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Crimea, Donbass, Donetsk, DPR, Ejército Ucraniano, Jerson, LPR, Rusia, Ucrania, Zaporozhie

Consecuencias políticas

En uno de los muchos discursos que pronunció la semana en la que Rusia reconoció la independencia de las Repúblicas Populares de Donbass y comenzó la invasión militar rusa en Ucrania, Vladimir Putin se dirigió directamente a los militares ucranianos, a los que, de forma escasamente velada, sugirió que tomaran el control del país. “Será más fácil llegar a un acuerdo con ustedes”, afirmó de forma mucho más nerviosa que de costumbre. En esa idea puede encontrarse una de las bases de la lógica de la intervención militar rusa iniciada el 24 de febrero. Rusia no escondió en ningún momento el objetivo principal de recuperar, ya fuera para sí misma o para las Repúblicas Populares, las zonas de la RPD y la RPL bajo control ucraniano, pero añadía toda una serie de objetivos: desmilitarización, desnazificación o protección de los derechos de las población rusa en Ucrania.

La posibilidad de cumplir por vías exclusivamente militares el primero de los objetivos es cuestionable, pero imposible en los demás. Ambos, sea cual sea su definición, requieren de una negociación política entre los dos países en busca de ese acuerdo al que posiblemente se refiriera entonces Vladimir Putin. La voluntad de negociación se mostró en las primeras semanas de la guerra, cuando, desde una posición de fuerza frente a una Ucrania debilitada de la que la población huía del país en un éxodo de varios millones y las tropas no podían contener los avances rusos en amplias zonas del país. Rusia parecía buscar así la firma de un acuerdo político en sus propios términos.

Semanas después, ya estancado el frente de Kiev en una guerra de trincheras que causó enorme destrucción y gran cantidad de bajas entre la población civil y las tropas en conflicto, las conversaciones de Estambul produjeron un principio de acuerdo. Así lo creyó al menos Vladimir Medinsky, encargado de liderar la delegación rusa mientras duró el proceso de negociación. Mucho se ha hablado en estos meses de la intervención de Boris Johnson -Vladimir Putin lo ha utilizado recientemente como argumento del negativo papel de Occidente en el conflicto- para evitar que se firmara un acuerdo en los términos preacordados. Sin embargo, ni siquiera en ese momento, cuando aún no se había producido la retirada rusa de Kiev, Rusia iba a ser capaz de obligar a Ucrania a renunciar a parte de sus territorios. Como ocurriera con los acuerdos de Minsk, los representantes ucranianos comenzaron a reescribir los términos del entendimiento apenas unos minutos después del optimista anuncio de Medinsky de un posible acuerdo incipiente.

Más allá de las posibilidades de éxito -que en realidad eran nulas y Ucrania únicamente podría ser obligada a renunciar oficialmente a su integridad territorial según las fronteras de 1991 tras ser militarmente derrotada-, los términos del acuerdo refuerzan la hipótesis de que Rusia buscaba, desde las primeras semanas, un acuerdo político que no implicaba la ocupación de Ucrania. Con ese acuerdo, Rusia aceptaba su retirada de los territorios ucranianos capturados desde el 24 de febrero a cambio de la desmilitarización de Ucrania según unas garantías internacionales y ciertas concesiones menores (como la garantía de no bloquear el suministro de agua a Crimea) y, ante todo, la renuncia a Crimea y Donbass.

Moscú aceptaba así abandonar las zonas del fértil sur de Ucrania en Zaporozhie y Jerson, donde la situación militar era mucho más cómoda que ahora mismo, con las tropas ucranianas tratando de derribar los puentes sobre el Dniéper que permiten el suministro. El compromiso podría haber permitido a Kiev negociar incluso las fronteras de la RPD y la RPL según el control efectivo de territorio en ese momento, que para Ucrania incluía, por ejemplo, Mariupol. El rechazo ucraniano a la posibilidad de acuerdo implicó necesariamente un cambio cualitativo en la naturaleza de la guerra, que ya no podría limitarse a una intervención limitada en el tiempo en busca del cumplimento de los objetivos iniciales. En esa situación, embarcada ya en una costosa guerra de trincheras que ha hecho necesario movilizar recursos y finalmente llamar a filas a miles de reservistas, Rusia elevó la apuesta con una amenaza explícita: a falta de voluntad de acuerdo, Ucrania se arriesgaba a perder más territorios.

En este tiempo, en el que Moscú ha intentado convencer a la población de que su presencia no era temporal, Ucrania ha abogado siempre por rearmarse y reforzarse para recuperar por la vía militar aquello que pudo recuperar por la vía diplomática. En el último mes, los éxitos en el frente de Járkov, donde los refuerzos de las tropas rusas no pudieron más que cubrir la retirada, y la certeza de contar con financiación y suministro militar continuo de sus socios occidentales han elevado la confianza de Ucrania, que ya no se limita a su aspiración de volver a las fronteras del 24 sino que busca recuperar las de abril de 2014 -de forma algo ingenua considerando que, de la misma forma que las tropas ucranianas no se rindieron ante la intervención rusa, la población y las tropas de la RPD y la RPL tampoco lo harían- o incluso las de 1991.

En este contexto, Vladimir Putin oficializará en su discurso de hoy la adhesión de la RPD y la RPL y de parte de las regiones de Jerson y Zaporozhie. Pero al contrario que en 2014, cuando Rusia no se vio en la necesidad de defender militarmente esas nuevas fronteras, la situación actual no solo implica la dificultad de llegar a las fronteras a las que aspira -especialmente en el caso de la RPD- sino incluso de defender los territorios ahora bajo su control. La situación es especialmente grave para la RPD y la RPL en el frente norte, donde Ucrania hace un último esfuerzo para sitiar y capturar Krasny Liman tras dos semanas de lucha, con lo que consolidará sus ganancias territoriales territoriales en Járkov con un avance que pone en peligro, por ejemplo, Lisichansk.

El 24 de febrero, con la entrada de tropas rusas en Ucrania, supuso una escalada militar y también geopolítica a una guerra que había comenzado ocho años antes y que ni Kiev ni sus socios occidentales consideraron una prioridad detener por la vía diplomática. Siete meses después, los acontecimientos que van a producirse en estos días suponen un cambio cualitativo que marca el inicio de otra fase de este conflicto. Frente a una Ucrania que continuará atacando en diferentes frentes con el objetivo de recuperar territorio y de crear una imagen de debilidad rusa, Moscú no tendrá ya la posibilidad de renunciar a aquellos territorios que ahora reconoce como propios sin arriesgar la estabilidad interna del país. Esta semana, Rusia ha confirmado que la intervención militar proseguirá hasta la recuperación de la integridad de la RPD según las fronteras del antiguo oblast de Donetsk. Con ello, Moscú renuncia implícitamente a posteriores avances hacia sueños irrealizables -aunque el nacionalismo ruso soñara con Odessa, la perla del mar Negro nunca estuvo cerca-, pero se compromete públicamente a mantener sus actuales posiciones. Para hacerlo tendrá que enfrentarse a un ejército organizado, tácticamente competente y que cuenta con una enorme ayuda exterior en forma de financiación, suministro de armamento y munición y constante flujo de datos de inteligencia.

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