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Víctimas de segunda en una guerra de ocho años

Como es costumbre, el mes de diciembre ha venido acompañado de numerosos actos en los que las personalidades más destacadas del año son resaltadas por su contribución a los distintos acontecimientos. Son habituales también las listas de personalidades del año. En un 2022 marcado por la guerra entre Rusia y Ucrania y por la gran implicación de los países occidentales, era previsible que el título de hombre del año de medios como Time recayera en Volodymyr Zelensky, el presidente que llegó al poder con la promesa del compromiso por una paz que no buscó ni antes de 2022 ni desde el 24 de febrero. Esta semana se ha celebrado también la entrega del premio Sajarov del Parlamento Europeo, que ha homenajeado al pueblo ucraniano por su resiliencia ante la agresión exterior, un anuncio acompañado de la promesa de más financiación -en realidad más deuda que Ucrania no podrá pagar- y un mayor compromiso para ayudar a la población a superar un invierno que se presenta catastrófico.

Una característica común a todos esos actos es el afán por resaltar dos ideas: la resistencia del pueblo ucraniano y la unidad del país. A ello hay que sumar el enaltecimiento de la voluntad de luchar mostrada por el ejército, algo de lo que nadie debería haber dudado, ya que, rearmado y probado durante ocho años de guerra de trincheras y acompañado por casi una década de trabajo ideológico de odio a todo lo ruso, incluido ahí el pueblo de Donbass, era evidente que, para las tropas, la lucha sería hasta el final. También es común a todos estos actos y alabanzas diarias que recibe Ucrania, aún más habituales que los anuncios de más entregas de armamento y financiación, que esa idea de fortaleza y de unidad ignore la situación de los últimos casi nueve años. Las cifras de víctimas dadas por Ucrania y repetidas en masa por toda la prensa occidental, comienzan el 24 de febrero y se limitan a la población y a las tropas que luchan del lado al que defiende Occidente. Quedan así borrados de toda realidad, no solo las más de 14.000 personas que murieron en los ocho primeros años de la guerra en Ucrania, sino toda la población civil que ha muerto, ha resultado herida y que ha sufrido y sufre las penurias de la guerra al otro lado del frente.

La idea de agresión rusa que Kiev consiguió instalar en la prensa mundial a lo largo de los ocho años de guerra en Donbass ha resultado extremadamente útil tanto para las autoridades como para los medios a la hora de presentar a Ucrania como una víctima inocente que lucha por la democracia contra la tiranía de “la guerra de Putin”. El inicio de la intervención militar rusa supuso una inmediata ola de solidaridad y compasión con la población ucraniana, un apoyo que esa población nunca mostró a quienes, al otro lado del frente, sufrían y siguen sufriendo su mismo destino. La población de Donbass no eligió la guerra en 2014 de la misma manera que la población de Ucrania no lo ha hecho en 2022.

El rechazo a un Gobierno que había llegado al poder por un método irregular y que había derrocado al presidente democráticamente elegido supuso en Donetsk y Lugansk la repetición de un escenario que se había vivido en Maidan y que Ucrania define como la revolución de la dignidad. Pero la ocupación de edificios administrativos no recibió en Donetsk y Lugansk el apoyo occidental sino que la protesta fue demonizada desde sus inicios, mucho antes de que el grupo armado llegado de Rusia capturara, con Strelkov al frente, la comisaría de Slavyansk. En el momento en el que la situación requería de diplomacia, el Gobierno de Turchinov-Yatseniuk respondió con un diálogo que únicamente incluía a grupos y personalidades pro-Maidan e inventando una operación antiterrorista para justificar el uso del ejército dentro del territorio nacional, trató de usar la fuerza militar para resolver un problema político. Una situación que se repitió sistemáticamente a lo largo de los siete años del proceso de Minsk, ese que ahora incluso quienes más lo defendieron admiten que fue una herramienta con la que Ucrania logró ganar tiempo para rearmarse.

En todo ese tiempo, en el que Kiev mantuvo artificialmente una guerra de trincheras de baja intensidad con el objetivo de mantener la tensión y buscar concesiones rusas pero sin aumentar excesivamente la violencia para no causar una intervención rusa, la población de Donbass ha sido la gran ignorada. Ucrania no solo se negó a conceder amnistía a quienes hubieran participado en la guerra, sino que buscó y sigue buscando castigar a quienes han luchado en este tiempo en el frente. No eran soldados rusos quienes durante ocho inviernos sufrieron el frío de la estepa en las trincheras sino jóvenes y no tan jóvenes locales que, en muchos casos, no vieron más salida profesional que arriesgar sus vidas. Ucrania, Francia y Alemania, que se comprometieron a reanudar el sistema bancario en Donbass, nunca cumplieron su palabra y el estado de guerra ha supuesto para la que era una de las regiones más importantes de Ucrania, una deteriorada situación económica en la que el ejército era una de las escasas vías relativamente seguras de garantizar un salario a fin de mes. A las carencias que implica necesariamente el estado de guerra hay que sumar la destrucción física y la falta de agua, luz o comunicaciones, que ha sido un factor común en las zonas del frente desde 2014.

Desde el pasado febrero, y especialmente desde finales de mayo, cuando Ucrania no vio ya peligro alguno en atacar el centro de Donetsk -ya que no iba a provocar una reacción rusa especialmente dura-, es la población de la ciudad más importante de Donbass la que sufre todas esas carencias. La situación del suministro de agua, controlado por Ucrania al norte de la región, es especialmente grave y se ha podido ver a personas recogiendo agua directamente del río Kalmius. Desde el verano, la zona urbana de Donetsk -cuya población supera el millón- vive con un suministro de agua de apenas unas horas, tres veces a la semana, con horarios que no siempre pueden cumplirse. La falta de agua implica también ausencia de calefacción. Todo ello sin que su resiliencia, que dura más de ocho años, no diez meses, sea resaltada en los grandes foros internacionales ni se muestre la solidaridad con un pueblo que parece no existir. Esa unidad del pueblo que tanto se repite hoy en día se limita únicamente al que se encuentra en el lado correcto del frente a pesar de que la situación de la población civil no solo es similar, sino que en ocasiones es aún más grave.

Es el caso de la seguridad, que en ciudades como Donetsk, hasta hace unos meses una ciudad relativamente protegida y en cuyo centro no hay instalaciones militares, no está garantizada a ninguna hora y en ningún lugar. Utilizando cohetes Grad, notoriamente indiscriminados, Ucrania ha demostrado en la última semana que no hay momento en el que la población puede salir a la calle a realizar sus tareas del día a día o a acudir al trabajo sin sentirse en peligro. Ucrania ha atacado a la hora de comer, a la hora de regresar del trabajo o, como ayer, a primera hora de la mañana.

Como recogían incluso los medios occidentales, habituados a ignorar los bombardeos en el lado incorrecto del frente, “los prorrusos” o “los gobiernos títere de Rusia” denunciaron ayer el peor bombardeo del centro de Donetsk desde 2014. A lo largo de los últimos siete años, Ucrania ha golpeado, en ocasiones sin piedad, zonas de las afueras de la ciudad y ha destruido localidades cercanas como Spartak, pero el centro de la principal ciudad de Donbass había quedado relativamente intacto. La lista de calles atacadas ayer por los 40 cohetes Grad ucranianos -Artyom, Universitetskaya o el embarcadero- dejan claro, para cualquier conocedor de la ciudad, que se trataba de barrios residenciales y de oficinas. La universidad, una sala de calderas o simples edificios de pisos sufrieron daños en un ataque que mató a al menos una persona e hirió a una decena.

Sin embargo, el objetivo de estos bombardeos indiscriminados y prácticamente diarios desde el 29 de mayo no es solo matar y destruir sino sobe todo intimidar. Cada residente de Donetsk es consciente ya de que no hay lugar ni momento del día en el que pueda sentirse completamente seguro. Y disparando cohetes Grad, contra los que la defensa aérea rusa no puede permitirse luchar a diario, Ucrania busca también minar la confianza de la población en la capacidad rusa de defenderla. Después de más de seis meses de bombardeos indiscriminados y un constante goteo de bajas entre la población civil, queda claro que la única defensa posible para la población de Donetsk es alejar al máximo a las Fuerzas Armadas de Ucrania de los límites de la ciudad. Sin embargo, incluso entonces, Ucrania dispondrá de la artillería de largo alcance y misiles más precisos con los que continuar atacando.

En su artículo de esta semana en The Washington Post, Max Boot, profesional de buscar más guerra y más enfrentamiento con Rusia, pedía que le fuera entregado a Ucrania todo el armamento necesario para que pudiera atacar cada metro de tierra ucraniana ocupada por Rusia. Quizá los columnistas occidentales buscan que Ucrania pueda hacer en todo el sur, en todo Donbass y en toda Crimea, lo que Kiev lleva más de seis meses haciendo en Donetsk. Es improbable que, incluso en ese caso, la población del lado incorrecto del frente recibiera compasión alguna de quienes muestran su solidaridad con el pueblo ucraniano enviando más armas para matar y exigiendo que solo pueda haber una negociación de paz según los términos ucranianos, es decir, tras la rendición de Rusia y de esa población que lleva ocho años resistiendo a la agresión militar, económica, política y diplomática ucraniana, que comenzó siete años antes de que las tropas rusas cruzaran la frontera en dirección a Kiev.

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