Artículo Original/Fotografías: Liza Reznikova / Antifashist
En la localidad de Kominternovo, el puesto más avanzado en el frente sur, todo está destrozado. Las viviendas están destrozadas. La escuela y la guardería están destrozadas. La granja está destrozada. Las carreteras, la vida misma está destrozada.
El edificio de la escuela ha sufrido numerosos impactos de proyectiles. No hay cristales y el tejado y los techos están destruidos. La hierba crece sin control en los campos de deporte, donde apenas se pueden distinguir las líneas que antes los marcaban.
El edificio de la guardería “Solnysko” ha sufrido aún más. Aquí, además del tejado derruido y las ventanas rotas, hay numerosos impactos en las paredes. Y en el patio, entre setas y sacos de arena, hay también tanques.
El territorio de la guardería, así como el del colegio en general, está cubierto de hierbas que han crecido tanto que tienen tamaño humano.
La granja, que antes de la guerra daba trabajo y buenos salarios a Kominternovo, está destruida. El edificio que una vez fuera la oficina principal, está quemado. Ahora parece colador.
En esta zona no hay un solo edificio intacto.
Esta “llegada” es reciente. Ocurrió esa mañana, apenas unas horas antes de nuestra llegada. En los jardines aún se pueden ver cráteres de las bombas.
La tierra de Kominternovo, densamente poblada de cráteres.
La dueña de la casa preparaba la cena cuando, de repente, el perro comenzó a ladrar con fuerza. La mujer corrió al jardín para ver qué había pasado. Eso le salvó la vida. La bomba explotó junto a la cocina. La imagen muestra las consecuencias de la explosión.
Los escasos habitantes que aún permanecen en el pueblo sobreviven en condiciones inhumanas. Cada día puede ser el último para ellos. Las bombas pueden caer en cualquier momento. Como dicen los propios residentes locales, “por cada uno que muere, muchos más han resultado heridos o abandonados”. Tienen envidia de los muertos que se han ido al otro mundo de forma inmediata y sin dolor. Intentan ayudar a aquellos que quedaron discapacitados a causa de sus heridas.
La absoluta pobreza, el miedo, la apariencia de que esta guerra no va a acabar nunca y los terribles ataques diarios dan lugar a otros problemas. Son problemas de los que no se habla. Los periodistas no escriben sobre ello. Pero el problema no desaparece. Se trata del alcoholismo. Algunos beben. Beben mucho. Como es obvio, no son todos. Algunos de ellos, como mi acompañante, una abuela de 80 años que vive en la calle Kirov, ni siquiera tocan el alcohol. Muchos buscan consuelo en cuidar a sus familiares enfermos, los animales, la casa, lo que sea. O rezan y bordan iconos.
Por desgracia, no todos reaccionan así. Algunos en Kominternovo buscan olvidarse de todo con el alcohol. En uno de los jardines encontramos a un grupo de hombres durmiendo en el suelo. A su alrededor hay botellas vacías de vodka. En la calle nos cruzamos con personas bajo la influencia del alcohol, tanto hombres como mujeres. Por principios morales no les fotografié. Pensé que es como fotografiar a un enfermo en el momento en que la enfermedad le produce un ataque y mostrar la foto en público.
En la tienda local se puede leer este cartel.

No se venden bebidas alcohólicas a personal militar ni menores de 21 años
Por desgracia, es completamente inútil. Porque nunca me he cruzado con un soldado de uniforme borracho. Y entre los civiles, simplemente no hay “personas menores de 21 años”. Hace tiempo que los jóvenes menores de 21 años abandonaron el pueblo.
A la entrada de la tienda me encuentro a un hombre borracho de unos 65 años. Ha venido, dice, “a por más”. Le pregunto por qué bebe. “Cariño, si no bebiera me volvería loco”, contesta.
La terrible y amarga realidad de la guerra.
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