La pérdida de unas elecciones, y con ellas no solo el cargo, sino la capacidad de influencia política, obliga a políticos y políticas occidentales a buscar nuevos caminos, un rumbo que generalmente pasa por atravesar la puerta giratoria de las grandes multinacionales. Sin embargo, para quienes las aspiraciones no son solo económicas sino todavía políticas, la salida más viable es la del enorme complejo de fundaciones, organizaciones no gubernamentales o think-tanks, en los que poder continuar realizando una labor fuertemente ideológica y con la que garantizarse presencia e influencia mediática y posibilidades de futuro en instituciones supranacionales una vez que el liderazgo de un país medio europeo ya no parece un objetivo lo suficientemente ambicioso. El caso de Sanna Marin, la estrella socialdemócrata finlandesa que consiguió hacer su país miembro de la OTAN por la vía rápida antes de perder las elecciones frente a la derecha, es paradigmático. No pasó desapercibida su beligerante postura proucraniana, antirrusa y belicista después de la invasión rusa, inicio de un camino que ha dado lugar a que los países nórdicos, antes vistos como pacifistas, sean ahora uno de los focos más beligerantes de Europa, ni tampoco su cara compungida en el funeral de un fascista. De visita para mostrar el inquebrantable apoyo finlandés a Ucrania en la guerra común contra Rusia, Marin acudió junto al presidente ucraniano a dar el último adiós a Da Vinci, Dmitro Kotsiubaylo, miembro del Praviy Sektor al que Zelensky había otorgado antes de la invasión rusa el título de héroe de Ucrania y en cuyo entierro se reunió la plana mayor del establishment político y militar, signo inequívoco del rumbo que en la última década ha tomado el país.
Desde su posición de referente político de una socialdemocracia continental ligada a la OTAN y que no ha dudado en ver las bondades de la guerra en su cruzada contra Rusia, Marin ha seguido siendo parte importante del complejo político-ideológico de justificación de la vía militar como única resolución posible a un conflicto en el que Ucrania debía triunfar y la Federación Rusa debía ser derrotada en el campo de batalla. En esta última semana que debía estar marcada por la cumbre de reconstrucción, aunque el foco haya regresado gracias al cambio de postura de Donald Trump a la solución militar y las necesidades de armamento para volver a escalar la guerra, Marin vuelve a la actualidad del ejercicio de lobby camuflado de análisis para ejercer de portavoz de la institución en la que es “consejera estratégica”, el Instituto Tony Blair para el Cambio Estratégico.
El TBI, como es conocido por sus siglas en inglés, no solo es polémico por la figura de su fundador, que no dudó en utilizar la mentira para unirse a George W. Bush y otros protagonistas de la invasión que consiguió destruir Irak y desestabilizar todo Oriente Medio, sino que ha sido protagonista estos días por su participación en otra iniciativa no menos dañina y no menos ilegal. Según afirma Financial Times, miembros del Instituto liderado por el exprimer ministro laborista británico, cuyo papel de grupo de presión en Oriente Medio no es nuevo y jamás ha sido constructivo, participaron en el diseño, a cargo del Boston Consoulting Group, del plan Riviera para la limpieza étnica de Gaza y su transformación en la utopía propuesta por Donald Trump, que llegó incluso a publicar un vídeo creado con inteligencia artificial en el que se bronceaba en la piscina, copa en mano, junto a Benjamin Netanyahu.
En el caso de Ucrania, ni Marin ni Blair proponen pagar a medio millón de personas para que abandonen “voluntariamente” -después de haber sido bombardeadas durante meses y sometidas a un régimen de hambre para obligarles a dejar atrás lo que quede de sus vidas- sus casas como sí proponen en Gaza, sino que se ciñen a la línea oficial que en Europa comparten democristianos, socialdemócratas, verdes y una parte importante de la ultraderecha. La lucha contra Rusia es demasiado importante como para tener en cuenta las encuestas que apuntan al desgaste de una población que se inclina por el compromiso y la búsqueda de un alto el fuego que permita recuperarse al país. El planteamiento de Marin para el TBI, publicado como artículo en Politico para hacerlo coincidir con la cumbre de reconstrucción, no tiene en cuenta el retorno de la prominencia de los halcones y el más que probable recrudecimiento de la guerra, sino que está escrito aún bajo el temor a un alto el fuego o incluso, el peor escenario posible para los ideólogos continentales, un acuerdo de resolución del conflicto.
“Mientras los líderes mundiales se reúnen en Roma para la Conferencia sobre la Recuperación de Ucrania de este año, no hay que hacerse ilusiones sobre lo que está en juego. Poner fin a la guerra de agresión de Rusia sigue siendo la principal prioridad de Ucrania. Pero lo cierto es que ni siquiera eso garantizará una estabilidad duradera”, afirma Marin, cuya propuesta parece pensada para ser el complemento político al plan Starmer-Macron de despliegue de algún tipo de contingente militar de los países europeos de la OTAN a modo de disuasión. Ambos planteamientos parten de la base de una resolución temporal que no va a cerrar el conflicto, el escenario deseado por los países europeos y Ucrania precisamente para justificar su presencia militar, política y económica en el país. En el reparto del trabajo, los gobiernos, fundamentalmente los del Reino Unido, Francia y Alemania, se encargan de suministrar el discurso oficial para justificar la presencia militar sobre el terreno y organizaciones teóricamente ajenas a ellos se encargan de reclutar inversiones y gestionar una privatización de la gestión pública revestida de intervencionismo político y económico humanitario. Todo ello desde la idea de que, como la guerra, también la posguerra de Ucrania es existencial para Europa, entendida como el Reino Unido, la Unión Europea y Ucrania.
El objetivo entonces es presentar el país como un Estado fiable, estable y comprometido con los valores europeos, que no hace falta definir, y capaz de responder al reto del día después de la guerra con la unidad con la que respondió a la invasión. Ese planteamiento olvida la división que existió, no solo desde el 22 de febrero de 2022, sino desde el 22 de febrero de 2014, cuando el país se partió, perdió Crimea y a miles de personas en Donbass y en otras zonas del país, que tomaron las armas para luchar contra Ucrania. El discurso de unidad, de un pueblo que actúa como un todo tanto en el frente como en la retaguardia de la resistencia económica y social del mantenimiento del empleo y la producción militar, es tan falso ahora como lo fuera hace una década, tiempo en el que solo se ha considerado pueblo ucraniano a aquel que, situado en territorio bajo control de Kiev, ha defendido la guerra de agresión contra Donbass y cerrado filas con su Gobierno en la idea de luchar hasta la derrota final de Rusia. Desde este simplista punto de vista, lobistas y think-tankers de todo tipo ven en la sociedad ucraniana un organismo que se mueve al ritmo de los deseos y necesidades de su Gobierno, que casualmente coinciden por completo con el de los Estados y el gran capital europeo.
“La verdadera recuperación exigirá algo más que fondos para la reconstrucción o disuasión militar. Requerirá una inversión profunda y sostenida en los sistemas que sustentan un Estado soberano fuerte. Uno de los sistemas más vitales -y más olvidados- es el propio pueblo ucraniano”, escribe Sanna Marin en el claro lenguaje publicitario de los artículos de análisis que son, en realidad, un llamamiento a la inversión por parte de las empresas y una orden a los gobiernos de las reformas para acomodar sus intereses. En apenas dos menciones, Marin se deshace de la cuestión de la pérdida de población ante la emigración, una cuestión que el Gobierno ucraniano sí considera existencial. La conversación no debe centrarse en el retorno de la población refugiada, alega Marin pese a admitir que su retorno sí será crítico a largo plazo. Pero si el retorno de millones de personas al país no es algo en lo que haya que perder tiempo ahora mismo es por el dato que añade Sanna Marin, que admite que solo la mitad de esa población tiene intención de volver al país. En el triunfalismo arrogante del país que sobrevive gracias a las aportaciones extranjeras, dar por hecho que toda la población refugiada, emigrante e incluso parte de la diáspora nacida en el extranjero volverá a la madre patria es una parte relevante del discurso nacionalista y de las promesas de prosperidad y riqueza del futuro.
Pero incluso las organizaciones más cercanas a Ucrania son conscientes de que esa narrativa es un sueño difícil de cumplir, por lo que hay que centrarse en utilizar a la población que aún permanece en el país para justificar la propuesta económica de desregulación y privatización con la que se propone reactivar una economía mantenida de forma artificial gracias a concesiones occidentales. “El mayor activo sin explotar de Ucrania está ya dentro de sus fronteras: millones de ciudadanos dispuestos a trabajar, reciclarse y reconstruir, si se les da la oportunidad. No se trata de una cuestión blanda, sino de un imperativo estratégico. Y un nuevo estudio del Instituto Tony Blair muestra que, si se actuara ahora con valentía, la población activa de Ucrania podría aumentar un 25%, incluso mientras dure la guerra”, sentencia Marin para dar la cifra de tres millones de personas que podrían ser incorporadas a un mercado laboral en el que, por supuesto, exige reformas.
Ucrania no puede permitirse esperar el retorno de la población refugiada, una admisión implícita de que no va a volver, por lo que “hay que centrarse en liberar el potencial de los que ya están dentro de las fronteras del país. Y eso empieza por modernizar el mercado laboral, eliminar las barreras que impiden trabajar e invertir en las capacidades que impulsarán la reconstrucción de Ucrania desde la base”.
“En la actualidad, el 83% de los ucranianos con discapacidad no tienen trabajo. Las mujeres se enfrentan a una brecha de participación de 15 puntos en comparación con los hombres. Y más de un tercio de los desplazados internos están en paro. Mientras tanto, el 40% de las empresas afirman que no pueden encontrar el talento cualificado que necesitan”, explica Marin para describir lo que percibe como los problemas de empleabilidad de una parte importante de la población. El problema no es el enorme aumento de personas con discapacidad debido a la guerra ni que el elevado paro de las mujeres se deba a que gran parte de la población masculina está empleada, no siempre voluntariamente, en el ejército. El problema es que las empresas no encuentran población cualificada, algo que tampoco tiene nada que ver con la dejación de funciones del Estado en la educación o en el hecho de que la emigración sea, desde mucho antes de la invasión rusa, la forma más factible de ganarse la vida.
Desde la visión utópica de un país comprometido en los valores europeos y dispuesto a hacer las reformas necesarias para convertir su mercado laboral en la panacea del mundo libre, Marin propone tres medidas sencillas que no difieren en absoluto del modelo que se ha impuesto en Ucrania, de una forma o de otra, desde 1991 y especialmente desde 2014 y que son parte de los motivos por los que el país era, antes de la invasión rusa, uno de los más pobres de Europa. En el estilo optimista y siempre dando soluciones simples a problemas complejos, Marin no presenta la situación como un problema, sino como una oportunidad, una posibilidad de un cambio que va a beneficiar indudablemente a la población del país. Por supuesto, se trata de soluciones venidas desde fuera y en las que la opinión de la población que desea rescatar de una legislación arcaica de 1971, fruto del Estado social que liberales de todo tipo quieren abolir y hacer olvidar, un país que tiene que dejar atrás los resquicios del que ofrecía derechos sociales en favor de uno basado en los derechos individuales -aplicados solo al pueblo ucraniano correcto- y, sobre todo, los beneficios empresariales.
“La buena noticia es que Ucrania dispone de las herramientas para cambiar esta situación, y el país tiene el impulso de su lado: miles de millones en ayudas de donantes, un nuevo Código del Trabajo casi finalizado y una voluntad política real. Cuenta con una infraestructura digital que es la envidia de los gobiernos de toda Europa. También cuenta con una población dispuesta a adaptarse: casi el 40% de los desempleados ucranianos se declaran dispuestos a reciclarse y una cuarta parte de ellos a trasladarse a otro país si encuentran el trabajo adecuado”, se jacta Marin sin recordar que el Código del Trabajo que elogia elimina la negociación colectiva y deja en manos de la clase empresarial los derechos laborales de la trabajadora o que las cifras que ofrece no son exactamente positivas para el desarrollo del país. El mensaje es también una forma de recordar al Gobierno ucraniano que no es preciso esperar al final de la guerra para realizar las reformas, compatibles con continuar luchando en una guerra que ya es la razón de ser del Estado.
Aunque todo el planteamiento económico del Instituto Tony Blair, de Sanna Marin, del FMI, la Unión Europea o el Gobierno de Zelensky, cuya ideología económica es cercana a la de Javier Milei, pasa por la privatización y la desregulación, el artículo no entra específicamente en esos aspectos, posiblemente porque se dan por hecho. En realidad, Marin ofrece únicamente tres propuestas, todas ellas de una simplicidad abrumante. Utilizar las facilidades de la economía digital para encontrar oportunidades de trabajo o de formación y finalizar la reforma laboral son dos de las grandes propuestas del Instituto Tony Blair. La última, algo más elaborada, recomienda “poner a los empresarios al volante vinculando cada programa de reciclaje a una oportunidad real de empleo. Aunque hay cientos de cursos disponibles, muchos enseñan competencias que las empresas no necesitan, o se dirigen a trabajadores que ya tienen empleo en vez de a los que buscan trabajo. Las ayudas a la recualificación deben estar supeditadas a que los empresarios codiseñen los planes de estudios y se comprometan a contratar a los titulados”. No hay nada más socialdemócrata que poner a la clase empresarial al volante del diseño de las políticas laborales.
Todo por la empresa y todo para la empresa, especialmente aquella a la que se está animando a invertir, concretamente al gran capital europeo y norteamericano. Porque, como sentencia finalmente Sanna Marin “con la inversión adecuada, los ucranianos no solo reconstruirán, sino que liderarán”.
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