Artículo Original: Dmitry Steshin / Komsomolskaya Pravda
Desde mi casa en el centro de Donetsk hasta el frente hay veinte minutos en coche según el navegador, alrededor de una hora andando. Salimos pronto por la mañana, entre el frío. Durante el día, en la estepa de Donetsk el termómetro cruza fácilmente la línea de la fiebre, 36º, el sol quema como una sartén con el chaleco antibalas y las armas automáticas no se enfrían hasta horas después de disparar. Posiblemente sea la suerte del periodista participar en la rutina de un día de una unidad de francotiradores. ¿Cómo? Con unos cuantos apretones de manos. Traje para los chicos una maleta con una estación meteorológica de Moscú, un regalo de un médico sirio. Un oftalmólogo me explicó durante un breve encuentro en el metro que uno de estos grupos de francotiradores había salvado a su familia en Deir-ez-Zor hace unos años. Así que consideraba que era su deber ayudar a quienes les habían salvado. Así es como el bien fluye por el mundo, a través de conexiones desconocidas e impredecibles.
El pueblo al que nos trasladamos está siendo bombardeado desde la mañana hasta la noche. Un proyectil acaba de impactar en un sector residencial donde sigue residiendo la población, que va a trabajar por la mañana. El más veterano del grupo tiene el nombre de guerra Moskva y observa a los ciudadanos que esperan al autobús matutino por el corredor verde. No tienen que vernos. Los francotiradores se colocan en sus posiciones encubiertas. Según los chicos, además de drones en el aire, hay claramente personas en el pueblo que ayudan a las tropas ucranianas. Es difícil saber quiénes son.
Preparan el rifle de calibre 12,7 en su caja. Uno de los francotiradores bromea: “Nos vamos de pesca”. Escondemos mi coche lo mejor posible, lo encajonamos en un patio bajo un techo verde de metacrilato. No hay rituales, signos ni señales. El autobús se marcha y rápidamente nos colocamos los chalecos y cinturones y salimos, sintiendo ya el insoportable calor de Donbass que se nos viene encima. Solo estas llegadas a las posiciones son peores que los bombardeos. Tiramos de las últimas fuerzas y aún queda un kilómetro que recorrer corriendo y con el equipamiento a través de algunas zonas en las que podemos estar a la vista del enemigo. Se han cavado curiosas trincheras que cubren hasta el tobillo. Observo a los chicos con lo que pasaré unas horas no especialmente placenteras y cuyo resultado es impredecible. Moskva, de ojos claros, ha pasado por Siria y Libia y tiene la energía de un comandante. Es un fenómeno inexplicable que, aun así, se nota al instante. Mi compatriota del Volga, Astrajan, tiene una mirada tenaz. Es el principal francotirador de nuestro grupo.
Enot es el más mayor, tiene 46 años. Él y Moskva realizan el reconocimiento, identifican los objetivos y cubren a los francotiradores. Enot me lo explica todo con paciencia. Psicológicamente, fue importante para mí cuando, por la tarde, empezaron a bombardearnos sin cesar y nuestra artillería condujo el fuego de contrabatería. Enot comentó brevemente: “fuera”, “nos pasará por encima”, “estos son los nuestros”, “esto es para nosotros”. Le escuché con atención, como se escucha a un profesor en primero de primaria.
Los chicos se sientan en el suelo. Qué puedo decir, son la élite del Ejército Ruso. Moskva me explica dónde vamos: “Estas son las viejas posiciones del Ejército Ucraniano. Los ukrops las cubrieron de Grads y se retiraron unos ochocientos metros a otras posiciones. Y ahí está la línea Mannerheim”.
Noto algo: “Creía que era propaganda militar para explicar por qué no podemos alejar al enemigo de Donetsk”.
“Veo estos búnqueres, todo está fortificado, incluso las puertas son de acero. Por eso escaparon del bosque con tanta facilidad. ¿Para qué aferrarse en estas trincheras cuando tienes fortificaciones de cemento detrás de ti?”
Ahora somos nosotros los que nos aferramos a estas trincheras, manteniéndolas. Las raíces y troncos de la plantación boscosa permanecen, pero los árboles grandes han quedado cortados por los fragmentos de metralla. Aun así, siguen quedando jóvenes acacias, cuyas ramas servirían de bonitas espadas para jugar a los mosqueteros. Como yo jugaba de pequeño.
Las posiciones del Ejército Ucraniano están marcadas por gaviones de metal, un regalo de los amigos de Occidente. Otro regalo está tirado en el suelo: un contenedor vacío de un misil antitanque inglés NLAW. Ellos recibieron estas posiciones de los nuestros y ahora los nuestros las reciben de ellos. Todos los parapetos y trincheras están llenas de, como dicen los arqueólogos, “pruebas de existencia” en diferentes capas. De una de las más bajas saco unas excelentes gafas antirrotura Bundeswehr que quiero desde hace tiempo. Alrededor, hasta donde alcanza la vista, hay un terrible desastre lleno de placas agujereadas, chalecos antibalas, cascos, nuestras raciones y snacks ucranianos. Una ametralladora de tanque con gatillo eléctrico y varios cinturones de munición cuelgan del parapeto bajo una chaqueta ucraniana. ¿Qué hace aquí? El viento hace volar las vendas colgadas en los arbustos, manchadas de sangre marrón, nadie sabe de quién. Ayer hubo tres muertos aquí.
El cañón mira hacia nuestra retaguardia. No lo comprendo inmediatamente, pero al final me doy cuenta de que tras la ocupación de las posiciones ucranianas, el frente resulta estar al otro lado. Todo esto recuerda seriamente a la guerra de trincheras de la Primera Guerra Mundial, al menos tal y como la hemos imaginado por los libros y las películas.
Los francotiradores eligen un hueco en el que resguardarse. En caso de que pase algo, hay que lanzarse inmediatamente allí. Colocan en el parapeto la estación meteorológica donada. Parece calmada, pero la flecha rota rápidamente midiendo el viento en la pantalla. Los francotiradores apuntan datos en un cuaderno: la temperatura, presión, etc. Me explican que es importante trabajar a una distancia de menos de un kilómetro.
Junto a Enot, me acerco al límite frontal. En ocasiones se queda congelado durante una docena de minutos y barre el espacio con la óptica. Enot tiene manos de hierro y paciencia de piedra. Me siento a sus pies en la trinchera y le distraigo con preguntas estúpidas: “¿Qué ves? ¿Cuántos ukrops?”. Enot contesta con paciencia: “776 metros. Nadie de momento. Todo está fortificado, incluso alrededor de los árboles hay cemento. Más allá hay otra línea en altura, también de cemento, hay puntos de ametralladoras”.
De repente, justo sobre nosotros, comienza a llover fuego de armas automáticas. Está apoyado por ametralladoras, pero después todo desciende. Un veterano miliciano se baja del parapeto y pone un lanzagranadas en la esquina de la trinchera. No sé cómo ha llegado hasta ahí con el lanzagranadas preparado. Aparece el comandante de la división, de nombre de guerra Italianets. Se dirige de forma estricta a un joven miliciano de bigote de novato y cubierto con un casco de hierro casi hasta la barbilla: “¿Por qué hacías ruido?”
El miliciano se intenta justificar: “He oído el crujido de una rama bajo mis pies y alguien escupió”.
Enot se encoge de hombros y dice que es mejor que todo el mundo esté en guardia antes que relajado. Volvemos a inspeccionar la zona neutral y hay una sorpresa: marcas de movimiento. Hace unos días, los cosacos estaban ahí y cuando se marcharon no advirtieron de minas a los zapadores. Italianets jura, no precisamente en italiano. Un grito interrumpe su diatriba: “Dron”. Y nos lanzamos al hueco.
El búnquer está organizado por el reservista Volodya, un bajito soldado que parece un gnomo subterráneo con un erizo en la cabeza. Volodya inmediatamente empieza a preparar té para sus visitantes. A la derecha del búnquer hay otro bang, el dron ha lanzado una mina. Volodya mira el reloj y dice: “Pues nada, chicos, tenemos 30-32 minutos libres”. Le miro sin entender nada y explica: “Créeme, todo es como la farmacia. Ahora el dron volverá, cambiarán las baterías, pondrán otra mina y volverá. Ayer nos destruyeron la mitad del refugio”. Miro a la oscuridad y me doy cuenta: sí, queda exactamente la mitad, más allá es todo un desastre de tierra y restos destruidos”.
Pero el tiempo libre no funciona, las minas polacas de calibre 60 empiezan a llegar a nosotros en largos intervalos. Son silenciosas, solo se puede oír la propia explosión, a veces nada más. Hay muchos proyectiles polacos, no los escatiman. Se dice que Polonia ha fabricado miles de morteros para Ucrania en los últimos meses. Volodya, aprovechándose de la ausencia de sus superiores, dice: “¿Quieres un poco de pan? Han traído lo mismo para nuestros vecinos”. Me da un trozo de pan de los que hay sobre un camastro. El pan está cubierto de moho verde, pero parece de madera. Miro hacia el frente e intento hacer una broma, algo terapéutico, como penicilina, pero nadie se ríe. “No vas a escribir esto”, me dice Volodya. Todo me hierve por dentro. Hay media hora en coche desde la ciudad y no pueden traer pan en condiciones a los soldados…
Entonces todos empiezan a quejarse. “No hay agua, los gestores dicen que tienen miedo de traerla. No podemos ir de permiso, hace cinco meses que no veo a mi familia. Aunque sea un día, me cuesta una hora llegar a casa y el té no tiene que venir de Kamchatka. La comida es solo guiso. Hay, eso sí, un montón”.
A los treinta minutos, todo se repite. “Dron”. Y todos corren a esconderse. Italianets salta al búnquer y comienza una larga conversación. A los observadores no siempre les gustan los grupos de francotiradores: “Haces un ruido y entonces nos cubren de artillería de la mañana a la noche”. No se puede discutir eso. Pasar meses sentado en las posiciones empieza a hacer pensar solo en una cosa: sobrevivir. Los francotiradores o grupos de reconocimiento o sabotaje tienen tareas algo más amplias: infligir daños en el enemigo y sobrevivir. Hay un punto en el que esos intereses se unen y saltan chispas. No es casualidad que Moskva llamara a un grupo de personas con un aparato llamado droneboy a nuestras posiciones. Con su ayuda, se puede silenciar la comunicación del dron con el operador, se puede hacer aterrizar y capturarlo. Italianets está de acuerdo en que privar al oponente de drones es algo bueno, pero no quiere abrir fuego contra el enemigo para que los francotiradores puedan trabajar contra las ametralladoras y lanzagranadas. En el fondo, todos lo entienden.
Italianets es un minero de quinto grado, un minero de élite, que lleva cinco meses en las trincheras. Cualquiera estaría enfadado y querría irse a casa. La conversación está estancada, así que pregunto: “Dime, ¿por qué luchas?”
Responde sin pensar: “Por mi mujer, por mi casa, por mí”.
“¿Cuánto tiempo llevas luchando?”
“Cinco meses. Este fin de semana ha sido el primero en casa desde primavera. Me llamaron el domingo por la tarde: Prepárate. Había perdido a seis chicos en este tiempo, fui a ver a sus mujeres. Tres habían muerto por bombardeos, tres por actos subversivos. Unas me preguntaban por qué yo no había muerto, otras preguntaban qué estaban diciendo”.
Italianets calla, se gira, en su cara se nota que todo a su alrededor se le está viniendo encima y empieza a temer lo que está diciendo. Le paso un paquete de cigarrillos diciendo: “Esté bien, los traje de la frontera, del duty free”. Se calma, se recompone y lo resume todo: “Lucho y lucharé por mis chicos”.
La situación se resuelve. El walkie-talkie hace un ruido. Viene un grupo de soldados con un droneboy y todos se preparan para fastidiar a los ukrops. Escuchamos cómo se acercan, las minas caen por el camino de los chicos, pero no con precisión. Empieza a trabajar la artillería pesada. Veo junto a Enot cómo los proyectiles caen sobre la localidad en la que he dejado el coche. Las columnas de humo son claramente visibles en el aire. Enot me tranquiliza: “Esta es alta, esa aún más alta y esa está fuera de dirección”. Esas observaciones me reconfortan solo un poco, me obligo a no pensar en el coche. Es más, la contrabatería empieza a golpear al enemigo. De forma inconstante y débil, pero empieza. Unos Grads empiezan a caer sobre el Ejército Ucraniano, después una leja artillería y unas cuentas voleas.
El nombre correcto del droneboy es “Mobile UAV Supression System” y sus creadores se inspiraron claramente en Star Wars. El chico del droneboy se sitúa en la trinchera y le muestran la dirección desde la que llegan los drones hacia nuestra posición. Me acerco por la espalda y bromeo: “Está prohibido dirigir esta cosa a mujeres y niños, lo dice en la señal”. El operador me mira sorprendido y destroza la fantasía leyendo: “Dice humanos y animales”, se ríe y dice que le acaban de dar el aparato hace unas horas y le acaban de enseñar a usarlo. “Pero tiene dos botones, no es tan difícil. Creo que nos las arreglaremos”.
Astrajan trae un rifle que parece medir tres metros y toma posición. Moskva, en la posición de observación, mira con binoculares de larga distancia y Enot, con la ametralladora, está preparado para cubrir al francotirador. Los soldados a nuestra izquierda y derecha abren fuego con ametralladoras. Pero el enemigo ha adivinado nuestra ingeniosa jugada y abre fuego de mortero, obligándonos a echarnos a tierra varias veces.
Al caer la noche, desmontamos las posiciones. El camino de vuelta resulta ser más largo, tres veces el de ida para esperar a que acabe el fuego de artillería. Esperamos en un buen lugar, donde una mina destruyó los melocotoneros de una casa rica.
Los proyectiles siguen cayendo sobre el pueblo, esperamos y vamos al coche. La dueña del patio en el que he escondido el coche lo ha cubierto con una vieja bandera. Ha intentado salvar el coche, pero aun así, una pieza de metralla ha roto la luna. Imaginé a la mujer protegiendo el coche bajo las bombas. Pensé que esa es la representación del coraje. Esta mujer tiene una hija en el frente en Lisichansk y está haciendo todo lo que puede por la victoria. No tuve tiempo de agradecérselo. Moskva me aconseja salir rápido a pesar del intercambio de voleas. Parecía una película de acción de las malas, esas en las que el protagonista conduce rápidamente con bombas explotando a izquierda y derecha. Solo que el héroe al volante suele ser un valiente, mientras que yo apenas tenía la nariz por encima del volante.
Volé hacia el boque detrás del pueblo, respiré y vi un Lada Niva en medio de la carretera, golpeado y con las ruedas pinchadas, en medio de un charco de gasolina. Acababa de ser atacado por un dron. Un militar sacaba fotos alrededor del coche, registrando los daños en su teléfono. Frené y me ofrecí a ayudar, pero el soldado negó con las manos: “Vete de aquí, hermano, conduce rápido”. No había dónde esconderse: Donetsk llevaba bajo el fuego de artillería desde la mañana y, al caer la noche, la ciudad estaba cubierta de una densa capa de humo. Solo entonces se detuvo el bombardeo. Hasta el día siguiente.
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