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Economía, Rusia, Sanciones, Ucrania

El «éxito» de las sanciones

Con la misma soberbia con la que los oficiales ucranianos se referían a la victoria segura de la gran ofensiva que preparaban para esta primavera-verano, Occidente dio por hecho el éxito del blitzkrieg económico que preparaba contra Rusia en caso de invasión de Ucrania. Las semanas anteriores al 24 de febrero, una vez que Washington, Bruselas y Londres habían dejado clara su intención de no negociar con Rusia las garantías de seguridad que buscaba de la OTAN, la promesa de las sanciones más potentes que hubiera conocido la historia fue su principal amenaza. Representantes como Josep Borrell llegaban a prometer incluso la destrucción de la economía rusa. Consumada la invasión de Ucrania, Occidente activó rápidamente su principal golpe, preparado desde hacía un tiempo, y que era en realidad su apuesta principal: cortar a Rusia el acceso al sistema internacional de pago SWIFT, aunque con los matices suficientes para no perder completamente la relación económica y poder seguir adquiriendo gas ruso.

Ese mal menor era necesario especialmente para Alemania, que no habría podido superar un corte repentino de acceso a la principal fuente de energía de su poderosa industria. La medida debía ser temporal y los países europeos comenzarían inmediatamente a buscar sustitutos para abandonar definitivamente la adicción al gas ruso, fiable, barato y accesible, que había sido una de las bases de la competitividad alemana. Un año y medio después de la renuncia voluntaria a la energía rusa, el gas licuado ruso sigue siendo una de las principales fuentes de energía y el petróleo refinado llega a la Unión Europea a través de terceros países como India por encima del techo marcado por el G7 como precio máximo al que Rusia podría comerciar con sus productos. Para evitar los vetos, especialmente el de la adquisición de petróleo a través de tuberías, Moscú ha optado por la vía experimentada por otros países sancionados como Irán: la creación de una flota de viejos cargueros con los que vende petróleo en mar abierto, una medida criticada por Occidente como peligrosa y capaz de causar desastres naturales. Curiosamente, ese argumento ha estado ausente del discurso europeo en casos como el ataque ucraniano a un carguero en el mar Negro este último fin de semana o en las explosiones del Nord Stream una vez que quedó claro que no podía acusarse del ecocidio al enemigo ruso.

En realidad, la medida más dolorosa para Rusia no fue la pérdida de una gran parte del mercado energético europeo, que hasta ese momento era el destino principal y prioritario de su gas y petróleo, sino algo que, sorprendentemente, les resultó inesperado. Pese a que el reciente precedente del acto de piratería moderna cometido por el Reino Unido con la confiscación de las reservas de oro de Venezuela debió haber sido un toque de atención para Rusia, Moscú no esperaba que sus fondos públicos y privados en el extranjero quedaran congelados. Sin embargo, tampoco esta medida ha logrado los objetivos previstos. La confiscación de activos privados, fundamentalmente de oligarcas, no ha conseguido ni las disidencias y deserciones esperadas ni la presión directa de la oligarquía sobre el Kremlin que buscaba la medida. Occidente había puesto sus esperanzas en una clase oligárquica que no ha tenido ninguna influencia en el intento de forzar al Kremlin a renunciar a su política en Ucrania.

Un año y medio después de la introducción del principal paquete de sanciones, Estados Unidos y el Reino Unido y la Unión Europea renuevan periódicamente la vigencia de sus medidas y tratan de incluir a más sectores o a más personas -tanto rusas como bielorrusas- en sus listas de sanciones. Durante un tiempo, ha sido posible presentar hechos como la marcha de Rusia de grandes empresas, fundamentalmente comerciales, como éxito de la política de sanciones y de presión ideológica a las marcas para abandonar el mercado del Estado agresor. Comparando las imágenes con las colas de personas que esperaban para probar el primer McDonald’s abierto en Moscú en los primeros años de la Rusia neoliberal de Yeltsin, Occidente se jactaba de que incluso la cadena de comida rápida abandonaba el país. Lo han hecho también otras franquicias y grandes marcas, muchas de las cuales continúan vendiendo sus productos a través de terceros países. La Coca-Cola procedente de Oriente Medio no solo ha llegado a Moscú, sino incluso a Donetsk y otros lugares de Donbass. Tampoco en el veto comercial ha resultado ser un gran logro.

Aunque menos relevante en términos económicos absolutos, puede considerarse más exitoso el éxodo de productos culturales occidentales de Rusia, que ha perdido acceso, por ejemplo, a los principales estrenos de Hollywood. Moscú trata de navegar alrededor de ese veto a través de Armenia para lograr estrenar la película de Christopher Nolan, Oppenheimer. Esa pérdida de productos comerciales occidentales no ha supuesto una búsqueda de alternativas nacionales e internacionales a la cultura occidental, dominante en la Rusia capitalista desde 1991, sino que ha llevado a Dmitry Medvedev a recomendar la piratería. Eso sí, la renuncia a estrenar y promover cine y televisión en Rusia supone renunciar a una herramienta de occidentalización de la sociedad rusa posiblemente más eficaz que la confiscación de los fondos de la oligarquía en el extranjero.

Al igual que en el frente militar, también en la ofensiva económica el discurso ha sido más importante que la realidad. La Unión Europea y Estados Unidos se han jactado de los resultados de sus sanciones y han alegado repetidamente su éxito, algo que solo puede considerarse parcialmente cierto en el caso de los productos energéticos. El objetivo de las sanciones no podía ser impedir la venta de gas o petróleo ruso, ya que eliminar del mercado a una de las principales fuentes de energía habría causado un shock de precios en el mercado global, afectando directa e irreversiblemente a aquellos países con mayores necesidades, es decir, a los mayores consumidores, con la Unión Europea y Estados Unidos entre ellos. El objetivo de las sanciones era obligar a los países de la Unión Europea a renunciar al gas y petróleo ruso en favor de opciones ideológicamente más correctas como Qatar, Azerbaiyán o el gas licuado de Estados Unidos, para garantizar la pérdida rusa de su mercado más lucrativo. Rusia ha dejado de ser la fuente energética de referencia y se ha visto obligada a redirigir sus flujos hacia el mercado asiático, hasta ahora secundario, pero el aumento de precios ha hecho compensar las pérdidas en Europa, donde a pesar de todo aún mantiene una presencia relevante. Ni siquiera en este sentido, el éxito de las sanciones es completo.

En este tiempo, medios de referencia del establishment como Foreign Policy han llegado a argumentar que las cifras dadas por el ejecutivo ruso, que probaban que la economía rusa no solo no había colapsado sino que había capeado el temporal de las sanciones con mayor solvencia de la esperada, simplemente no eran creíbles. Inventar una realidad alternativa en la que el maquillaje de los datos, que sin duda también existe en la administración rusa, explica los hechos es más sencillo que admitir que la política de sanciones no ha logrado derrotar a la economía rusa o que su efecto se ha visto limitado por la negativa del resto del mundo a adherirse a una ofensiva económica unilateral por parte de Estados Unidos.

Ahora, el Banco Mundial y otras fuentes occidentales confirman algo que era ya evidente en el día a día: el resultado de las sanciones occidentales es similar al de la ofensiva ucraniana. Rusia ha sufrido daños, pero los objetivos occidentales no se han cumplido. Según el último informe del Banco Mundial, Rusia es la quinta economía mundial en términos de paridad de poder de compra (PPP), superando incluso a Alemania, el antiguo motor económico de la Unión Europea, que se plantea ahora que será necesario un plan económico para lograr una transición energética sin echar a perder su industria. “Occidente atacó a la economía rusa. El resultado es otro callejón sin salida”, titulaba esta semana The Wall Street Journal en uno más de los muchos artículos que ya asumen que tampoco en el frente económico el ataque sorpresa ha resultado ser todo lo efectivo que se esperaba. La economía rusa se contrajo el 2022 un 2,1%, un daño sustancial que sin duda afectó a las vidas de la población, pero un resultado soportable teniendo en cuenta que, como admite el artículo, “Rusia se convirtió en la más sancionada entre todas las economías relevantes del mundo”. Los datos del FMI confirman la recuperación. “La semana pasada, el Fondo Monetario Internacional dio noticias esperanzadoras para el Kremlin, afirmando que ahora espera que la economía rusa crezca un 1,5% este año apoyada en el extenso gasto público”. Al contrario que Ucrania, que ha utilizado la situación de guerra para ahondar en sus reformas ultra liberales, Moscú ha optado por un keynesianismo militar de aumento de gasto público que está dando más peso al Estado en la economía.

“Detrás de la resiliencia económica de Rusia”, explica el artículo, “está un estímulo significativo del Gobierno, un giro a la economía de guerra y una redirección sin precedentes de su comercio a los socios asiáticos, fundamentalmente China e India, afirman los expertos”. La pérdida de capacidad de Estados Unidos a la hora de forzar a otras grandes economías a plegarse a su política unilateral de sanciones ha supuesto para la economía rusa una línea de salvación que Occidente no parece haber previsto.

La respuesta occidental, en cambio, sí puede considerarse previsible. “La administración Biden defiende que las sanciones son vitales a la hora de aumentar el precio que Rusia paga por su guerra en Ucrania. Las últimas estadísticas de crecimiento esconden el daño real que está sintiendo la economía, afirmó un oficial de alto cargo de la administración”. Con la fallida política de sanciones como única herramienta en su mano, la única respuesta es dudar incluso de los datos del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, lo que haga falta para no tener que admitir que la capacidad de Washington de imponer sanciones unilaterales contra una gran economía comienza a ser limitada.

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