A finales de 2021, de forma pública, Rusia planteó sus quejas a la OTAN y exigió una negociación. Es probable que uno de los fallos de cálculo fuera el de la debilidad percibida por Moscú, fundamentalmente a causa de las imágenes de la retirada de Afganistán. El caos absoluto que se había observado en el aeropuerto de Kabul, pero sobre todo las imágenes en directo de cómo, tras veinte años, las tropas estadounidenses prácticamente huían del país hicieron ver a Rusia una debilidad militar que quisieron traducir en política. Las imágenes de los helicópteros estadounidenses volando hacia y desde la embajada evacuando al personal, que evocaban la retirada de Saigón, emitida esta vez en directo, llevaron a pensar en una derrota militar que traería consecuencias internas similares.
Esa simplificación de la realidad olvidaba que la retirada era un hecho desde el mismo comienzo del proceso de Doha, en el que quedó claro que Estados Unidos -primero la administración Trump y después la de Biden- estaba dispuesto a entregar el país al Talibán, que finalmente se aprovechó de la fragilidad del Estado que Washington había creado en esas dos décadas. Estados Unidos y sus aliados perdieron la guerra, no en el campo de batalla, sino en la construcción de ese castillo de arena que colapsó sin que nadie viera el valor en luchar por él y que cayó en manos talibán antes incluso de que se consumara la retirada. De repente, la ordenada retirada soviética de Afganistán, que durante décadas había sido vista con vergüenza, como una derrota deshonrosa, tomó un matiz diferente.
En 1989, cuando los últimos tanques soviéticos abandonaron Afganistán a través del Puente de la Amistad -el mismo por el que huiría en 2021 el viejo conocido Dostum, el último de los comandantes en traicionar a Najibullah, último líder del Afganistán que aspiraba al socialismo y al progreso-, dejaron atrás un gobierno que seguiría luchando tres años más y que en aquel momento controlaba todos los núcleos urbanos del país. En el momento de la retirada, los soldados del Gobierno afgano y las tropas soviéticas podían viajar a las capitales de todas las regiones, aún bajo su control. En el momento de la retirada estadounidense, incluso Kabul había caído ya en manos talibán. No había ya ejército dispuesto a luchar por el Estado afgano. Visto desde Moscú, el contraste no podía ser mayor y la tentación de comparar la imagen del último soldado soviético cruzando el puente y siendo recibido por una fiesta y el último soldado estadounidense subiendo al avión en mitad de la noche, huyendo de una ciudad ya perdida fue demasiado tentador. La derrota en Afganistán -la Unión Soviética no perdió la guerra, pero sí la paz- no fue la causa del colapso soviético, pero sus consecuencias fueron enormes. Quizá el deseo de esperar consecuencias políticas similares pudo en exceso en la visión rusa de una debilidad excesiva de la OTAN y de su principal miembro, Estados Unidos.
Rusia planteó la negociación a la OTAN, que la vio como un ultimátum, cuando había comenzado ya la diplomacia coercitiva rusa de acercar los tanques a la frontera ucraniana a modo de advertencia. El método había funcionado meses antes y había logrado que Ucrania disminuyera la escalada de bombardeos contra Donbass que, en medio de crecientes tensiones políticas y militares, podían presagiar una ofensiva contra la RPD y la RPL. Durante los siete años que duró el proceso de Minsk, es ingenuo pensar que Ucrania hubiera renunciado a la vía militar para recuperar el control de la región. Kiev había dejado claro ya que sus intenciones no pasaban por implementar los acuerdos de paz, que le habían devuelto a todo Donetsk y Lugansk bajo control ucraniano, aunque con ciertos derechos lingüísticos, culturales y económicos.
De forma un tanto ingenua, Moscú vio en la situación una oportunidad para detener la expansión militar de la OTAN hacia sus fronteras, especialmente en el caso de Ucrania, un país excesivamente importante a nivel demográfico y de capacidad militar como para no ser una línea roja. La realidad de la expansión de la OTAN como una provocación a Rusia -innecesaria, teniendo en cuenta la pérdida de poder militar, político y económico de la destrucción de la Unión Soviética- no es solo algo percibido desde Moscú. Desde la desaparición de la Unión Soviética, el riesgo de expansión de la OTAN ha sido teorizado y publicado por personas tan diversas como George Kennan, Henry Kissinger, John Mearsheimer, Jack Matlock, William Perry, Jeffrey Sachs, William Burns o Robert Gates, todos ellos importantes representantes del establishment de las relaciones internacionales en Estados Unidos. La actual guerra ha cambiado la situación y algunos de ellos, fundamentalmente Robert Gates, están ahora dispuestos a luchar contra Rusia “para que nosotros no tengamos que hacerlo”.
La actual guerra se explica por el cúmulo de tres conflictos: el conflicto interno ucraniano, la relación entre Rusia y Ucrania y el rechazo ruso a la expansión de la OTAN abierta y claramente hacia sus fronteras tal y como anticipaban teóricos y analistas hace ya décadas. El segundo aspecto, el del conflicto entre Moscú y Kiev, era el que podía causar el estallido de una guerra, fundamente por estar directamente relacionado con los otros dos. Ucrania había dejado claro que no pasaba por sus planes implementar los acuerdos de Minsk, único tratado de paz existente para resolver la guerra civil que estalló en abril de 2014 con el inicio de la operación antiterrorista de Kiev contra Donbass.
Por otra parte, un crecientemente beligerante Zelensky había comenzado a mostrarse en términos cada vez más duros en referencia a la OTAN y también a Rusia. Duraron poco las esperanzas puestas en el nuevo presidente, que había llegado a la jefatura del Estado tras una campaña en la que prometía compromisos para resolver el conflicto en Donbass, mensaje con el que obtuvo una mayoría cualificada que le habría permitido actuar con la seguridad de contar con un mandato claro para ello. Eso sí, como se observó con las concesiones que Zelensky tuvo que aceptar para lograr la celebración de una cumbre del Formato Normandía, cuando tuvo que enfrentarse personalmente a los soldados del regimiento Azov, todo compromiso iba a chocar con la postura de la derecha nacionalista radical, sector más organizado y armado del país. Por convicción propia o por temor a ese nacionalismo, Zelensky no dio ninguno de los pasos prometidos y rápidamente se instaló en una retórica y política similar a la de su antecesor. Esa escalada verbal y política llevo a la “declaración Crimea”, que Rusia consideró prácticamente una declaración de guerra, y al sabotaje continuado de los acuerdos de Minsk. La aceptación de la “fórmula Steinmeier” no fue sino el espejismo final que volvió a mostrar la capacidad de Ucrania de firmar o aceptar acuerdos que no tiene intención de implementar.
En paralelo al rechazo a dar ningún paso constructivo hacia Donbass -la eliminación del bloqueo, el cumplimiento del alto el fuego o la reanudación del pago de pensiones en la RPD y la RPL- y la profundización de las medidas nacionalistas que habían caracterizado a su predecesor, Zelensky comenzó también a escalar su retórica en relación con la OTAN. Ucrania no solo exigía la adhesión a la UE, sino también a la alianza militar, despejando toda duda de que el objetivo de Maidan no era únicamente pertenecer al bloque político. Esa intención siempre estuvo clara, aunque en 2014 los analistas se limitaban a argumentar que era la Unión Europea lo que había movido a las fuerzas políticas detrás de Maidan. El hecho de que países de la OTAN adquirieran presencia sobre el terreno para entrenar y modernizar al ejército ucraniano fue solo el primer paso, que finalmente dio lugar a la invitación de Zelensky a países como el Reino Unido a instalar bases militares en Ucrania. La exigencia de adhesión, que Kiev había heredado de gobiernos anteriores, nunca fue solo un elemento retórico. Sin embargo, la idea de que la expansión de la OTAN hacia las fronteras rusas había sido el detonante de la invasión rusa ha sido tratada como una teoría de la conspiración rusa para tapar sus objetivos imperiales. El objetivo, según estos analistas, era simplemente subyugar a Ucrania, ya fuera con el objetivo de recrear el Imperio Ruso o, de forma aún más inverosímil, la Unión Soviética.
En este año y medio, analistas de todo tipo han recuperado la frase de Zbig Brzezinski, que afirmó que “sin Ucrania, Rusia deja de ser un imperio”. Sin embargo, los términos en los que Rusia planteó las negociaciones de paz -rotas tras la cumbre de Estambul y el rechazo de Ucrania al compromiso de paz a cambio de dejar marchar a aquellos territorios que se habían mostrado del lado de Rusia- confirmó que era la OTAN y no el mantenimiento de Ucrania en su esfera de influencia lo que Moscú buscaba en ese momento. El principio de acuerdo al que Vladimir Medinsky creyó haber llegado con David Arajamia implicaba la neutralidad de Ucrania -lo que suponía que no hubiera bases militares extranjeras en el país- y una serie de limitaciones de armamento, pero también las garantías de seguridad y el apoyo explícito de diversos países, incluida Rusia, a la adhesión a la Unión Europea. Ya en ese momento, la prioridad de Moscú era la renuncia de Ucrania a la OTAN, no a la UE. Es posible que las intenciones fueran diferentes en el inicio de la operación militar, pero la batalla por Kiev dejó claro que Rusia no iba a poder, si es que esa fue alguna vez su intención, retener a Ucrania en su esfera política o cambiar el Gobierno en busca de uno menos hostil. Apenas un mes después del inicio de la intervención militar rusa, la prioridad única era frenar la expansión de la OTAN hacia países como Ucrania, un Estado grande, con fuertes capacidades militares (de ahí la diferencia con, por ejemplo, Finlandia) y tan hostil a Moscú que había planteado la posibilidad de instalar bases militares británicas en su territorio.
Ha tenido que pasar un año y medio desde ese momento para que un representante de la OTAN repita esa idea como causa de la guerra. En una reciente comparecencia, Jens Stoltenberg ha confirmado lo que cualquier persona consciente de la importancia que ha tenido para Rusia la expansión de la Alianza hacia sus fronteras habría comprobado ya observando el desarrollo de los acontecimientos. “El presidente Putin declaró en el otoño de 2021, e incluso envió un borrador de tratado que querían que la OTAN firmara para prometer no más ampliación de la OTAN. Eso es lo que nos envió y ese era un prerrequisito para no invadir Ucrania”, afirmó un pretendidamente incrédulo Stoltenberg. La idea de que Ucrania era una línea roja para Moscú y una provocación por parte de Occidente se remonta a décadas atrás y no procede únicamente del establishment ruso.
De ahí que Rusia haya buscado durante décadas, como la Unión Soviética hiciera hace un siglo, la construcción de una arquitectura de seguridad continental común y no una política de bloques en la que era consciente de ser el principal oponente o enemigo. La negativa llegó antes de la Segunda Guerra Mundial, cuando, pese a los intentos de Litvinov, que vio muy pronto el peligro que suponía Hitler, Francia y el Reino Unido optaron por mantener aislada a la aún naciente Unión Soviética. Tras la guerra, cuando la alianza antifascista se rompió rápidamente en favor de un anticomunismo que siempre miró a Moscú como peligro, nunca como el aliado que había sido, la OTAN hizo añicos cualquier posibilidad de cooperación en materia de seguridad. La desaparición de la URSS y la emergencia de la débil Rusia de Yeltsin hicieron completamente inútil una Alianza creada para la Guerra Fría y contra Moscú. Aun así, en realidad debido a ello, la OTAN se expandió hacia las fronteras rusas incumpliendo las promesas hechas a la Unión Soviética durante la negociación de la reunificación de Alemania, pero que Gorbachov nunca fue capaz de lograr que quedaran por escrito. La adhesión de Ucrania, y en menor medida la de Georgia sería para Rusia el último paso en una expansión de la OTAN hacia sus fronteras, que siempre -a excepción de los años de Yeltsin, incapaz de percibir los peligros para el país que decía dirigir- fue percibido como una amenaza para Moscú.
Obsoleta en Europa durante años, sin su enemigo comunista con el que justificar su existencia, la actual guerra en Ucrania ha dado a la OTAN una nueva vida. De ahí que ni Stoltenberg ni los dirigentes de los principales países de la alianza renieguen de la guerra ni se arrepientan de no haber querido siquiera pretender iniciar una negociación. “Por supuesto que no firmamos eso”, afirmó Stoltenberg, jactándose de haber preferido arriesgar el futuro de Ucrania, de su población y de sus infraestructuras, para garantizar la posibilidad de expansión futura. Como dejó claro Boris Johnson en su visita a Kiev en los días posteriores a la cumbre de Estambul, el acuerdo de neutralidad y pérdida limitada de territorios -únicamente Crimea y Donbass, con el retorno a Ucrania de los territorios entonces bajo control ruso en el sur- era inaceptable para los países de la Alianza. Para la OTAN, al igual que para Kiev, la guerra era el precio que pagar para garantizar sus objetivos.
En el caso de Ucrania, la guerra le aportaría la oportunidad de conseguir, por la vía militar, lo que los acuerdos de Minsk impedían: luchar por Crimea, el territorio que verdaderamente le importa. Una derrota rusa en la guerra -e incluso una derrota parcial o un resultado no concluyente- le darían argumentos para exigir a sus socios la entrada en la OTAN. Para la Alianza, la guerra es la oportunidad perfecta para remilitarizar el continente contra un enemigo conocido y para expandirse nuevamente hacia el este, primero con Finlandia y posiblemente Suecia (una vez que Hungría desbloquee el proceso) y, a medio plazo, Ucrania. De ahí que no haya arrepentimiento alguno en las palabras de Stoltenberg, sino todo lo contrario. Rusia “quería que firmáramos una promesa de no ampliar nunca más la OTAN. Quería que retiráramos nuestra infraestructura en todos los nuestros aliados que se han unido a la OTAN desde 1997, es decir, media OTAN. Todo el centro y el este de Europa. Tendríamos que retirarnos de esos países, creando una especia de A y B, miembros de segunda. Rechazamos eso”, explicó Stoltenberg.
Esa propuesta rusa que describe el Secretario General de la OTAN no es sino detener una ampliación que solo ha causado más tensión y la reducción de presencia de misiles y material pesado de los países de la Alianza, una desescalada que podría haberse encaminado hacia la construcción de una arquitectura de seguridad continental que incluyera también a Rusia. El Gobierno de Putin obtuvo de la OTAN el mismo rechazo siquiera a valorar la posibilidad que Litvinov recibiera hace casi un siglo. La destrucción de Ucrania era el precio que todas las partes implicadas estaban dispuestas a pagar para garantizar la continuación de las estructuras de la Guerra Fría y disponer de un enemigo militarmente más débil que la suma de los países de la Alianza pero lo suficientemente fuerte para justificar el aumento del gasto militar. El error de partida ruso fue confiar en la buena voluntad negociadora de Ucrania en Minsk y en Estambul y calibrar de forma incorrecta los signos de debilidad que suponían la retirada de Afganistán y la pérdida de supremacía económica y política. Ahora, independientemente de cuál sea el resultado final de la guerra, es evidente que la situación es militarmente mucho más peligrosa para Rusia que en el momento en el que Moscú decidió elevar la apuesta y exigir a la OTAN una negociación que nunca estuvo interesada en realizar.

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