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Negociar en posición de fuerza

Exactamente dos semanas después de que el 14 de julio se desmarcara de su vía dialogada para la resolución del conflicto rusoucraniano y abrazara el lenguaje del ultimátum de los países europeos, Donald Trump volvió ayer a mostrar su decepción con Vladimir Putin, del que volvió a insistir en su capacidad para compartir agradables llamadas telefónicas, pero al que reprocha no haber aceptado el alto el fuego que le exige. “Pensábamos que lo habíamos resuelto en numerosas ocasiones, y entonces el Presidente Putin sale y empieza a lanzar cohetes contra alguna ciudad como Kiev y mata a un montón de gente en una residencia de ancianos o lo que sea”, insistió ayer, dando nuevamente una falsa imagen tanto de la negociación como de la guerra en sí. La resolución del conflicto ucraniano requiere un acuerdo en tres grandes aspectos: seguridad, territorios y relación de posguerra entre los dos países y sus sociedades, aspecto en el que Rusia incluye, por ejemplo, los derechos lingüísticos, culturales y religiosos de la población rusoparlante o la llamada desnazificación, la prohibición de grupos armados y con ideologías radicales con creciente poder en el Estado.

En el último aspecto, especialmente en lo referido a los derechos de la población de habla o cultura rusa, las exigencias de Moscú no van más allá de exigir a Volodymyr Zelensky cumplir con sus promesas al electorado cuando le eligió masivamente para sustituir a Petro Poroshenko. Sin embargo, ni siquiera esas concesiones que Zelensky presentaba como un programa justo que no eliminaba derechos para nadie, sino que garantizaba los de toda la población, están ya sobre la mesa. Y confundiendo la cuestión territorial, la más sencilla de resolver ya que está directamente marcada por las posiciones en el frente, con la resolución del conflicto, Trump ha evitado siempre tratar el aspecto más importante y en el que las contradicciones entre los dos países requieren negociación y mediación, la seguridad. Teniendo en cuenta que no se ha producido ningún diálogo político al respecto entre Rusia y Ucrania desde 2022 y que Estados Unidos nunca ha ofrecido nada mínimamente viable, esos momentos en los que el conflicto estaba prácticamente resuelto solo pudieron existir en la mente de Donald Trump, que se guía por sus instintos a la hora de adjudicar las culpas de la complejidad de la guerra dependiendo de cuál sea en cada momento su consejero más cercano.

La frustración de Trump con Vladimir Putin contrasta con el triunfalismo mostrado por el trumpismo tras el rotundo éxito conseguido en su negociación con la Unión Europea. Preguntada por qué es lo que cede Estados Unidos en el acuerdo comercial entre Bruselas y Washington, von der Leyen respondió que “el punto de partida era un desequilibrio, un superávit de nuestro lado y un déficit del lado estadounidense, queríamos reequilibrar la relación comercial”, una forma de presentar su derrota como una rendición voluntaria y felizmente aceptada.

“El entreguismo de Chamberlain al fascismo se explica por el trauma de la primera guerra mundial y el deseo de evitar otro conflicto global a toda costa. El entreguismo de von der Leyen y la UE al trumpismo es más difícil de justificar”, comentaba ayer Alfredo González Ruibal, Guerra en la Universidad en las redes sociales y premio nacional de ensayo en España en 2024. Esa voluntad de ceder ante todas y cada una de las exigencias de Donald Trump se explica, en gran parte, por el lugar en la que la Unión Europea ha decidido posicionarse en el momento en el que, con la guerra de Ucrania como catalizador, se ha retornado a una política de bloques que, aunque con enormes diferencias -entre ellas la ausencia del componente ideológico que fue clave en los enfrentamientos del siglo XX- recuerda en cierta medida a la Guerra Fría.

Es así especialmente en la subordinación de la UE a los intereses y las voluntades de Estados Unidos, el país excepcional e imprescindible sin el que no podrían valerse por sí mismos, especialmente en lo que respecta a la guerra. Durante meses, las capitales europeas han mostrado un nerviosismo extremo ante la posibilidad del paso a un lado de Washington o de un proceso de negociación con potencial para dar lugar a un acuerdo que pusiera fin al conflicto rusoucraniano. Ese peligro siempre fue remoto, ya que existen suficientes actores con capacidad para sabotear el proceso en caso de que avanzara lo suficiente. Con la inestimable ayuda de Keith Kellogg -y quizá de Marco Rubio-, los países europeos lograron imponer su hoja de ruta para una negociación que dejara abiertas las cuestiones principales de seguridad y territorios, frente a la más vaga y ambigua propuesta de Steve Witkoff que sí pretendía llegar a una resolución final.

Con ello, Londres, París, Berlín y Bruselas consiguieron finalmente alinear a Washington y Kiev en una concepción de la paz que pasara por un alto el fuego, una imagen de los tres presidentes y un posterior proceso de resolución que Ucrania podría -como hiciera en Minsk- dilatar eternamente y Donald Trump se apuntaría el éxito de haber resuelto un conflicto que, como ocurre con el indopakistaní o el que enfrenta a Ruanda y la República Democrática del Congo, que también se jacta de haber solucionado, seguiría abierto. “Íbamos a firmar el alto el fuego, se repartirían las cosas y luego ya hablarían de lo que sea”, balbuceó ayer el presidente de Estados Unidos, dejando claro que buscaba una imagen que presentar como su gran logro y posteriormente dejar que comenzara el proceso de negociación de verdad, aquel en el que nunca ha mostrado el menor interés. Interesante solo para Ucrania, que lograría por la vía diplomática lo que no ha podido hacer por la vía militar, detener a las tropas rusas, sin realizar ninguna de las concesiones políticas que rechaza hacer, el escenario es el más temido para Rusia, ya que supondría un conflicto eterno que, según la hoja de ruta de Kellogg, incluiría presencia militar de los países europeos de la OTAN en Ucrania. Pese a las diatribas de Trump y como confiaban las capitales europeas, las posibilidades de que Vladimir Putin aceptara esta opción eran nulas.

Superado el peligro de la paz, que como admitió la primera ministra de Dinamarca podría ser “más peligrosa que la guerra”, el objetivo europeo pasó a ser garantizar que Ucrania siempre podría contar con el material necesario para continuar luchando o, en el terrible caso de que se diera un acuerdo de paz, amenazando a Rusia con su rearme. La cumbre de la OTAN dio a Trump exactamente lo que pedía, un compromiso unánime de aumento del gasto militar al 5% del PIB, en el que se contabilizará la asistencia a Ucrania como gasto de seguridad. El siguiente paso, obligado ya que los países europeos no son capaces de suministrar algunas de las armas más importantes para Zelensky, fue un acuerdo según el cual los países europeos costearían la adquisición de grandes cantidades de material estadounidense para entregárselo a Ucrania. La Unión Europea pondrá la financiación, Rusia y Ucrania la sangre, mientras que Estados Unidos, especialmente su complejo militar industrial, se llevará el beneficio. La guerra es demasiado importante para la Unión Europea como para pararse a pensar en sus consecuencias económicas. Con esta medida, la UE confirmaba implícitamente que la política de rearme planteada a bombo y platillo por Úrsula von der Leyen no era una búsqueda de autonomía estratégica, algo inviable dentro de la OTAN, sino de rearme. Nuevamente, Bruselas daba a Washington exactamente lo que pedía: beneficios económicos y la consolidación de la dependencia europea de Estados Unidos.

El acuerdo alcanzado el domingo por la noche en una negociación como a Trump le gusta, en posición de fuerza y jugando en casa -en el campo de golf de Escocia del que es propietario-, es otra demostración del poder de Estados Unidos ante su nuevo patio trasero, dispuesto a ceder en todas y cada una de las exigencias y aun así ser capaz de presentar el resultado como “el mayor acuerdo que se ha realizado nunca”. Sin obtener nada a cambio, ya que los aranceles a los productos estadounidenses se quedan en cero, la UE ha posado sonriente y con los pulgares arriba en su anuncio de un acuerdo según el cual los productos europeos -con contadas excepciones- tendrán un 15% de aranceles en el mercado estadounidense (frente al 10% al que aspiraba Bruselas, aunque lejos también del 30% de la amenaza vacía de Donald Trump, que siempre supo que habría acuerdo). Además de esa concesión, Bruselas acepta también el chantaje estadounidense en el sector de la energía y el de la industria militar: la UE se compromete a unas adquisiciones militares 600.000 millones de dólares por encima del nivel habitual y energéticas por valor de 750.000 millones de dólares en tres años.

“Es evidente que los recursos energéticos estadounidenses serán mucho más caros que los rusos, que este enfoque conducirá a una mayor desindustrialización y a la fuga de inversiones de Europa hacia Estados Unidos”, afirmó ayer Sergey Lavrov en referencia a la estratosférica e inviable promesa europea. Según Eurostat, las importaciones energéticas totales de la UE ascendieron el año pasado a 379.900 millones de euros (436.280 millones de dólares). Para alcanzar los 250.000 millones en un año, la UE tendría adquirir el 57% de sus importaciones en el mercado estadounidense, que actualmente supone el 16,1% de las importaciones de petróleo y el 45,3% del gas natural licuado. Frente a la promesa de diversificación y renuncia a la dependencia de la energía barata, cercana y fiable rusa que pregonaba la UE en 2022, Trump exige ser el proveedor privilegiado que ha demostrado estar dispuesto a usar el lenguaje de la amenaza para conseguir que sus aliados actúen tal y como Washington desea que lo hagan. Para la UE esta humillación política de quien se muestra como un simple proxy económico que admite su subordinación, es el precio a pagar para garantizar que va a conseguir lo que quiere en su objetivo principal: la guerra común contra Rusia y una reconfiguración de las relaciones continentales centradas en el vector atlantista de quien renuncia voluntariamente a diversificar sus relaciones, se niega a tratar a las potencias emergentes como tal y, pese a su manifiesta debilidad, aún quiere dar órdenes a economías más potentes.

El acuerdo con Úrsula von der Leyen es el tipo de pacto al que siempre aspira Trump, un proceso rápido y sencillo en el que una reunión es suficiente para que la otra parte, en clara posición de inferioridad, ceda ante todas las exigencias. La frustración estadounidense con Rusia y con Irán se debe precisamente a su voluntad de defender sus intereses y su soberanía, así como a la complejidad de los procesos que estaban siendo negociados. En el caso iraní, el acuerdo según las condiciones de Donald Trump era inviable por muchos motivos, entre ellos el hecho de que fue él mismo quien rompió unilateralmente el acuerdo que en 2015 llevó meses negociar y que estaba siendo respetado por todas las partes. En junio de este año, cuando el presidente de Estados Unidos comprendió que no iba a obtener la rendición que exigía de Teherán -no solo en la cuestión nuclear, sino también en el programa de misiles y el apoyo a facciones de la resistencia a la hegemonía estadounidense en la región- se produjo el ataque israelí.

La historia se repite en el caso de Rusia que, como ayer describió Sergey Lavrov, se encuentra sola en esta guerra. “Tenemos mucho que hacer. Nuestra principal tarea es derrotar al enemigo. Por primera vez en la historia, Rusia lucha sola contra todo Occidente. Durante la Primera y Segunda Guerras Mundiales, teníamos aliados. Ahora, no tenemos aliados en el campo de batalla. Así que debemos confiar en nosotros mismos y no hay lugar para la debilidad”, declaró el ministro de Asuntos Exteriores de la Federación Rusa. La soledad implica un reto mayúsculo a la hora de suministrar al ejército los recursos necesarios para continuar la guerra, pero también la autonomía de la que carecen Ucrania y la Unión Europea, a merced de las órdenes de Donald Trump para conseguir una parte de sus deseos.

De ahí la frustración del presidente de Estados Unidos, aburrido de unas negociaciones en las que no va a obtener lo que busca porque se enfrenta a un país que ha mantenido su soberanía y que ha sabido redirigir sus relaciones políticas y comerciales más allá de Occidente. Así lo demuestra el ejemplo mencionado la semana pasada por Vladimir Medinsky, líder de la delegación rusa en Estambul y de quien no puede sospecharse simpatía por la ideología comunista, que recordó que Mao y Chiang Kai-Shek se reunieron en numerosas ocasiones, sonrieron, se dieron la mano, pero no hubo acuerdo y “pese al apoyo occidental, los nacionalistas perdieron y los comunistas ganaron”. El ejemplo ya no está en Occidente, sino que para explicar el presente hay que mirar a la historia de Oriente. Como respuesta al ultimátum de 50 días, el exministro de Cultura y uno de los hombres más cercanos a Vladimir Putin insistió en que “después de la Revolución y la Guerra Civil, en 1928, no solo nos encontrábamos bajo sanciones, sino que la Rusia soviética se enfrentó a un bloqueo diplomático y económico total por parte de todos. Y, sin embargo, eso no nos impidió ganar la Segunda Guerra Mundial”.

Las palabras de Medinsky sirven también como reacción a las declaraciones de ayer de Donald Trump que, aburrido, confirmó que ya no está “tan interesado en hablar” con la Federación Rusa. “Voy a fijar un nuevo plazo de unos diez o doce días a partir de hoy… no hay razón para esperar… Quiero ser generoso pero simplemente no vemos ningún progreso”, sentenció tras mencionar que no es preciso agotar los 50 días ya que cree conocer “la respuesta”. Ante la certeza de que no va a haber rendición rusa a una vía de resolución que obligue a Rusia a librar un conflicto quizá congelado, pero sin duda prolongado, que ni siquiera suponga el levantamiento de las sanciones, Trump busca acelerar los tiempos. La calmada respuesta de Rusia y de China indica que, pese a la incertidumbre de cuál es el escenario que prepara Estados Unidos -sea el de sanciones destructivas, entrega masiva de armamento de larga distancia o concesión de las garantías de seguridad para una misión armada de los países europeos de la OTAN en Ucrania-, no hay temor a lo que pueda pasar el día después.

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