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Batallón Azov, Biletsky, Extrema Derecha, Fascismo

El odio de la extrema derecha

“A pesar de sufrir grandes pérdidas por los prolongados combates, el enemigo persistió en sus esfuerzos por capturar Ugledar. Decididos a hacerse con el control a cualquier precio, desplegaron reservas para lanzar ataques de flanqueo que pusieron a prueba las defensas de las Fuerzas Armadas Ucranianas. Estas acciones crearon una amenaza de cerco de la ciudad. El alto mando autorizó una maniobra para retirar unidades de Ugledar con el fin de preservar el personal y el material militar y tomar posiciones para nuevas operaciones”, escribía ayer Ukrainska Pravda que, como otros medios ucranianos, admitía la pérdida del último fortín del vértice en el que el frente del sur se convierte en el del este. Los argumentos son siempre los mismos -el enemigo ha sufrido más bajas, es más importante preservar las vidas de los soldados, la lucha continúa en las siguientes posiciones, generalmente más ventajosas- y la tendencia se consolida: Rusia avanza en Donbass y pone ahora sus vistas en Kurajovo, una ciudad más grande, nudo de comunicaciones, y cuya pérdida supondría para la población de la ciudad de Donetsk la garantía de que Kiev no podría, después de una década, alcanzar incluso los suburbios de la capital con su artillería de 155 milímetros. Se repite también la prudencia de la Federación Rusa, que pese a la evidencia y a que incluso Ucrania acepta la derrota, no ha anunciado oficialmente aún la captura de Ugledar. Las imágenes geolocalizadas mostraban, como escribió ayer DeepState, “banderas de los katsaps en todas las esquinas de la ciudad”. La fuente ucraniana volvía a quejarse amargamente de que no se trataba “solo de la tricolor sino también el trapo con la hoz y el martillo de la Unión Soviética que diligentemente han heredado”.

No se trataba en esta ocasión del estandarte de la 115ª Brigada, cuyo símbolo es la bandera soviética al que se ha añadido el nombre de la formación, sino simplemente la Bandera de la Victoria, antaño símbolo de todos los pueblos soviéticos y posteriormente exsoviéticos en su lucha común contra el fascismo, pero que se ha convertido en el reflejo del cambio político de la última década. Planteada en clave nacionalista en ambos casos e intentando sin éxito -al menos a ojos del Sur Global, capaz de detectar la colonización y aquello que no lo es- presentarla como guerra de liberación nacional en el caso ucraniano, estos dos países capitalistas y con modelos económicos neoliberales que hasta 2022 no difirieron en exceso han plasmado su enfrentamiento ideológico en símbolos como la bandera que las tropas soviéticas izaron en Berlín durante la liberación de la capital alemana en los últimos días del nazismo. Ucrania, que en 2014 hizo realidad la máxima de Niemöller de que “primero vinieron a por los comunistas” -sus sedes fueron ocupadas por la extrema derecha, nunca fueron devueltas y una parte pasó a manos del Estado mientras otra permaneció en las de quienes las habían asaltado- ha visto en esta década un ascenso de la importancia de la extrema derecha que desde Occidente sistemáticamente se ha minimizado, negado y finalmente justificado.

Generalmente, el análisis se limita a tres factores -los nombres, los símbolos y los resultados electorales-, un acercamiento que se queda en los aspectos más superficiales, que obvia la infiltración del discurso nacionalista como único discurso oficial posible y que, sobre todo, no puede explicar cómo es posible que un presidente de origen judío se fotografíe con vestimenta de una marca de inspiración claramente neonazi o que la reacción rusa haya sido no ocultar ni impedir el uso de símbolos comunistas, que ahora son denostados en Ucrania prácticamente como símbolo de odio.

El ascenso de la ultraderecha nacionalista, con sectores más afines al fascismo y otros al neonazismo con fuertes toques de paganismo e imbuidos por la Revolución Conservadora alemana, no puede medirse en el número de soles negros o tatuajes de inspiración fascista que a menudo se observan en las imágenes de los soldados ucranianos en el frente (como se observan también, aunque de forma mucho más esporádica, en las tropas rusas, fundamentalmente en unidades como Rusich, que ha luchado de la mano de Wagner). Hay que añadir a la presencia, en ocasiones proliferación, de simbología fascista, el uso por parte de las autoridades del Estado de indumentaria con tintes fascistas el protagonismo de personas como Andriy Biletsky o Denis Prokopenko, ambos figuras importantes en las filas del aparato de seguridad de Ucrania. El perfil aparentemente menos político de Prokopenko oculta su origen en la División Borodach, cuyo símbolo era un totenkopf modificado, núcleo duro sobre el que se construyó el Azov de 2014, ese sobre el que alertaban incluso medios liberales occidentales y abiertamente hostiles a Rusia como The Daily Beast. Biletsky, por su parte, cuenta con una amplia hemeroteca en la que se encuentran incluso declaraciones supremacistas blancas y profundamente antisemitas.

Durante los ocho años transcurridos entre la victoria de Maidan, revolución en la que la extrema derecha actuó como una fuerza de choque tan importante que su papel se premió dejando varios ministerios en manos de Svoboda, entonces el partido fascista más importante de Ucrania, el principal argumento para defender la tesis de que no había un problema de extrema derecha en el país fueron los resultados electorales. El auge de Svoboda había pasado ya y su líder, Oleh Tyahnibok, un hombre que nunca había escondido sus convicciones y que se había destacado por proferir insultos antisemitas, por ejemplo, a la actriz Mila Kunis, se dejó la escasa credibilidad que mantenía en un ataque contra la Rada en Kiev. La unión de Azov, Praviy Sektor y Svoboda para las elecciones de 2019 supuso la consolidación de la tendencia: la extrema derecha no tenía capacidad de movilización electoral. Y, sin embargo, su presencia fue evidente mucho antes de que la invasión rusa radicalizara las posturas nacionalistas y terminara de normalizar a las diferentes versiones de Azov, los Lobos de DaVinci cuya procedencia es el Praviy Sektor o incluso el Naghtingale (Nachtigall) de Evhen Karas, procedente del C14 vinculado a Svoboda. Quienes miden la influencia de la extrema derecha en votos ocultan también que algunas de las figuras históricas de la ultraderecha ucraniana consiguieron sus escaños a base de ganar presencia en partidos teóricamente más centristas. Es el caso de Andriy Parubiy, presidente del Parlamento durante la etapa de Poroshenko, que desde su puesto planteó una teoría similar a la del gran reemplazo que la extrema derecha utiliza en Europa occidental y Estados Unidos, alegando que Rusia sustituyó a la población ucraniana del este del país por población rusa en lugares como Járkov.

La principal vara para medir la influencia de la extrema derecha en Ucrania durante la última década es observar los cambios en el discurso y la ideología oficial, que no solo ha demonizado y prohibido la simbología soviética, no únicamente para eliminarla como imagen, sino como parte de un trabajo sistemático de ruptura económica, política, cultural y, sobre todo, social con la Federación Rusa y rechazo a todo pasado común con Rusia o la Unión Soviética. En esa labor, pueden destacarse tres aspectos que ya se han repetido en esta última década: la cuestión de la lengua, el cambio del currículum escolar para adaptarlo a las perspectivas nacionalistas oficiales y el revisionismo histórico para hacer de grupos y personas que colaboraron con el nazismo héroes por la libertad de Ucrania. No ha sido Svoboda sino partidos liberales los que han introducido una moción para prohibir el uso de la lengua rusa en el ámbito educativo, incluso en los recreos. Así lo denunciaba Marta Havrysko, una profesora universitaria que recientemente ha recibido ataques incluso de sus alumnos por negarse a enaltecer a la Galizien Division de las SS. Tampoco hace falta un Gobierno a cargo de partidos de extrema derecha para que una pensionista haya recibido una sentencia de cuatro años de prisión -conmutada a libertad condicional- por un único “me gusta” en un post en las redes sociales como denunciaba Ivan Katchanovski.

Lengua, cultura e historia eran las bases del programa electoral de Svoboda en los momentos en los que emergió como fuerza política. El hecho de que esos postulados hayan sido adoptados por las formaciones aceptadas en el juego democrático de los partidos de centro eliminó todo el potencial electoral de grupos políticos que se quedaron sin discurso.

La guerra de 2022 hizo regresar los tiempos en los que todo estaba justificado, incluso la presencia de símbolos fascistas en las fotografías distribuidas por el Gobierno o la OTAN, y amplió un fenómeno que ya existía desde 2014: los grupos ultraderechistas, fascistas o neonazis, la parte más movilizada y organizada de la sociedad, dejaban de ser bandas callejeras para estar fuertemente armadas, entrenadas y con la experiencia militar de estar curtida en las trincheras. Sin duda, grupos como Azov están ahora mucho mejor armados que en ningún momento de los ochos años de guerra de Donbass, aunque fue entonces cuando comenzó el proceso. Desde 2014, los intereses de la extrema derecha nacionalista, que buscaba, en muchos casos por motivos raciales y de un patológico odio anticomunista, la ruptura con todo lo ruso, han coincidido a la perfección.

Sin embargo, esas circunstancias no tienen por qué permanecer estables en el futuro, como tampoco lo han estado en el pasado. La división entre partidarios de Biletsky y de Sternenko o el apoyo de los grupos más vinculados a Svoboda a Poroshenko y de Azov, al menos implícitamente, a Zelensky muestra que las divisiones internas en la extrema  derecha son profundas y que diferentes grupos pueden volverse contra aquellos a quienes habían considerado amigos. Eso es precisamente lo que temen quienes entienden que Volodymyr Zelensky podría empezar a estar más abierto a la posibilidad de negociar con Rusia.

“Si hay algún tipo de negociación, podría haber inestabilidad social”, afirma esta semana Financial Times citando a un oficial ucraniano, que añade que Zelensky es consciente de ello. En ascenso desde que Maidan le otorgó el papel de ejército oficioso del golpe de estado, el peligro de la ultraderecha, con su rusofibia convertida en odio a una parte de su propia población, parece existir únicamente en los momentos en los que podría afectar a los intereses de Occidente o a sus proxis. El papel de la extrema derecha no es importante cuando es utilizada por el Estado para suplir al ejército en la operación antiterrorista en Donbass, para reprimir protestas prorrusas en Járkov, amedrentar a grupos políticos opositores o prensa mínimamente independiente, pero sí cuando puede comprometer la posición del referente occidental en Ucrania. “Siempre va a haber un segmento radical de la sociedad ucraniana que llamará capitulación a cualquier llamada a la negociación”, indica un diputado del partido de Zelensky, que utilizó las protestas de la extrema derecha para justificar su cambio de rumbo en cuanto a su propuesta electoral de compromiso con Rusia. Las posibilidades de negociación en estos momentos son escasas, en gran parte porque, pese a la especulación, no hay indicios reales de un cambio de postura de Zelensky, más cómodo con la extrema derecha ahora que en 2019 cuando tuvo que enfrentarse a Azov para que el grupo de Biletsky cumpliera una orden de retirada, por lo que el peligro es nulo. Y, sin embargo, es suficiente para que diputados del grupo político del presidente admitan que “la extrema derecha en Ucrania está creciendo. La derecha es un peligro para la democracia”. Un peligro fundamentalmente para la población civil que se desvíe en algún momento del discurso oficial que ha sido es y será alentado por el Estado para ser utilizado contra sus enemigos externos e internos. Porque a día de hoy, el odio de la extrema derecha es también el del Estado.

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