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El mar Negro sin acuerdo

La semana pasada, antes de que se confirmara si el acuerdo de exportación de grano ucraniano iba a ser prorrogado, zarpó del puerto de Odessa el último de los cargamentos bajo las garantías de lo pactado por Rusia y Ucrania con Turquía y Naciones Unidas en una negociación separada que implicó dos tratados y dos firmas en lugar de una. Aunque el acuerdo exigía la colaboración activa de los dos países en el desarrollo de los planes, en las rutas, horarios y en los registros para impedir el tráfico de armas, Ucrania no quiso escenificar el momento con una fotografía conjunta. Desde la ruptura de las negociaciones en marzo de 2022 en Estambul, donde se pudo ver a las dos delegaciones juntas y capaces de mostrar una relación cordial -quizá excesivamente cordial a juzgar por el hecho de que David Arajamia haya pasado de liderar aquella delegación a quedar prácticamente olvidado-, la escasa diplomacia que puede existir entre ambos se produce o lejos de las cámaras o a través de terceros. Con una mezcla de las dos se gestó, por ejemplo, el acuerdo por el que Denis Prokopenko y otros mandos de Azov y unidades de las Fuerzas Armadas de Ucrania que habían sido capturados en Mariupol fueron entregados a Turquía, país que, tras incumplir su palabra en aquella ocasión, negocia ahora de forma separada una vía con la que mantener las exportaciones a través del mar Negro.

Horas después de que Rusia confirmara, tras el ataque ucraniano al puente de Crimea, que cesaba en su cooperación con Turquía y Ucrania y que volvía a considerar el mar Negro como escenario peligroso, Volodymyr Zelensky afirmó que las exportaciones continuarían al margen de la postura de Moscú. El presidente ucraniano quería así mostrar que el papel de Rusia es irrelevante y que su Gobierno puede continuar actuando sin las garantías que implicaba que Moscú fuera parte de ese acuerdo. Sin embargo, esa bravuconería no duró más que unas pocas horas y por la mañana la administración ucraniana comenzó a exigir a sus socios y a Naciones Unidas que obligaran a Rusia a retornar al acuerdo extinguido.

Los escasos días transcurridos entre la expiración del plazo de vigencia del pacto de exportación de grano hacen imposible valorar aún el efecto que la nueva situación tendrá en el mercado mundial y en la seguridad alimentaria a nivel global. Aunque sin datos para basar su argumento, representantes de Ucrania y sus países aliados han comenzado inmediatamente una amplia campaña para culpar a Rusia de los riesgos de empeoramiento de la situación mundial. Se alega, por una parte, el aumento del precio, algo que supone un evidente peligro para los países más pobres y, sobre todo, para aquellos que en mayor medida dependen de las importaciones para alimentar a su población. La desaparición del grano ucraniano del mercado mundial supone, efectivamente, un repunte al alza de los precios por el descenso de producto disponible. Sin embargo, algo similar podría decirse de la falta del grano de Rusia, un productor más importante en términos absolutos y especialmente en las condiciones actuales, en las que Ucrania ni siquiera tiene acceso a todas sus tierras negras -algunas de las cuales se encuentran bajo control ruso o en plena línea del frente-, mientras que la cosecha se produce de forma normal en la Federación Rusa.

El segundo argumento, el más generalizado estos días debido a una campaña consciente y organizada para lograr minar la imagen de Rusia ante los países del sur global, con los que Moscú trata en muchos casos de recuperar los niveles de relaciones que mantuvieran con la Unión Soviética es de vincular el acuerdo de grano con la seguridad alimentaria mundial. La idea de que Rusia estaba utilizando el hambre como arma no es nueva y apareció nada más comenzara el bloqueo naval de Ucrania de las primeras semanas de la guerra. Ni entonces ni ahora se planteó, sin embargo, la hipocresía ucraniana de quien decía preocuparse por la seguridad alimentaria mundial cuando había actuado conscientemente para crear una situación de hambruna en un territorio que decía considerar propio. Esa fue la lógica del bloqueo de Donbass, impuesto por Petro Poroshenko y continuado por Volodymyr Zelensky. Poroshenko llegó incluso a anunciar, sin siquiera intentar ocultar su gozo, el inicio de los “disturbios del hambre” en la región de Donetsk. Solo el acceso a la frontera rusa y la asistencia brindada a lo largo de ocho años por instituciones públicas y privadas de Moscú impidió que esos disturbios del hambre que solo existieron en la mente de Petro Poroshenko se produjeran realmente o que se extendiera una situación humanitaria catastrófica que sí se dio en zonas concretas del frente -Pervomaisk y otras localidades de primera línea en la RPL- en el primer invierno de guerra.

Es cuestionable también el propio argumento que centra ahora mismo el argumentario de los países aliados de Ucrania, encabezados, como no podía ser de otra manera, por Estados Unidos. Tanto los países de la OTAN como António Guterres, el secretario general de Naciones Unidas que esperó al último fin de semana de vigencia del acuerdo para presentar a Rusia una propuesta que ni siquiera era viable, han centrado su ira en que son los países más vulnerables del mundo los que pagan el precio de la falta de voluntad rusa de cumplir con un acuerdo. Todos ellos olvidan deliberadamente que, pese a que Rusia había cumplido con su parte, no había recibido la contraprestación que le fue prometida. No se trata, en este caso, de un argumento puramente económico, ya que Rusia ha insistido en que está dispuesta a entregar el grano de forma gratuita a los países más pobres. Como ya ocurriera con los acuerdos de Minsk, Moscú ha pasado un año esperando a que se viera cumplida una parte del acuerdo mientras cumplía con la suya. Y ahora se encuentra en el foco acusada de “matar de hambre” al sur global.

Sin duda, la pérdida de acceso al mercado del grano de uno de los cinco principales productores mundiales -al menos en tiempos de paz, es difícil calcular cuál será la cosecha ucraniana este año- perjudica desproporcionadamente a los países más pobres, aunque lo mismo puede decirse de la ausencia del grano ruso en el mercado. Se produce así una situación similar a la dada en el sector del gas, en el que el encarecimiento y la pérdida de acceso a uno de los mercados principales, el ruso, ha supuesto la necesidad de acudir a nuevos proveedores. Y mientras países que han impuesto sanciones, como los de la Unión Europea, han logrado cubrir sus necesidades a base de pagar precios más altos, han causado una situación imposible para países que, sin haber impuesto sanciones, han visto cómo los países ricos copaban, por ejemplo, el mercado del gas natural licuado, causando graves crisis energéticas en lugares como Pakistán o Uzbekistán. Las disrupciones que se han producido en el último año y medio en el mercado del grano afectan, sin duda, a los países más pobres, en especial a aquellos con mayor dependencia de las importaciones.

En esa situación está un país que en las últimas horas ha aparecido en el discurso de Ucrania, Estados Unidos o Canadá y que refleja a la perfección la hipocresía occidental. Se trata de Yemen, un país cuyos problemas de seguridad alimentaria no han sido causados ni empeorados por el bloqueo naval de Ucrania sino por el bloqueo impuesto por Arabia Saudí, cuya guerra es posible únicamente por el apoyo militar y logístico de países como Estados Unidos o el Reino Unido, que ahora dicen preocuparse por su dramática situación. Efectivamente, Yemen figura en la lista de países que han recibido grano ucraniano en el último año. El Departamento de Estado menciona dos cargamentos entregados por el Programa Mundial de Alimentos. En uno de ellos se menciona que la carga podría alimentar a cuatro millones de personas durante un mes, una ayuda sin duda importante, pero insuficiente teniendo en cuenta que ya en enero de 2016, cuando la situación no había llegado a su peor momento, Naciones Unidas hablaba de más de la mitad del país con inseguridad alimentaria.

No es Vladimir Putin quien mata de hambre a Yemen sino los aliados de Ucrania, que para apoyar a un aliado han optado por ocultar la grave situación que vive uno de los países más pobres del mundo. El cinismo de unos países que utilizan ahora ese sufrimiento del que llevan años siendo cómplices es aún mayor al comprobar el destino de las exportaciones ucranianas a lo largo de este último año. Todas las informaciones disponibles apuntan a que Yemen, como otros muchos países necesitados, se encuentran en la categoría de “otros”, muy relegados en la lista de países que más grano ucraniano han recibido. Es más, son tres los países que han recibido el grueso de ese producto: China, España y Turquía. El hecho de que países como Polonia, Rumanía o Eslovaquia hayan pedido a la Unión Europea mantener el veto al grano ucraniano muestra también el peso de las exportaciones terrestres. Ucrania debe ser libre para comerciar con productos tan importantes como el grano. Sin embargo, no puede manipular la realidad para hacer que encaje en su discurso. Eso es lo que, con la inestimable ayuda de sus socios, está haciendo ahora mismo.

La exigencia rusa de reconexión de su banco agrícola al sistema SWIFT no es una demanda imposible. Las sanciones han permitido mantener bancos rusos conectados al sistema internacional de pago para que los países, entre ellos los de la Unión Europea, no perdieran el acceso, por ejemplo, al gas licuado ruso. Al igual que con el grano ucraniano, España es uno de los países que se está aprovechando de ello. Los mismos motivos que los países occidentales están utilizando para demonizar a Rusia, son suficientes para argumentar que es preciso que tanto el grano tanto ruso como ucraniano y los fertilizantes rusos regresen al mercado mundial. Y no es solo el bloqueo ruso sino la desconexión de los bancos y las sanciones secundarias, que impiden por la vía indirecta -aunque abiertamente consciente- que los productos rusos puedan salir al mercado, los que pueden empeorar las perspectivas de seguridad alimentaria en el sur global. Entre acusaciones a Moscú por “hacer del hambre un arma”, Occidente busca también ocultar el papel que tiene en su labor de dificultar al máximo la circulación de fertilizantes rusos, tan importantes o más para la seguridad alimentaria mundial como el grano de los dos países, ambos grandes productores a nivel mundial.

Sin solución a la vista, Rusia confirmó ayer que considera cerrado el corredor humanitario por el que transitaban las exportaciones y añadió que considerará cada buque que transite por él como potencial sospechoso de portar armas. Los países cuyas banderas porten esos barcos serán considerados también potenciales participantes en el conflicto. La ausencia de garantías de seguridad por parte de Rusia hacía ya inviable la participación normal de buques comerciales en un corredor que, en la práctica, se había convertido ya en militar. La última amenaza rusa es un paso más en esa escalada de inseguridad en el mar Negro, una que pudo haberse evitado fácilmente de haber existido la voluntad para hacerlo. Las exigencias rusas no eran inviables y la ausencia de incidentes militares durante el año que el corredor ha estado en vigor -el único incidente dudoso podría ser el del ataque a Crimea el lunes, último día de vigencia del acuerdo- muestran que, incluso en guerra, la diplomacia es posible.

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