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La contraofensiva ucraniana y la naturaleza de la guerra terrestre

El largo episodio de la disputa político-militar entre Volodymyr Zelensky y Valery Zaluzhny, durante meses considerados por la prensa occidental los dos héroes que habían hecho posible la supervivencia de Ucrania, culminó la semana pasada con el nombramiento de Olexander Syrsky como nuevo comandante en jefe de las Fuerzas Armadas. Pese a los muchos cambios que están produciéndose estos días en los altos mandos militares, y que Zelensky ha tratado de justificar con un escasamente convincente discurso de la necesidad de un reseteo, ha sido el despido de Zaluzhny el que ha acarreado más comentarios y especulación. Aunque las diferencias tácticas entre ambos líderes eran notorias y tan públicas que dejaron de ser propaganda rusa para ser la comidilla de la prensa occidental, el cese está también muy marcado por el resultado obtenido por Ucrania en su principal apuesta para 2023: la ofensiva de Zaporozhie, que debía recuperar una zona lo suficientemente significativa como para poner a Rusia entre la espada y la pared.

La necesidad de justificar que perdure la actual estrategia de buscar la derrota militar de Rusia en Ucrania, que implica una nueva movilización de recursos, ha hecho que el análisis sobre los motivos y las implicaciones del fracaso de la contraofensiva de Zaporozhie haya sido, cuando menos, superficial. Durante meses, Ucrania ha mantenido el discurso de victoria, según el cual todo marchaba según el plan, aunque quizá con cierto retraso. Tuvo que llegar el artículo de Valery Zaluzhny en The Economist para que una autoridad de Kiev definiera la realidad como “punto muerto”, un bloqueo que era evidente varios meses antes de que el entonces comandante en jefe se ganara el reproche de las autoridades políticas y comenzara públicamente el camino hacia su destitución. Pero incluso ese texto, que aceptaba el fracaso, pero prefería centrarse en cuestiones de futuro, trataba solo mínimamente los motivos de la falta de resultados.

Poco ha cambiado desde entonces y quienes durante meses protegieron el discurso ucraniano repitiendo sus esperanzas de victoria y promesas de futuro se centran ahora en el qué hacer para evitar que la repetición de una ofensiva similar, que sigue siendo la intención de Zelensky, obtenga los mismos resultados. Un notable ejemplo en esa tendencia es un artículo publicado por Foreign Policy en el que Stephen Biddle, experto en relaciones internacionales y políticas de defensa, desgrana las excusas planteadas por Ucrania y sus socios para justificar no haber cumplido con las expectativas de la operación terrestre y las implicaciones futuras de las circunstancias que han dado lugar a ese fracaso.

“Algunos culpan a Estados Unidos del fracaso de la ofensiva ucraniana. No todas las peticiones de Kiev fueron atendidas. Por ejemplo, si Estados Unidos hubiera proporcionado cazas F-16, los misiles de largo alcance conocidos como ATACMS, o hubiese entregado los tanques Abrams antes y en mayor cantidad, argumentan, Ucrania podría haberse abierto paso”, escribe resumiendo los argumentos más repetidos por quienes achacan el resultado a la falta de parte del material necesario para la operación. “Más y mejor equipamiento siempre ayuda, así que seguramente la ofensiva habría progresado más con armas más avanzadas”, responde, para matizar que “sin embargo, la tecnología rara vez es decisiva en la guerra terrestre y ninguna de estas armas podría haber transformado la ofensiva de 2023”.

El punto de partida del análisis de las circunstancias que han hecho imposible para Ucrania derrotar a Rusia en el sur de Ucrania es la dificultad que supone una ruptura profunda en una guerra terrestre convencional. A lo largo del artículo, Biddle menciona tanto éxitos (la rápida victoria de la Alemania nazi contra Francia en la primera fase de la Segunda Guerra Mundial o su avance prácticamente hasta Moscú en la Operación Barbarroja, la Guerra de los Seis Días en 1967 o la derrota iraquí ante las fuerzas de Estados Unidos en 1991) como fracasos (intentos en ambas direcciones en la guerra Irán-Irak) para estudiar las condiciones en las que es posible causar una ruptura que haga definitiva una batalla. “Las irrupciones ofensivas ocurren. Pero normalmente requieren la combinación de habilidad ofensiva y un entorno favorable creado por un despliegue defensivo [oponente] poco profundo y avanzado, defensores desmotivados o sin apoyo logístico o ambas”.

Analizando las posibilidades de supervivencia de los F-16 en el entorno ucraniano, las características de los ATACMS o la teórica superioridad de los Abrams o Leopard en comparación con los tanques de la época soviética (Biddle no entra a valorar los tanques rusos modernos, ya que Ucrania no cuenta con ninguno de ellos en su arsenal y la comparación se refiere únicamente a las mejoras que Occidente podría proporcionar a Ucrania, no de contrastar la valía de las actuales armas rusas con sus equivalentes occidentales), la conclusión está clara. A pesar de la superioridad que les otorga en comparación con otras con las que cuentan las Fuerzas Armadas de Ucrania, esas armas supondrían un activo que posiblemente se tradujera en la mejora de resultados, pero no cambiarían el curso de la guerra. Es el caso de los cazas F-16 que tendrían que enfrentarse a las potentes defensas rusas y que, pese a poder realizar con mejor solvencia que los más antiguos SU-29 de los que dispone Ucrania, de ninguna manera le darían superioridad aérea. Hay que recordar que Volodymyr Zelensky ha llegado a afirmar que “con F-16, Rusia no tendría nada que hacer”. El segundo caso, el de los ATACMS, es analizado teniendo en cuenta la experiencia de los HIMARS, que inicialmente causaron duras pérdidas a Rusia aunque, con el tiempo y la experiencia, aprendió a contrarrestarlos. La curva de aprendizaje de la guerra existe a ambos lados del frente y ayuda a las defensas a buscar las formas de evitar daños, limitando así el poder de la tecnología. Finalmente, el caso de los tanques es el más evidente, ya que puede simplemente describirse la experiencia de la ofensiva de Zaporozhie, en la que debían ser los grandes protagonistas. Sin embargo, tanto en Ucrania como en Israel ha quedado en evidencia que ningún tanque, ni siquiera aquel que se presenta como el más blindado, es inexpugnable. “Como cualquier otro tanque, los Leopard 2 y los Abrams dependen de una estrecha coordinación a escala de armas combinadas con infantería, artillería e ingenieros para sobrevivir en el campo de batalla y requieren un extenso apoyo de infraestructura para sostenerse en combate. Ucrania ha demostrado no ser capaz de suministrarlo en 2023”, sentencia Biddle.

Al margen de los recursos materiales, otra de las justificaciones habituales es la de la escasez de instrucción, ya que el entrenamiento de las tropas ucranianas en los países occidentales se limitó a unas 5 semanas, lo que contrasta con el ejemplo dado en el artículo: las 22 semanas de preparación que recibieron, por ejemplo, los soldados británicos en la Segunda Guerra Mundial. A esa instrucción escasa hay que sumar otra queja, en este caso estadounidense, sobre la elección de la táctica: en lugar de centrar sus esfuerzos en una sola zona, Ucrania dividió sus fuerzas en un intento de avanzar en varias direcciones. Aunque Biddle prefiere no entrar en esa cuestión -en la que tuvo mucha importancia Olexander Syrsky, que se propuso recuperar la recientemente perdida Artyomovsk-, esta elección se debe a un exceso de confianza y a la mala información de inteligencia. Ucrania, al igual que sus socios, subestimó las capacidades rusas y quiso creer que Moscú no había sacado las conclusiones adecuadas de sus derrotas en Kiev o Járkov y que no sería capaz de preparar una defensa profunda e incorporar en su doctrina el uso de nuevas herramientas como los drones.

La conclusión a la que llega Biddle es que, pese a que todos los factores mencionados pudieron tener cierta influencia, el motivo del pírrico resultado de la ofensiva terrestre se debió fundamentalmente a las circunstancias  y a la propia naturaleza de la guerra terrestre. En referencia al entonces comandante en jefe Zaluzhny, Biddle afirma que “ha caracterizado la guerra como en punto muerto, pero cree que la nueva tecnología puede hacer posible una irrupción ucraniana. Está en lo cierto en lo primero, pero probablemente no en lo segundo. Las armas que ganan guerras son algo excepcional en la guerra terrestre”. Las armas milagrosas, como se han presentado en el pasado los Javelin, Bayraktar, HIMARS, Leopard o ahora F-16 y ATACMS, no existen y los momentos en los que se logra el objetivo de romper las defensas oponentes se deben a un cúmulo de circunstancias favorables.

“Las ofensivas ucranianas de Kiev y Járkov en 2022 irrumpieron a través de unas defensas rusas poco profundas y extralimitadas y la ofensiva ucraniana de Jersón en 2022 saturó a una defensa rusa que era insostenible en términos logísticos al encontrarse aislada en la parte occidental del río Dniéper”, explica Biddle, que compara esas condiciones con las que Ucrania se encontró en 2023. Rusia comprendió entonces la debilidad en la que se encontraba, realizó una movilización parcial de la que se burlaron tanto Ucrania como sus aliados, trabajó junto a sus aliados iraníes para la incorporación de drones a su doctrina y creó una línea de defensa que Washington esperaba que no soportara las primeras 24 horas de asalto. Según Biddle, para el verano de 2023, cuando Ucrania lazó su esperaba ofensiva, “Los rusos habían adaptado y desplegado una defensa más ortodoxa en profundidad sin las vulnerabilidades geográficas que le habían minado en Jersón. Esas defensas mejor diseñadas fueron guarecidas por tropas que lucharon. La pobre actuación de Rusia y débil motivación de combate en 2022 llevó a muchos a esperar incompetencia, cobardía o ambas en 2023, pero los rusos habían aprendido lo suficiente de sus errores para presentarse como un blanco mucho más duro”, explica el artículo.

Aunque no incide en profundidad en ello, Biddle menciona el ejemplo estadounidense, un país que prima “la calidad sobre la cantidad” y que cuenta con una cifra limitada de soldados muy bien entrenados y que desde 1980 hasta la actualidad ha producido alrededor de 10.000 tanques, un material de calidad, pero que contrasta con el desgaste que supone una guerra terrestre como la de Ucrania, en la que Biddle estima que se han perdido en total unos 2900 en menos de dos años. Pese a las burlas que causó en Washington y las capitales europeas la actuación del ejército ruso en los primeros meses de guerra, el mensaje implícito de esta conclusión es que el ejército estadounidense no está en su formación actual en condiciones de luchar una guerra como la de Ucrania, algo que se puede hacer extensible también a los ejércitos europeos, menos numerosos y con menos capacidad de producción industrial.

Los avances terrestres con ofensivas en profundidad existen, recuerda Biddle, que añade que, en caso de encontrarse con las circunstancias favorables que la hacen posible, son precisos “entrenamiento, equipamiento y preparación de los oficiales”. Sin embargo, en caso de condiciones menos favorables, la defensa tiende a primar sobre el ataque. En esta ocasión, las condiciones favorables que Rusia había creado a partir del aprendizaje de los errores pasados hacían imposible para Ucrania cumplir con sus expectativas. Esas condiciones de la guerra terrestre no han cambiado, Rusia sigue reforzándose y mejorando sus posiciones en varias zonas del frente y, al margen de que su potencial ofensivo sigue siendo cuestionable, intenta agotar a las defensas ucranianas. De ahí que, pese a la voluntad de Zelensky o Ermak de presentar una nueva ofensiva como la solución a todos los problemas, la realidad indica que, si las condiciones no han cambiado, es improbable que lo haga el resultado.

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