativos que buscan profundizar en dos aspectos económicos fundamentales: la privatización y la reducción de derechos sociales. El estado de excepción que supone la guerra, con la prohibición de actos políticos, y la práctica desaparición de toda oposición existente han hecho posible que se aprueben, por ejemplo, medidas de restricción de derechos laborales, que en la práctica dejan a gran parte de la clase trabajadora a merced de las empresas y empleadores.

Con la certeza de disponer de créditos internacionales, Ucrania no se ha preocupado tampoco por las contrapartidas que esos préstamos implican en forma de ajustes y fuertes recortes sociales. Ya con Poroshenko, pero más aún con Zelensky, Ucrania ha estado siempre dispuesta a cumplir con esas exigencias e ir incluso más allá. La ingenuidad de ciertos medios de comunicación occidentales ha hecho que se produzcan críticas, por ejemplo, a las exigencias de reformas que implican los préstamos de la Unión Europea. Sin necesidad de preocuparse por reorganizarse para favorecer la economía de guerra, que está siendo financiada desde el exterior, el equipo de Zelensky sigue dando pasos para crear el sistema económico ultraliberal que siempre quiso crear. Y para ello, es imprescindible la participación del gran capital extranjero, fundamentalmente del estadounidense. Hace unos meses, Zelensky se reunía con el director ejecutivo de BlackRock, el mayor administrador de activos del mundo, para coordinar la futura reconstrucción de Ucrania y con Goldman Saachs para presentar a Ucrania como una oportunidad de futuro para los inversores. La privatización y venta de los activos del país al extranjero siempre han sido la norma, de ahí que Zelensky luchara para lograr levantar la moratoria que impedía la venta de tierra agrícola a compradores extranjeros. Ahora, con la destrucción como escaparate, Zelensky trabaja para presentar al país como un activo que adquirir a bajo coste para lograr beneficios en el futuro.

Con la tierra, la construcción y los sectores financieros ya en vistas de quedar en manos de corporaciones internacionales seleccionadas y que evidentemente son del agrado de quien más fondos está invirtiendo en garantizar que Ucrania no pierda esta guerra, el equipo de Zelensky busca también aliados occidentales en el sector del gas. Con la falsa esperanza  de ser o tener un potencial de sustituir en el mercado europeo al gas ruso, la empresa nacional ucraniana, Naftogaz, se ha reunido recientemente con representantes de ExxonMobil, Halliburton y Chevron en busca de inversiones internacionales. El papel de estas empresas en países controlados por Estados Unidos avala la actuación que probablemente tendrían en Ucrania. Sin embargo, cualquier efecto secundario es aceptable para lograr el objetivo de disponer de más presencia occidental en el país, tanto en términos militares como económicos, creando así unos intereses comunes que dificultarían que el país sea abandonado a su suerte cuando acabe la guerra y su condición de proxy en una guerra común contra Rusia sea ya un argumento menos convincente a la hora de conseguir donaciones, subvenciones o créditos a bajo interés.

Ese parece ser el objetivo real de la actuación política de Ucrania a lo largo de esta guerra. Garantizada la viabilidad del país con la defensa de Kiev, la supervivencia del Gobierno y las estructuras estatales y el control tanto de sus puertos principales como sus fronteras occidentales, el equipo de Zelensky busca utilizar la guerra para crear una nueva Ucrania: más nacionalista, firmemente separada de Rusia, antirrusa, pero, ante todo, ultraliberal y vendida poco a poco al capital estadounidense. En ese sentido, y al margen de las actuales pérdidas y posibles ganancias territoriales, Ucrania está logrando lo que se propuso. En este escenario, la muerte de miles de civiles y militares, la destrucción de ciudades enteras o incluso la pérdida de ciertas regiones de menor interés -como es el caso de Donbass, cuya industria no es del interés de Kiev, como tampoco lo es su población-, son solo el mal menor, daños colaterales en busca de un objetivo más importante. Ganar la guerra no solo es cumplir los objetivos militares, sino que es fundamentalmente cumplir los objetivos políticos.

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