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Cueste lo que cueste

“Ucrania está luchando por nuestros valores y por todos los países libres, así que tenemos que apoyar a Ucrania ante todo y, por supuesto, simultáneamente tenemos que reforzar nuestra propia defensa”, ha afirmado en un acto electoral Úrsula von der Leyen, unas de las principales voces de la idea de apoyar militarmente a Kiev hasta la victoria final, por muy improbable que esta sea y aunque haya de producirse a costa de la creciente destrucción del país que dice defender. Como en Estados Unidos, la guerra en Ucrania va a ser uno de los principales temas de política exterior en el proceso electoral de la Unión Europea, cuyo establishment ha calificado el conflicto de existencial, obligándose así a permanecer en él a largo plazo. De la misma forma, al otro lado del Atlántico, la administración Biden sigue buscando la forma de garantizar que el apoyo a Kiev no se desvanezca en caso de cambio político en la Casa Blanca.

El momento es confuso y complejo, con Estados Unidos más centrado en la cuestión de Oriente Medio y tratando de desactivar la petición de detención de Benjamin Netanyahu y Yoav Gallant, primer ministro y ministro de Defensa de su aliado israelí. Sin embargo, el mayor interés que Antony Blinken ha puesto en la política hacia Israel y Palestina no ha eclipsado la importancia de Ucrania, como muestra su reciente visita a Kiev. Aun así, ha causado preocupación en Ucrania la situación en torno a la cumbre de paz que Zelensky ha tratado de impulsar junto con Suiza, tradicional potencia neutral, que ha querido dar legitimidad a una fórmula de paz que, en realidad, simplemente busca una coalición internacional lo suficientemente fuerte como para exigir a Rusia la rendición completa. A las ausencias sonadas o el bajo perfil de la representación de los países del Sur Global, a los que el presidente ucraniano lleva dos años tratando de atraer a su bando, hay que sumar la aparente rebaja en los temas que se tratarán en la cumbre. Aunque restan aún algo más de dos semanas para su celebración, parecen haberse caído de la agenda principal cuestiones tan importantes para el Gobierno ucraniano como la exigencia de retirada rusa en favor de temas más pragmáticos como la seguridad alimentaria y nuclear, el retorno de los niños actualmente en Rusia y un intercambio de prisioneros según la fórmula “todos por todos”. Pese a tratarse de tres cuestiones relevantes, ninguna de ellas es existencial para la guerra ni va a cambiar las dinámicas políticas o militares, motivo por el que algunos medios han querido ver en ello el final de las exigencias maximalistas y una potencial apertura a una postura menos radicalmente opuesta a la diplomacia.

Planteadas desde los postulados más pesimistas para Ucrania, esas especulaciones no se corresponden con la actuación reciente de los representantes occidentales, que siguen aprovechando cada ocasión para mostrar su apoyo a la solución militar y no se cansan de proclamar la necesidad de aumentar la asistencia a Ucrania. Ese apoyo militar se centra actualmente en dos aspectos principales: la defensa aérea y la posibilidad de permitir a Kiev utilizar el armamento occidental en territorio ruso más allá de Crimea. En ambos casos, no se trata de desescalada en busca de una apertura a la diplomacia, sino de una aún mayor implicación de los países occidentales en el conflicto bélico.

La cuestión de la defensa aérea se divide, a su vez, en dos aspectos. Por una parte, ante las plegarias de Ucrania, Alemania lidera la búsqueda de países dispuestos a sacrificar sus defensas para entregárselas a Ucrania. Un artículo publicado esta semana por Político proclama el fracaso de la iniciativa. Berlín, que se ha comprometido a enviar 3 de los 11 sistemas Patriot de los que dispone, no ha encontrado en otros países la voluntad de colaborar en el refuerzo de la defensa aérea de Ucrania. El medio estadounidense menciona dos motivos claros: el elevado precio del material que Kiev y Berlín exigen de sus socios y la necesidad de no descubrir sus propias defensas con el envío de material a Ucrania. De ahí que países como España, a la que Estados Unidos exigía el envío de uno de sus tres sistemas Patriot, se hayan limitado al envío de misiles para los sistemas que Kiev ya dispone, una entrega que es, en sí, millonaria. Tras España y Grecia, también Polonia parece haber rechazado la oferta de enviar sus sistemas de defensa aérea a Ucrania y Estados Unidos presiona ahora a Rumanía en busca de asistencia. En los dos últimos casos, ambos países miembros de la OTAN fronterizos con Ucrania, la exigencia de Estados Unidos de entregar defensas aéreas a Kiev es una forma implícita de negar que exista peligro de ataques rusos contra ese territorio, opción de la que han advertido los sectores más exaltados del establishment atlantista.

La búsqueda de sistemas de defensa aérea en los países aliados no es la única iniciativa en curso para mejorar la capacidad ucraniana de derribar drones, misiles y aeronaves rusas. Desde hace un tiempo, Ucrania busca que sus aliados de la OTAN sean quienes intervengan para derribarlos. La propuesta no es nueva y simplemente recupera el lamento de “cerrar los cielos” que Zelensky planteó durante varias semanas en los primeros momentos de la invasión rusa. La idea ha regresado a la actualidad especialmente después de la participación de Estados Unidos, Reino Unido y Francia en el derribo de drones y misiles iraníes durante el ataque con el que Teherán respondía al bombardeo israelí de su consulado en Damasco. Kiev vuelve a argumentar ahora que se trataría de una actuación defensiva realizada desde sus propios territorios y que contaría con el visto bueno de Ucrania, dispuesta a firmar los documentos necesarios para descargar de responsabilidades a los países participantes en caso de causar muertes civiles.

Según el diario Bild, Alemania se ha mostrado contraria a esta posibilidad. El argumento del canciller Scholz es, a juzgar por los datos aportados por la prensa, el mismo por el que ha rechazado enviar a Ucrania los misiles Taurus que Kiev lleva dos años exigiendo. La participación de los países de la OTAN directamente en la batalla haría de ellos participantes directos en la guerra, una escalada notable con consecuencias potencialmente catastróficas ante el peligro de enfrentamiento directo. Poco a poco, los países occidentales han ido cruzando las líneas rojas marcadas en los inicios del conflicto en un intento de elevar progresivamente la presión contra Rusia y son ya escasos los países que ven en ello un riesgo militar que hay que evitar a toda costa.

Ese intento de evitar una escalada incontrolable ha sido, hasta ahora, el motivo por el que países como Estados Unidos han sido reticentes a enviar cierto material, fundamentalmente misiles de largo alcance, y han marcado límites claros en el momento en el que finalmente lo han hecho. Internacionalmente reconocido como territorio ucraniano, Crimea no ha entrado nunca dentro de esos vetos y Kiev ha podido utilizar sus SCALP, Storm Shadow o ATACMS contra bases militares e infraestructura militar o civil en la península. En su última visita a Ucrania, el ministro de Asuntos Exteriores del Reino Unido, David Cameron, mostró ya su postura favorable a permitir, puede decirse que también alentar, a Ucrania a atacar bases militares y otros objetivos en el territorio de la Rusia continental. En una entrevista concedida a una televisión estadounidense, la ex subscretaria de Estado Victoria Nuland también se mostró partidaria de levantar el veto a esos ataques. La postura de Nuland, que en ningún momento ha contradicho la de la administración Biden, es un indicador del cambio en el establishment estadounidense. Como ayer indicaba The New York Times, “en la actualidad existe un intenso debate en el seno de la administración sobre la posibilidad de flexibilizar la prohibición para permitir que los ucranianos ataquen las bases de lanzamiento de misiles y artillería situadas al otro lado de la frontera, en Rusia, objetivos que, según el Sr. Zelensky, han permitido las recientes ganancias territoriales de Moscú”.

Según el medio, la propuesta parte del secretario de Estado Antony Blinken, cuya postura habría cambiado “porque los rusos han abierto un nuevo frente con devastadores resultados”. Hace al menos una semana que el avance ruso se ha detenido en Járkov y nada indica que se hayan producido ni vayan a producirse catastróficos resultados en una ofensiva que no amenaza la segunda ciudad de Ucrania y cuyos efectivos son inferiores en número a los utilizados por Ucrania en su ofensiva contra Rabotino, por lo que el argumento parece vacío de contenido. Conscientes del fracaso de la contraofensiva y cada vez con más dificultades en la guerra terrestre, los aliados de Ucrania son conscientes de que los objetivos están cada vez más lejos. Las opciones de Kiev pasan ahora por dos opciones: la diplomacia o la escalada. La primera continúa siendo imposible para el Gobierno ucraniano y es en la segunda donde la tropas ucranianas han logrado sus mayores éxitos en los últimos meses. La capacidad de hacer daño en la retaguardia rusa se une ahora a la voluntad de una parte cada vez más amplia de los aliados occidentales dispuestos a elevar la apuesta.

Pese al temor de los sectores más pesimistas, la diplomacia sigue siendo la opción menos deseada. La guerra no se dirige hacia un momento de calma sino de mantenimiento o incluso intensificación de la lucha y no hay deseo occidental de dejar atrás este conflicto, sino todo lo contrario. El camino no es de abandono de Ucrania, sino de incluso mayor implicación occidental cueste lo que cueste.

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