El pasado mayo, el secretario de Estado de Estados Unidos, Marco Rubio, presagiaba que, en la cumbre de junio, los países miembros de la OTAN acordarían aumentar al 5% el gasto de defensa a lo largo de la próxima década. En el pasado quedó la exigencia del 2% y Washington exige ahora un rápido aumento, por lo menos, al 3,5%, en el que trata de evitar que puedan incluirse partidas que no considera militares y con las que podría aumentarse el gasto en seguridad con un simple cambio de columnas en una base de datos. En cierta forma, se trata de un tira y afloja entre los países europeos y Estados Unidos en el que ambos le exigen a su aliado que cumpla con su discurso. Los países europeos se ofrecen a aumentar el gasto militar -para algunos países el compromiso del 3,5% supone duplicar la inversión en defensa- como garantía de que Donald Trump no vaya a abandonar la Alianza, reducir su presencia o, simplemente, olvidarse de los aliados europeos. Estados Unidos, por su parte, plantea el aumento del gasto como actuación necesaria de los países europeos para que dispongan de la autonomía estratégica que reclaman y puedan apoyar con eficiencia a Ucrania como desean.
En realidad, todo el aumento del gasto militar se produce dentro de la OTAN, por lo que el Pentágono es consciente de que se trata solo de rearme -en muchos casos con aumento de adquisiciones de armas en el complejo militar-industrial estadounidense- y no de autonomía estratégica europea, imposible dentro de la Alianza y cuando los países europeos tratan a toda costa de mantener sus vínculos con Washington. Utilizando la retórica del maltratador, Kaja Kallas, jefa de la diplomacia de la Unión Europea, afirmaba la semana pasada que era mejor “tough love”, amor amargo, por parte de Estados Unidos, expresión que, en ocasiones, deriva en el “la maté porque era mía”, pero que refleja perfectamente la subordinación de Bruselas a Estados Unidos.
El 24 de febrero de 2022, la invasión rusa de Ucrania aceleró un cambio geopolítico que, aunque ya entonces en marcha, fue mucho más evidente y causó un realineamiento interno dentro de ciertos bloques y reposicionamiento de otros. 2014, con la ruptura continental causada por Maidan, la reacción rusa en Crimea y el estallido de la guerra de Donbass con la operación antiterrorista con la que Ucrania quiso resolver un problema político por la vía militar, había sido el punto de partida de una política de alejamiento en la relación Berlín-Moscú y acercamiento Moscú-Beijing. Con su decisión de no presionar a Ucrania en busca del cumplimiento de los acuerdos de Minsk como vía para resolver el conflicto de Donbass y la negativa abierta de las capitales europeas y Washington a comprometerse a detener la expansión de la OTAN a las fronteras rusas, el terreno quedó abonado para el riesgo de guerra. Perdido todo el poder blando y sin posibilidad de negociar una solución que difícilmente habría sido traumática -ni Estados Unidos ni Alemania eran partidarios de aceptar a Ucrania en la Alianza, aunque no estaban dispuestos a ofrecer ninguna promesa-, Moscú percibió que la guerra era su única salida.
En el momento en el que Rusia reconoció la independencia de la RPD y la RPL y, dos días después, sus tanques cruzaron la frontera rusoucraniana, la Unión Europea eligió vincular su suerte a la de Estados Unidos, Moscú viró definitivamente a China y ambos comenzaron la lucha por atraer al Sur Global. Estados Unidos y la Unión Europea lo hicieron con advertencias, amenazas y presiones y exigieron al resto del mundo que se uniera a unas sanciones unilaterales que no habían sido adoptadas por el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas. Rusia, por su parte, recuperó parte de la retórica anticolonial que había dado credibilidad a la Unión Soviética durante los años de la imposición colonial o neocolonial europea y las injerencias de las antiguas metrópolis o Estados Unidos y apeló a un mundo abierto en el que no se regresara a la política de bloques. Eso sí, lo hizo mientras trataba de potenciar sus relaciones económicas con los BRICS, especialmente con la India, como medida para evitar las consecuencias más duras de las sanciones de Occidente, cuyo intento de obligar a los países del Sur Global a unirse a sus sanciones, consideradas por estos como ilegales, hizo fracasar la guerra económica a corto o medio plazo. El sueño perdura y la UE anunció ayer el inicio de los trámites para imponer su 18º paquete de sanciones, dirigido al sector bancario y a la energía. Nuevamente, la UE, en cuyos valores está el libre comercio, quiere imponer el precio con el que Rusia puede vender petróleo a sus clientes alrededor del mundo.
Increíblemente, las sanciones anunciadas ayer por Úrsula von der Leyen incluyen también “dejar atrás para siempre el Nord Stream 1 y 2”. Las explosiones del acto de terrorismo internacional que los países implicados en la investigación no parecen tener prisa por resolver no fueron suficientes y son precisas sanciones de la Unión Europea para reincidir en que Bruselas ha decidido renunciar a la energía barata rusa en favor, por ejemplo, del gas licuado estadounidense, más caro y con una peor huella de carbono, pero ideológicamente correcto y posible herramienta para el acercamiento a Donald Trump. Aislada de Rusia, expulsada de África y enfrentada económicamente con China, la única opción de la Unión Europea es Estados Unidos, pese a que Washington ha insistido en imponer aranceles a los productos europeos y ha dejado claro que el continente ha dejado de ser una prioridad.
Para Bruselas, todo pasa por mantener, a la espera de un cambio político en tres años, la relación con Estados Unidos, aunque sea a costa de ceder en lo económico y someterse en lo político. De ello depende también la capacidad europea de continuar suministrando el armamento, munición e inteligencia necesarios para continuar la guerra de Ucrania, justificación de la política de rearme y del giro geopolítico hacia la irrelevancia, subordinación y quizá, al desastre. Actuando como el brazo político de la OTAN, los países europeos se han lanzado al rearme alertando de la amenaza rusa, tarea en la que está plenamente inmerso el secretario general de la Alianza, Mark Rutte, cuyas declaraciones de los últimos días son complementarias a la retórica de sanciones de la UE. Mientras von der Leyen anuncia sanciones para “obligar a Rusia a la paz”, es decir, a una paz en la que tenga que aceptar el dictado ucraniano, Rutte alerta del peligro y exige un rearme mucho más allá de las posibilidades del bloque. En las últimas horas, el secretario general de la OTAN ha exigido a los países miembros aumentar en un 400% las defensas aéreas para “contrarrestar a Rusia”. Curiosamente, esa exigencia de algo que solo dos países en Europa están utilizando -Rusia y Ucrania- se produce en un momento en el que Zelensky suplica a sus aliados más sistemas y munición para sus defensas. A nadie debería escapársele que la adquisición de sistemas de defensa aérea, fundamentalmente a Estados Unidos, principal productor, es el paso necesario para que ese armamento sea transferido a Kiev.
“El peligro no desaparecerá incluso cuando acabe la guerra en Ucrania”, insistió Rutte, centrado en consolidar la idea de que la paz es tan peligrosa como la guerra. “Rutte dice que una vez que haya un alto el fuego en Ucrania, «el reloj empezará a correr para la OTAN» porque, según afirma, Rusia estará lista para atacar en cinco años. Por qué Rusia, sin importar quién esté al mando, precipitaría su propia desaparición y la del resto de la humanidad es un misterio que Rutte y sus semejantes nunca van a poder explicar”, se quejaba ayer el periodista opositor ruso Leonid Ragozin, que precisaba, sin embargo, que “el tiempo avanza para que la industria bélica consiga financiación y siente las bases para una nueva Guerra Fría con Rusia y China (descrita por Rutte en su discurso como el aliado militar crucial de Moscú). Porque una vez que haya alto el fuego, los desagradables pacifistas comenzarán a hablar de cosas terribles como el comercio, el intercambio cultural, apertura de las fronteras, turismo: todo lo que contribuye a una vida normal para cualquier persona normal, pero no para una profesional de la industria bélica”. Evitar ese terrible escenario pasa por perpetuar la ruptura continental en términos económicos y culturales y por crear una paz armada a partir del rearme justificado por la guerra de Ucrania.
Haciéndose eco de las exigencias de Marco Rubio, Rutte afirmó ayer en referencia al Reino Unido que “si no se consigue el 5% [del PIB en gasto en defensa], podréis seguir teniendo sanidad pública, el sistema de pensiones, pero más os vale aprender ruso”, una afirmación que ha “exasperado” incluso a analistas como Mark Galeotti, que considera que existe una amenaza rusa en Europa, pero de ninguna manera de ocupación. “No, el peligro de ocupación física del Reino Unido no es ni remotamente creíble”, escribió el columnista de The Times para exigir que las autoridades dejen de utilizar “una retórica inverosímil y francamente engañosa” para justificar un aumento del gasto en defensa que sí considera necesario.
De él depende, por ejemplo, que Ucrania pueda seguir luchando con garantías como fuerza proxy de Occidente en su intento de mantener ocupada a Rusia mientras se produce el rearme. “Estoy convencida de que todo político occidental que quiera combatir a Rusia debería enviar primero a su propio hijo al frente en Ucrania, a la infantería, donde más se necesitan los soldados. Y que luche con la cantidad y calidad de armas que Occidente le ha proporcionado”, escribió la historiadora ucraniana Marta Havryshko, cada día más crítica con la política militarista de su país y de sus aliados, cuya actuación implica la continuación de una guerra proxy en la que los países occidentales desean seguir luchando, pero en la que no quieren implicarse directamente. En otras palabras, los países europeos, y en cierta forma Estados Unidos, cada vez menos implicado en la búsqueda de una resolución, desean seguir librando una guerra contra Rusia, pero sin acercarse de ninguna manera al frente. Incluso el gran plan de Starmer y Macron de enviar a Ucrania una misión armada -nunca se supo si de mantenimiento de la paz, disuasión o simplemente de presencia suficiente para izar unas banderas nacionales y reclamar el territorio para la UE o la OTAN- para situarse a una distancia prudencial de la línea de separación ha desaparecido de las noticias.
Lo que no ha desaparecido, al menos a juzgar por las declaraciones realizadas por Volodymyr Zelensky a un medio húngaro, son las exigencias y las presiones a Ucrania. “No movilizamos a jóvenes de 18-24 años, sino que les ofrecimos contratos de un año. Nunca había hablado de esto, pero ya que me lo has preguntado, te diré lo que pienso, porque es un tema delicado: No creo que debamos movilizar a la gente a partir de los 18 años, como han sugerido otros dirigentes”, afirmó el presidente ucraniano, que añadió que “en cuanto a las sanciones, cuando los socios occidentales enumeran las razones por las que han decidido no imponerlas, incluyen el hecho de que Ucrania no ha movilizado a los mayores de 18 años”. Para continuar, la guerra no solo necesita financiación, armamento, munición e inteligencia, sino carne de cañón al servicio de intereses económicos y geopolíticos generalmente ajenos.
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