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Diplomacia, Donbass, DPR, LPR, Minsk, Rusia, Ucrania

Simulación de diplomacia

Prácticamente tan olvidadas como las conversaciones de Minsk, de las que ya todos los participantes a excepción de Rusia reniegan, las negociaciones de paz de las primeras semanas de la intervención rusa en Ucrania han vuelto nuevamente a la actualidad. Esos contactos se iniciaron apenas unos días después de la entrada de Rusia en la guerra, cuando la capital ucraniana se encontraba bajo el asedio de las tropas rusas, que avanzaban de forma sólida tanto en Lugansk, menos fortificado que Donetsk, y el en frente sur hacia la ciudad de Jersón. Las negociaciones debían buscar una solución política a dos cuestiones fundamentales en las que la contradicción entre los dos países era absoluta: la cuestión militar y el aspecto territorial. Desde su comienzo en 2014, la guerra de Ucrania ha contado con un aspecto político interno y otro geopolítico que iba más allá de las consecuencias que para el país y su desarrollo había tenido la victoria de Euromaidan, que derrotó al bloque político “prorruso” -en realidad partidario de mantener lazos a este y oeste- y aceleró el camino hacia la Unión Europea y la OTAN. Los aspectos que Rusia y Ucrania debían negociar en marzo de 2022 bajo la presión de una guerra que se acercaba a la capital ucraniana son la representación de esos dos aspectos.

Rusia buscaba, por una parte, solucionar la cuestión política territorial. En 2014 y con una operación rápida y sencilla que transcurrió sin que Ucrania pudiera ejercer resistencia alguna, Moscú había logrado recuperar Crimea y la guerra de Donbass había dejado a los territorios de la RPD y la RPL, alrededor de un tercio de las antiguas provincias de Donetsk y Lugansk, de facto independientes. Las propuestas negociadoras rusas, según se refleja incluso en las contrapropuestas ucranianas, se dirigían a lograr la acepción oficial de Kiev de la pérdida de Crimea y también de Donbass, territorio que Rusia había reconocido como independiente tras siete años de negativa de Ucrania a implementar los acuerdos de paz de Minsk, firmados hace exactamente ocho años, que le habrían devuelto el control de esas áreas.

Por otra parte, y quizá aún más importante que lograr que Kiev dejara oficialmente marchar a Crimea, Moscú buscaba obligar a Ucrania a renunciar al ingreso en la OTAN, cuestión principal de las exigencias rusas a lo largo de los últimos meses de 2021 y las primeras semanas de 2022. Rusia había tratado de buscar una negociación directa con Estados Unidos y la OTAN para paralizar la expansión de la Alianza hacia sus fronteras en un momento en el que, cada vez con más firmeza, desde el Gobierno ucraniano se apelaba a una mayor presencia de los países miembros tanto en el mar Negro como en la propia Ucrania.

Parece evidente que ambas exigencias, especialmente la cuestión territorial, suponían para Ucrania una forma de capitulación. La pérdida territorial solo habría sido posible en caso de derrota militar o riesgo inminente de ella. Aunque en aquel momento, especialmente en los primeros días, hubiera podido parecer el escenario al que se dirigía la guerra, el tiempo dio la razón a quienes trataron de dilatar el proceso de negociación para lograr más armamento con el que resistir en el frente entonces más crítico, el de Kiev. Algo similar puede decirse de la renuncia a la OTAN, que habría significado un paso atrás en el camino euroatlántico que Petro Poroshenko había incluido incluso en la Constitución.

Ucrania, posiblemente con el apoyo táctico y de inteligencia de Estados Unidos y el Reino Unido, optó entonces por sacrificar a batallones territoriales y unidades menos preparadas para el combate en el avance ruso al sur para concentrar sus unidades de mayor nivel en la defensa de Kiev. Ese éxito no solo dio tiempo a Ucrania sino fundamentalmente a sus socios, que comenzaron a enviar masivamente armamento que ya no era defensivo, sino puramente ofensivo.

Al igual que Minsk, las negociaciones entre Rusia y Ucrania, que culminaron en la cumbre de Estambul y dieron lugar a la ruptura definitiva de las conversaciones de paz, no dieron más resultado que el aumento de la desconfianza entre las partes. El intento de ganar ese preciado tiempo para organizar la defensa, que finalmente logró paralizar los avances rusos en Kiev y en menor medida en el sur y en Donbass, no solo contó con el aspecto militar. El mes pasado, diez meses después de los hechos, Kiril Budanov, jefe de Dirección Principal de Inteligencia del Ministerio de Defensa de Ucrania, afirmó que esa era la tarea que había adjudicado a Denis Kireev, negociador ucraniano en los primeros contactos y asesinado la primera semana de marzo en un choque entre la inteligencia militar y el SBU. Sean o no ciertas las palabras de Budanov, el intento de dilatar las negociaciones no solo fue una táctica evidente de Ucrania en esas semanas, sino que era la continuación más lógica a la actitud que Kiev había mantenido en los formatos de Minsk y Normandía, algo que tanto representantes ucranianos como occidentales admiten ahora abiertamente.

Las recientes declaraciones de Naftali Bennett, que en las primeras semanas de la intervención rusa fue derrotado por Erdoğan en el intento de obtener el lucrativo papel de mediador, apuntan en esa dirección. Según el expresidente israelí, que actuó siempre en coordinación con sus socios, fue Occidente quien impidió un acuerdo. Las palabras, que no han tenido repercusión alguna en la prensa occidental, aunque sí en la rusa, corroborarían la exclusiva publicada hace meses por Ukrainska Pravda, que desveló la intervención de Boris Johnson para sabotear cualquier acuerdo. El hecho de que no se hayan producido desde entonces negociaciones políticas entre los dos países también apoyaría esta versión. Según Bennett, Rusia y Ucrania, que habían redactado hasta 17 borradores del texto, se dirigían a un acuerdo. Sin embargo, el político israelí admite también que no había certeza de un acuerdo incluso al margen de las presiones occidentales.

Aunque las declaraciones de Bennett puedan ser percibidas como la constatación de la posibilidad de acuerdo, hay que recordar que, apenas unos minutos después de que Vladimir Medisnky, líder de la delegación rusa en Estambul, se refiriera a la posibilidad de acuerdo y anunciara la reducción de actividad militar rusa en la región de Kiev -anticipo del anuncio de retirada que llegaría horas después-, Mijailo Podoliak dejó claro en las redes sociales que la viabilidad del acuerdo era inexistente. Mucho antes de la intervención de Boris Johnson y con los mismos argumentos que Ucrania había utilizado hasta entonces, fundamentalmente el rechazo a realizar concesiones territoriales, Kiev cerró toda posibilidad de acuerdo. Para entonces, los mecanismos de suministro masivo de armas estaban en marcha y Ucrania era consciente de que dispondría del apoyo de sus socios a largo plazo.

Al igual que ocurriera durante los años de Minsk, la presión occidental podría haber empujado a Ucrania, no solo a la firma de un acuerdo, sino a su cumplimiento. Pero también en un paralelismo a las negociaciones de 2014-2022, los socios occidentales de Ucrania optaron por evitar el compromiso y arriesgar a Ucrania a una guerra aún más dura. Sin ninguna intención de buscar un compromiso que aceptara la marcha de Crimea y la negociación sobre Donbass, el rechazo a un acuerdo en Estambul condenaba a Ucrania a una guerra cruenta e intensa en la que pudo haberse evitado gran parte de la muerte y la destrucción producidos desde entonces. El rechazo al compromiso, tanto en el aspecto territorial como en el geopolítico -Crimea es importante para ambos-, hacía inviable cualquier acuerdo, incluso a pesar de la amenaza militar sobre Kiev, consciente ya del apoyo de los países occidentales para evitar la derrota militar. En esa estrategia de dilatar las negociaciones para finalmente rechazar todo compromiso, Occidente y Ucrania siempre fueron de la mano.

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