En septiembre, un artículo publicado por The Economist sacaba a la luz una realidad que era evidente para quienes siguieran la actualidad de la guerra de Donbass entre 2014 y 2022: Ucrania había realizado asesinatos selectivos en los territorios de la República Popular de Donetsk y Lugansk. Con el testimonio de Valentin Nalivaychenko, uno de los directores del Servicio de Seguridad de Ucrania a lo largo de esos años, el medio británico describía una unidad dedicada precisamente a ese trabajo clandestino y cuyos asesinatos eran inevitablemente adjudicados a las luchas internas entre grupos de poder de Donbass. En sus declaraciones a The Economist, Nalivaychenko justificaba la táctica de los atentados escudándose en la necesidad de Ucrania de reducir el apoyo, que Kiev siempre ha negado que existiera, a las Repúblicas Populares. El exdirector del SBU afirmaba que se decidió que “la política de encarcelar a colaboradores no era suficiente”.
Sin afirmarlo abiertamente, el artículo mencionaba tres casos en los que siempre fue evidente la mano ucraniana: los asesinatos de Arsen Pavlov, Motorola, Mijaíl Tolstij, Givi, y Alexander Zajarchenko. Todos ellos se produjeron en la fase de supuesto alto el fuego, con el proceso de Minsk en vigor, cuando Ucrania ponía todas sus energías en impedir la implementación de la hoja de ruta. Como firmante de los acuerdos, el asesinato de Zajarchenko, primer líder de la RPD y cuya muerte sacó a la calle a decenas de miles de personas en un funeral multitudinario, fue, sin duda, el más grave y el más representativo. En aquel momento, Ucrania se desmarcó afirmando indistintamente que se trataba de un nuevo caso de lucha interna por el poder con la mano de Rusia eliminando a personas importantes de las Repúblicas Populares a las que Kiev calificaba de sus títeres. La participación ucraniana en este caso siempre fue obvia, no solo como intento de destruir a las Repúblicas Populares, sino también como mensaje que dejaba clara su opinión sobre los acuerdos de Minsk.
Ahora, un artículo publicado por The Washington Post añade más detalles a lo que va más allá de ser un programa de asesinatos selectivos y que es, en realidad, una reorganización de la inteligencia ucraniana -civil y militar- de la mano de la CIA, proyecto en el que se han invertido decenas de millones de dólares desde 2014. El objetivo, como viene siendo habitual, era transformar unos servicios que se consideraban soviéticos e infiltrados por la Federación Rusa para convertirlos en un servicio al modo occidental. En realidad, esa reconfiguración es una muestra más de la transformación de las estructuras estatales de Ucrania como herramienta contra Rusia, objetivo real de la presencia occidental en el país. Nalivaychenko afirma ahora que se trataba de luchar contra la guerra híbrida rusa. Sin embargo, el control ejercido por la CIA a lo largo de casi ocho años entre 2014 y 2022 muestra que la guerra proxy no comenzó el 24 de febrero de 2022. Es más, a estas alturas, lo único de lo que se demarca la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos es de la ejecución de las operaciones, supuestamente siempre en manos de Ucrania.
“En un periodo de tres años, al menos media docena de operativos rusos, comandantes separatistas de alto rango y colaboracionistas fueron asesinados en casos de violencia que fue habitualmente atribuido a algún tipo de ajuste de cuentas interno, pero que en realidad era el trabajo del SBU según afirmaron oficiales ucranianos”, escribe esta semana The Washington Post. El medio solo menciona uno de los tres grandes asesinatos atribuidos a las autoridades ucranianas, el de Givi. Quizá admitir que fue Ucrania quien asesinó a la persona con la que Leonid Kuchma, segundo presidente de Ucrania, había firmado el acuerdo de paz que Kiev nunca tuvo intención de cumplir era demasiado para un medio occidental que, a pesar de todo, legitima gran parte de esta actuación.
El artículo ofrece detalles que dejan clara la magnitud de este programa de asesinatos y de la reorganización de la mano de los servicios secretos occidentales. Justificándose en la captura de Crimea -aunque es probable que esos planes se pusieran en marcha desde el momento en el que triunfó el golpe de estado de febrero de 2014 o incluso antes-, The Washington Post se refiere a cantidades millonarias invertidas, entrenamiento de unidades de élite, material de vigilancia e incluso la entrega de uniformes de las Repúblicas Populares para facilitar la infiltración de agentes en los territorios de Donbass.
El punto de partida fue la creación de una nueva unidad “prosaicamente calificada de Quinto Directorio para distinguirla de las otras cuatro veteranas unidades del SBU”, afirma y, dejando claro que la colaboración no es solo con los servicios secretos estadounidenses, añade que “desde entonces, según los oficiales, se ha añadido un sexto directorio para trabajar con la agencia de espionaje británica MI6”. La participación de la inteligencia británica es uno de los aspectos más claros y menos comentados de esta guerra.
Aunque con escasos detalles más allá del testimonio de Nalivaychenko, uno de los protagonistas de lo que ahora sabemos que era una remodelación al servicio de la CIA, la publicación del artículo de The Economist, que pasó completamente desapercibida, no dejaba ninguna duda sobre la continuación del programa de asesinatos selectivos y únicamente quedaba en el aire la autoría de los casos recientes. Solo había dos candidatos: el SBU o el GUR, es decir, la inteligencia civil dependiente del presidente y la militar, dirigida por Kiril Budanov y formalmente bajo control del Ministerio de Defensa.
Uno de esos asesinatos selectivos, en este caso cometido con el método terrorista del coche bomba, fue el de Daria Dugina, conocida fundamentalmente por ser la hija del reaccionario gurú del eurasianismo Alexander Dugin y aspirante a escritora. Bajo el nom de plume Platonova, Dugina pretendía abrirse camino en el ámbito del tradicionalismo, la recuperación de jerarquías naturales y las corrientes contrarias a la Modernidad. Dugina había visitado Mariupol unas semanas antes de ser asesinada, aunque esa era la extensión de su participación en la actual guerra. En agosto de 2022, cuando se produjo el atentado, las autoridades rusas, en un plazo extraordinariamente rápido, dieron su versión de los hechos. Según los investigadores rusos, el objetivo del ataque era Alexander Dugin, odiado en Ucrania por su fanática postura política, que niega la existencia de un pueblo ucraniano. El FSB difundió también la imagen de una mujer, Natalia Vovk, a la que se acusaba del crimen. Rusia añadía conocer que había utilizado a una niña de 12 años como tapadera y que ambas habían abandonado inmediatamente el país conduciendo hasta Estonia. Durante más de un año, esa hipótesis ha sido considerada en Occidente como propaganda rusa.
“En aquel momento, Ucrania negó vigorosamente su implicación en el ataque”, afirma ahora The Washington Post, que cita a Mijailo Podolyak insistiendo en que “Ucrania no tiene absolutamente nada que ver con esto, porque no somos un Estado criminal como Rusia, o uno terrorista” para acabar concluyendo que “en recientes entrevistas en Kiev, varios oficiales admitieron que esos desmentidos eran falsos”. No es de esperar que nadie pida explicaciones a Podolyak por esta afirmación falsa, una de las muchas a las que se ha habituado ya. La forma en la que incluso artículos en los que se pone en duda lo apropiado de utilizar métodos terroristas en algunos de los asesinatos selectivos -en realidad, el asesinato de Dugina es el único que algunas de las fuentes del artículo cuestionan- legitima la actuación ucraniana hace pensar que tampoco la credibilidad de Ucrania va a quedar minada por estas revelaciones. La guerra contra Rusia lo justifica todo, de la misma manera que lo hacía ya en los años anteriores a la invasión rusa, cuando la prensa exculpaba a Kiev de actuaciones en las que su participación era, cuando menos, posible.
No es la primera vez que el tiempo da la razón a la versión rusa. Ocurrió también en el caso del intento del GUR de Budanov de asaltar y capturar la central nuclear de Zaporozhie hace ahora un año. También entonces, esa operación de inteligencia ocurrió exactamente de la forma que Rusia había denunciado. Su versión no fue tenida en cuenta hasta que, meses después, fue publicada por The Times. En el caso de Dugina, el artículo de The Washington Post confirma exactamente la versión rusa: Natalia Vovk viajó a Rusia con su hija de 12 años para asesinar a Alexander Dugin. En el último momento, Dugin cambió de vehículo y circulaba por detrás del conducido por su hija en el momento del atentado. Tras el asesinato, Vovk y su hija abandonaron Rusia a través de Estonia. Algunos analistas osaron afirmar que se trataba de un atentado de falsa bandera, es decir, un ataque ruso para culpar a Ucrania, cuya versión no ha sido puesta en duda hasta esta semana.
“Ella es la hija del padre de la propaganda rusa”, afirma un oficial de inteligencia citado por The Washington Post para cerrar el artículo. “El coche bomba y otras operaciones dentro de Rusia son para la narrativa, mostrando a los enemigos de Ucrania que el castigo es inminente incluso para aquellos que creen que son intocables”, añade en una afirmación que solo puede entenderse como la promesa de más asesinatos con métodos terroristas y la amenaza a cualquier persona que Kiev considere enemiga y a las que parece haber puesto ya en la diana.
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