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Armas, Donbass, Ejército Ucraniano, Estados Unidos, Rusia, Ucrania

Consenso partidista

A lo largo del fin de semana, aún en Europa tras su larga visita a Francia para conmemorar el 80º aniversario del desembarco de Normandía y a la espera de la celebración de la cumbre del G7 en Italia, Joe Biden ha continuado realizando actos y declaraciones en las que ha apelado a la unidad continental contra el actual enemigo, Moscú. La sintonía entre los presidentes estadounidense y francés ha sido palpable y cualquier desacuerdo del pasado ha quedado ya en el olvido. Ambos dirigentes se han mostrado partidarios de permitir el uso de armamento occidental en territorio ruso, han marcado la línea roja en las 200 millas desde la frontera -al menos por el momento, ya que en esta guerra todo límite ha sido temporal y han buscado el consenso a la hora de tomar una decisión sobre el uso de los beneficios de los activos rusos congelados para la adquisición de armas y reconstrucción de Ucrania. Estados Unidos y Francia, esta última como potencia europea más beligerante en estos momentos, buscan la forma de mantener la guerra tanto en términos militares, ya que para ninguno de los dos la diplomacia es una opción, como económicos.

Sin ninguna oposición real en el poder en países lo suficientemente relevantes a nivel europeo, el consenso favorable a la continuación de la asistencia militar a Ucrania hasta la victoria final se confirma con cada nuevo anuncio de envío de armas, aumento de los presupuestos militares ante el supuesto peligro ruso de invasión de países de la OTAN -algo absolutamente inviable- y también con las palabras de Úrsula von der Leyen, que horas antes de que se conocieran los resultados electorales afirmó que el objetivo era crear una mayoría “pro-europea, pro-ucraniana, pro-imperio de la ley”. La cuestión ucraniana se ha convertido en un elemento central de la política de la Unión Europea, en la que la oposición interna a la actuación en Ucrania no ha dispuesto de la capacidad de bloqueo que sí ha ejercido en Estados Unidos.

Durante meses, la asistencia militar de Estados Unidos a Ucrania se convirtió en la herramienta perfecta para el ala trumpista del Partido Republicano, dispuesta a retrasar incluso la entregas de armas a su aliado preferido, Israel, para impedir, al menos durante un tiempo, dar a Joe Biden lo que pedía. En ese tiempo, en el que los reproches e insultos se produjeron en ambas direcciones, -se acusó a Donald Trump de estar dispuesto a abandonar a Ucrania y el expresidente reaccionó afirmando que será capaz de terminar la guerra en horas, – la Casa Blanca buscó, sin descanso, romper la barrera partidista para lograr aprobar la legislación que comprometía más de 60.000 millones de dólares para sostener la guerra en Ucrania.

Heredero del Partido Republicano de Ronald Reagan, gran parte de la formación fue siempre abiertamente partidaria de la asistencia a Ucrania. En su mentalidad de la Guerra Fría, Moscú continúa siendo un enemigo histórico al que derrotar y humillar. En cierta forma, la lógica es la misma que se utilizó desde los tiempos de Jimmy Carter con respecto a Afganistán, antes incluso de que las tropas soviéticas asaltaran el palacio presidencial de Kabul el 25 de diciembre de 1979. También entonces, gran parte de Demócratas y Republicanos estuvieron de acuerdo en poner en marcha el flujo de asistencia militar a los muyahidines que años después acabarían por declararse la guerra mutuamente para destrozar la capital y dar paso a la conquista talibán. La lección aprendida en Afganistán, fue la misma que se aplicó en Irak, donde Madeleine Albright respondió que había “merecido la pena” ante la pregunta de una periodista sobre los centenares de miles de menores muertos a causa de las sanciones estadounidenses. Los soviéticos “perdieron miles de millones de dólares y eso llevó al colapso de la Unión Soviética”, ha llegado a afirmar Hillary Clinton, exagerando ampliamente el efecto de la guerra de Afganistán en la disolución de la URSS. “Así que hay un argumento muy fuerte que es … no fue una mala inversión en términos de la Unión Soviética, pero tengamos cuidado con lo que sembramos…porque algo vamos a recoger”, insistió en la misma comparecencia en la que recordaba que fue “el presidente Reagan de la mano de un Congreso liderado por los demócratas” quien puso en marcha el suministro que se prolongaría ininterrumpidamente durante una década a pesar de lo cuestionable de sus receptores. Pese a que en el pasado Clinton reconoció las contrapartidas de esa colaboración con grupos abiertamente radicales islamistas cuyos métodos eran terroristas, la exsecretaria de Estado recuperó el ejemplo afgano como modelo de actuación para Ucrania en febrero de 2022. En aquel momento, el consenso proucraniano en el Congreso estadounidense era un hecho al igual que la recuperación de la retórica de la Guerra Fría, que se mantiene aún en los sectores favorables a la lucha contra Moscú hasta el último soldado ucraniano.

No hay figura que mejor encarne esa unión entre los dos partidos supuestamente enfrentados en una sociedad ampliamente polarizada que el senador Lindsey Graham, una de esas figuras a las que Joe Biden ha apelado en las semanas de bloqueo legislativo en las que la minoría trumpista amenazaba con bloquear indefinidamente la aprobación de los nuevos fondos para Ucrania. Así lo ha confirmado incluso el actual presidente, que buscó a un hombre con capacidad de llegar hasta Donald Trump para convencer a su oponente y favorecer así el voto de algunos de sus partidarios para aprobar el paquete legislativo que da a Ucrania financiación militar para librar la guerra durante, al menos, un año más.

En esa tarea, Lindsey Graham, veterano de la defensa de la lucha de Ucrania contra Rusia desde años antes de que las tropas rusas cruzaran la frontera, era el hombre ideal. “Todos nosotros volveremos a Washington e impulsaremos la causa contra Rusia. Basta ya de agresión rusa”, afirmó Graham en Ucrania. No era 2024, sino 2017. Habitual acompañante del gran halcón de la Guerra Fría John McCain, Graham visitó aquel invierno a las tropas ucranianas en Shirokino y Mariupol, donde sin duda hubo de cruzarse con el contingente del regimiento Azov, entonces aún no enaltecido como defensor de Mariupol. Ya entonces, el senador tenía claro que “vuestra batalla es nuestra batalla”, una frase que recordaba a la pronunciada por Ronald Reagan a Yaroslav Stetsko -el hombre que proclamó la independencia de Ucrania “bajo los auspicios del Führer” en el Lviv ocupado por las tropas nazis- en su visita a la Casa Blanca.

Casi siete años después de ese viaje a un frente en el que Ucrania era la agresora y la parte que rechazaba abiertamente implementar los acuerdos de Minsk, Graham regresó a Kiev con una misión diferente: dar a Zelensky un mensaje menos agradable, pero que finalmente supondría conseguir el objetivo. Como medida de compromiso para apelar a Donald Trump, Biden utilizó a Graham para obligar a Zelensky a aceptar que una parte de la asistencia militar no sería ya a fondo perdido sino en forma de crédito, algo ante lo que el aspirante Republicano a la Casa Blanca había mostrado cierto interés. Biden logró finalmente aprobar el paquete legislativo y el armamento estadounidense comenzó a fluir de nuevo hacia Ucrania, cada vez con más vigor, cada vez en mayores cantidades y cada vez con menos límites en su uso.

Sin embargo, nada de eso ha moderado las ansias de quien lleva años luchado contra Moscú. Conocido por decir en voz alta lo que otros mantienen en silencio, Lindsey Graham proclamó la necesidad de luchar contra Rusia “hasta el último ucraniano”. “Hay 300.000 millones de dólares de activos soberanos rusos en Europa que deberíamos confiscar y entregar a Ucrania. Tenemos dinero ruso en Estados Unidos que deberíamos confiscar. Debemos hacer de Rusia un estado patrocinador del terrorismo bajo la ley de Estados Unidos”, ha proclamado en sus últimas declaraciones el senador, yendo mucho más lejos que lo que los países europeos están dispuestos a llegar. Y es que la entrega de esos activos a Ucrania no solo supondría una masiva escalada en la guerra política y comercial contra Rusia, sino un precedente de robo de activos que no pasaría desapercibido en Rusia y en otros lugares, especialmente en China, país que aparece rápidamente en el discurso de Graham. El senador, siempre dispuesto a ir un paso más allá, ha añadido que “los ucranianos están sentados sobre 10-12 billones en minerales críticos”. “Podrían ser el país más rico de Europa. No quiero dar ese dinero y recursos a Putin para que los comparta con China”. El temor a China no es tampoco una novedad. Durante la presidencia de Donald Trump, John Bolton intervino para impedir la venta de Motor Sich a China alegando que su traspaso ponía en peligro la seguridad nacional de Estados Unidos. Toda guerra es, en parte, un conflicto por los recursos. Ya sea para controlarlos o para evitar que lo haga un oponente. Esa forma de pensar no es nueva ni es única a representantes como Lindsey Graham. Sin embargo, todo ello queda generalmente en el subtexto y en los silencios, tan fáciles de descifrar como el discurso de los senadores que sí pronuncian todas las palabras. Tampoco en eso hay barreras partidistas, sino consenso. No hay más partido que la guerra. A ambos lados del Atlántico.

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